martes, junio 21, 2022

Eres una persona tan extraordinaria como todas las demás

Obra de Didier Lourenço

A mis alumnas y alumnos les he insistido en estos últimos días de clase que recuerden a cada instante que son personas extraordinarias. Suelen sonreír de un modo unánime al recibir esta descripción con la que clausuro el curso, pero al instante les pormenorizo que no se olviden de que a cualquier otra persona le ocurre lo mismo que a ellas. Eximidas de esta exclusividad, les intento esclarecer tanto conceptual como sentimentalmente que «cualquier persona con que la vida te hace cruzar es tan extraordinaria como tú. Sentirlo en el ejercicio de crear conciencia y actuar bajo este postulado amabiliza la vida compartida y da sentido a la adhesión cívica y a los deberes colectivos». Cada existencia es un punto de vista sobre la vida, cada vida es una entidad única e incanjeable. En la entrevista que Iñaki Gabilondo realiza a Karen Armstrong, transcrita en el libro Las preguntas siguen, destella una anécdota preciosa que recalca esta idea central para nuestra condición de existencias interdependientes. La especialista en el estudio de las religiones cuenta que «al rabino Hilel le pidieron que resumiera todas las enseñanzas judías mientras se sostenía sobre una sola pierna. Subió una pierna y dijo: «lo que te resulte detestable, no se lo hagas al prójimo. Eso es la Torá, todo lo demás son apostillas». En los libros sagrados de las diversas tradiciones religiosas todo lo que rebasa esta regla de oro es un mero añadido, argumentos para decorar la propia regla, o para apuntalarla con fundamentaciones abstrusas y a veces repletas de una aridez contraproducente para su propia comprensión y aplicación. 

En esta anécdota se cita la regla de oro en su sentido negativo, pero prefiero su formulación en el siempre mucho más movilizador sentido positivo: «Trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti». Profesar esta regla es la base de esa humanidad en que la persona prójima nos concierne y por tanto problematiza con su sola presencia cómo hemos de comportarnos con ella. Karen Armstromg es tajante con la regla de oro y sus implicaciones para el devenir del rebaño humano: «A menos que nos tomemos este mandamiento con la seriedad debida, los humanos no seremos capaces de identificarnos los unos con los otros. Debemos ver al otro como algo sagrado, y el reto está en hacerlo teniendo en cuenta que no conocemos a la mayoría de las personas». Estos dos matices son nucleares. Etimológicamente sagrado significa aquello por lo que merece la pena sacrificarse, y sacrificarse en aras de instituir comportamientos que juzgamos humanos es lo más inteligente que podemos hacer por los demás y por nosotros mismos, que somos tan demás como los demás. El segundo matiz de la afirmación de Armstrong no es baladí. A pesar de estar centrifugados por una infinidad de interdependencias, nuestros vínculos más profundos apenas sobrepasan la cantidad de ciento cincuenta personas. Se trata del célebre número Dunbar, a partir del cual los vínculos se debilitan, las relaciones se fragilizan y los criterios de las interacciones pierden irradiación afectiva para ganar en instrumentalización, interés auxiliar, o mera funcionalidad. Huelga recordar que habitamos un planeta poblado por la ingente cifra de ocho mil millones de personas. Que nuestras interacciones más personales no puedan sobrepasar el cupo de ciento cincuenta deja clara nuestra inmensa ignorancia sobre la práctica totalidad de las personas que deambulan por el mundo. Al no relacionarnos con ellas trucan en abstracciones o en entidades plagadas de impersonalización. Pero precisamente por ser personas semejantes en lo sustantivo (tan extraordinarias como tú), aunque disímiles en lo adjetivo, podemos tratarlas como si cualquiera de esas personas fuera la nuestra. La constatación de este hecho es lo que reclama la regla de oro.

