martes, octubre 18, 2022

El yo se hace al narrarse lo que hace

Obra de Alice Neel

Nunca será lo suficientemente ensalzada la capacidad de hablar que poseemos en exclusividad los seres humanos. Probablemente la mayor proeza de nuestra inteligencia es haber convertido en sonido semántico y en signos legibles y con significación tanto el mundo que observamos como el mundo interior que nos habita. De hecho, este mundo hermético y críptico lo podemos articular y luego compartir porque lo podemos empalabrar. Si no pudiéramos dar cuenta verbal de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo, viviríamos enclaustrados en un solipsismo horrísono, puesto que la caligrafía de los gestos o el lenguaje del cuerpo solo permiten anunciar de una manera muy roma y a veces equívoca qué sucede de nuestra piel para dentro. A veces los gestos son muy elocuentes, pero esa elocuencia proviene de la intromisión de normatividades culturales e intimidades personales construidas con la arquitectura del lenguaje. Sin estructura lingüística nuestra soledad existencial se recrudecería. Es la palabra tanto oral como escrita expresada en actitud confidente la que facilita que dos o más soledades puedan hacerse compañía.

En el artículo El futuro de la literatura, incluido en el libro Madres, padres y demás, la novelista y ensayista multidisciplinar Siri Hustvedt sostiene que «integramos rápidamente los acontecimientos de nuestra vida en narraciones más o menos coherentes». Creo que este proceso es mucho más que raudo, es simultáneo. Lo que acontece y cómo lo encapsulamos en narración es una experiencia que sucede al unísono. Como he plasmado en las páginas de varios ensayos, «el alma es el relato en el que nos vamos contando a cada segundo lo que nos ocurre a cada instante». Esta definición acientífica del alma intenta recalcar que el yo no es solo lo que hacemos, sino la forma en que nos contamos lo que hacemos mientras lo hacemos. Hay que puntualizar que no se trata de un relato neutral o aséptico. Es un relato evaluativo, con capacidad reorganizativa y de gobernabilidad, con fuertes condicionantes morales, de asignación de valores tanto personales como de genealogía social. La atmósfera anímica, el autoconcepto y los sentimientos se configuran en este relato, y simultáneamente el relato se colorea y se carga de matices gracias a la frondosa ramificación anímica, conceptual y sentimental que tenemos a nuestra cultural disposición los animales humanos. Las palabras no solo desencadenan imagénes visuales y nos aprovisionan de herramientas discursivas, también originan cambios en nuestro entramado afectivo. Una palabra nos puede precipitar a la tristeza, o instarnos a saltar de alegría, o estremecernos de miedo, o desmoronar nuestra ilusión y dejarnos abatidos durante varios interminables días. Las palabras dicen, pero también hacen.

En La especie fabuladora Nancy Huston sostiene que «el relato confiere a nuestra vida una dimensión de sentido que los demás animales desconocen». La trama en que reposicionamos nuestra vida mientras la vivimos persigue la creación de orden y congruencia, que las piezas de los acontecimientos fracturados en el decurso de los días confluyan en una intersección cabal y manejable. Se trata de encontrar patrones predictivos que nos entreguen fiabilidad, crear conectores con los que aumentar la creencia de seguridad y probabilidad y aminorar aquella que nos inspire miedo y flaqueza, evitar la disonancia cognitiva, la dolorosa disociación entre nuestros valores y nuestras acciones. «Para nuestro cerebro es más importante contarnos una historia consistente que contarnos una historia verdadera. El mundo real es menos importante que el mundo que necesitamos». Lo escribe Punset en el ensayo El alma está en el cerebro. Es fácil aducir que nuestro cerebro nos engaña en numerosas ocasiones en su loable afán de sobrevivir. El cerebro es un prestidigitador que falsea la realidad casi siempre a nuestro favor con el ardid de la fabulación. Si la falsificación es muy exagerada, podemos volvernos ilusos, engreídos, temerarios, pretenciosos, soberbios, estúpidos. Si la falsificación juega en nuestra contra, y lo hace con contumacia, entonces podemos devenir en personas encogidas, timoratas, recelosas, irresolutas, suspicaces, apesadumbradas, lánguidas. Nancy Huston lo explica maravillosamente bien: «convertirse en yo es activar el mecanismo de la narración». Aprender a narrarnos es aprender a vivir dentro de ese yo que se pasa el día hablando con la multiplicidad de yoes que habitan en él.



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martes, octubre 11, 2022

La soledad, el mayor enemigo de lo humano

Obra de Ivana Besevic

El mayor enemigo del ser humano es la ausencia de otro ser humano. En las ficciones hobbesianas se alerta de que el ser humano es un lobo para el ser humano, pero no es necesariamente así. La ausencia de seres humanos despoja a cualquier ser humano de aquello que lo hace humano. ¿Y qué es lo que hace humano a un ser humano? Somos los vínculos que entretejemos mientras estamos siendo. Todos nuestros sentimientos están hechos de tejido vincular, son entramados complejos de cómo nos afecta el mundo compartido. El filósofo Santiago Alba Rico abrevia esta explicación con el lapidario y perpicaz enunciado «soy un somos». Pertenece a su potente ensayo Ser o no ser un cuerpo, y unas páginas más adelante argumenta que «las instituciones son el equivalente humano de las alas de los pájaros y los caparazones