Podemos mejorar notablemente la regla de oro en su sentido positivo, y a la vez hacerlo desde lugares intelectuales de expresión laica. Llevo un tiempo dándole vueltas a este asunto que ocupa el núcleo del núcleo de la sensibilidad ética. Creo haber encontrado una regla que aporta más reciedumbre a la regla de oro. La he encontrado reflexionando junto a niñas y niños de once años, lo que me maravilla y me reafirma en que los discursos hegemónicos que envuelven las reflexiones adultas colocan un manto de óxido sobre nuestra imaginación. En dos ocasiones he compartido esta versión de la regla oro en la que el sujeto no es el yo atomizado, esto es, la regla de oro no gravita en torno a un sujeto preocupado autárquicamente de sí mismo. Considero que esta peculiaridad la hace más plausible y la dota de mayor hondura ética. La primera vez que la lleve a la plaza pública fue en el VIII Congreso Estatal de Educación Social, y la segunda en la presentación del ensayo La belleza del comportamiento. La regla expulsa al yo del centro de la propia regla, y su lugar es ocupado por los demás, pero no por cualquiera de esos ocho mil millones diseminados por el planeta Tierra, sino por personas con las que nos eslabona el afecto y la ternura. En vez de tratar a los demás como te gustaría que te trataran a ti, afirmación que puede engendrar muchas excepciones y muchos matices narcisistas, propongo esta otra:  «Trata a los demás como te gustaría que los demás tratasen a tus seres queridos». No conozco una fórmula mejor en la que de forma subrepticia subyazca la pretensión de tratar éticamente a aquellas personas con las que sin embargo no mantenemos nexos afectivos. 



Artículos relacionados:
La belleza del comportamiento.
El afecto o como pasar de pensar en singular a pensar en plural.
Cariño, consideración, reconocimiento, los tres ejes que mueven el mundo.

martes, junio 14, 2022

Todo se reduce a sentirnos queridos

Obra de Andrea Piccardo

La mayoría de nuestras energías las empleamos en persuadir a los demás de que somos una existencia valiosa que merece estar al lado de la suya. Los seres humanos somos cautivos de una plétora de necesidades materiales que cubrir en tanto que nuestra constitución es biológica y nuestra corporeidad requiere ingentes cantidades de cuidado y atención, pero simultáneamente tenemos otras necesidades que cursan con la intimidad, la ternura, la comunicación, el cariño, el reconocimiento, los afectos. Albergamos necesidades materiales, pero también de contacto humano, de construcción de nexos relacionales y sentimentales profundos y significativos. El lazo afectivo imprime sentido a la vida, del mismo modo que la soledad involuntaria la mineraliza y la metamorfosea en sinsentido y absurdidad. Las personas tanto próximas como distales son nuestro medio de vida, el ecosistema merced al cual nuestro cerebro se hace cerebro. El cerebro humano no opera como cualquier otro órgano. Los pulmones, el páncreas, o el estómago, por ejemplo, no necesitan entrar en contacto con otros pulmones, otros páncreas, u otros estómagos para ejecutar su actividad de un modo óptimo, pero nuestro cerebro sí. El cerebro se desarrolla cuando interacciona con otros cerebros. «El cerebro es un órgano que funciona en red», advierte en El crepúsculo de Prometeo el filósofo francés François Flaulet.  El sociólogo alemán Heinz Bude escribió que «el yo no se las arregla sin vincularse». Es fácil colegir y verificar con el radar empírico que nuestra inteligencia se vuelve más inteligente cuando se relaciona con otras inteligencias que se desenvuelven inteligentemente. En alguna ocasión he escrito que para ser humano antes hay que ser ciudadano, y para ser ciudadano hay que pertenecer a una comunidad, a unas prácticas, unas tradiciones, un lenguaje, un entorno material y simbólico compartido, una red de acuerdos tácitos y explícitos en los que la convivencia es posible. La fantasía autárquica del «sálvese quien pueda» ultraliberal omite la necesidad de estas tramas relacionales sin las cuales el animal humano seguiría siendo un animal, pero no humano. La cultura neoliberal intenta mejorar el mundo del individuo incentivándole a que se preocupe egoísta y atomizadamente por su interés, pero esta máxima cumplida con rigor por todas y todos empeoraría notablemente la biosfera relacional en la que solo ese mundo concreto e individual que es cada existencia puede plenificarse.

La fantasía individual (título del perspicaz ensayo de Almudena Hernando) opaca nuestro tejido vincular. En cambio, se insiste en hablar de un sujeto insular que sin embargo la cotidianidad de cualquier persona desdice con cada decisión que adopta y transforma en acción. Basta con fijarnos en los grandes volúmenes de energía y de planificación estratégica que destinamos a demostrar a quienes nos rodean de que somos dignos de ser queridos para de este modo colmar nuestra imantación hacia el afecto y el vínculo. Lola López Mondéjar afirma que «no tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca, si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir». Estoy de acuerdo con esta preciosa aserción, pero ese existir ameritado no es un existir cualquiera, sino un existir deseable y significativo. Somos una existencia humana y por tanto acreedora de una dignidad que debe ser cuidada, y que a la vez debe autoimponerse el cuidado de la dignidad que porta cualquier persona prójima, porque es en la reciedumbre de esta circularidad donde el valor irreal de la dignidad se convierte en funcional gracias a la maleabilidad de nuestra conducta en la realidad. Hace unos días preguntaba a niñas de once y doce años que señalaran en qué acciones sentían que su dignidad no era cuidada con el respeto que consideraban merecer. Sus respuestas tamizadas ahora por mi vocabulario se referían a cuando les hablaban con expresiones lacerantes y palabras sarcásticas que las ridiculizaban, cuando el tono verbal se elevaba y cercenaba la comunicación educada, cuando se sentían ninguneadas, cuando se las ignoraba para tomar decisiones que les atañían, cuando las minusvaloraban a propósito para que se sintieran insignificantes y prescindibles, cuando su alteridad era criticada simplemente por ser alteridad, cuando las humillaban con las múltiples formas que hemos inventado las personas para hacernos daño. Es decir, se sabían irrespetadas cuando la otredad significativa y afectivamente relevante demostraba con sus palabras, sus actos y sus omisiones que en ese instante su existencia no estaba entre sus preocupaciones. 

Leo al anteriormente citado François Flaulet que «estar aislados de los demás, ser un cero a la izquierda, a fortiori ser víctima de ostracismo es un sufrimiento tan real como los físicos. Investigaciones neurobiológicas, asistidas por la imaginería cerebral, han mostrado que cuando alguien se siente abandonado por personas con las que mantenía un vínculo, incluso ocasional, la zona del cerebro que se activa es la del dolor». El sufrimiento que se amontona en el cerebro cuando la soledad nos arponea duele tanto como el dolor que pueda padecer cualquier otra parte de nuestro cuerpo. La expulsión de la tribu en las sociedades arcaicas era el castigo más severo que se le podía infligir a sus miembros, dolor que se sigue reproduciendo en la sociedad contemporánea cuando sentimos que nuestra pertenencia al grupo se quebranta, o nos condenan a exiliarnos de un mundo común relacional. Para que los demás nos quieran, nos tengan en alta estima, se sientan orgullosos de nuestra amistad, nos consideren proveedores recíprocos de su bienestar afectivo, nos reconozcan, hemos inventado el estatus, la meritocracia, la posición social, la identidad laboral, la identidad adquisitiva, la identidad narrativa, la identidad comportamental, la identidad estética, la identidad cognitiva y artística, la identidad sentimental, etc. Son periferias destinadas a que alguien nos considere una persona valiosa y que de ese valor compartido podamos extraer un cariño con el que sentirnos cuidada y atendida. Paul Celan lo escribió en unos versos aparentemente herméticos que se esclarecen en este contexto: «Yo soy tú cuando yo soy yo». Cuando pensamos profundamente descubrimos que el yo que somos radica en un conglomerado de interacciones con las otredades, un nexo que para maximizarse nos insta al cuidado y al cariño. De este modo quedan definidas las dos grandes características de los animales humanos: estamos configurados para pensar y para amar, dos dimensiones yuxtapuestas. Al pensar descubrimos a las otredades que nos hacen ser un yo, y este descubrimiento nos inspira a amarlas para tejer vínculo y sentido. La posible absurdidad del mundo desaparece en el instante en que alguien nos susurra que nuestra existencia es importante para la suya. No encuentro mayor motivo para existir que el que te den las gracias por existir.


    Artículos relacionados:

   Para ser persona hay que ser ciudadano.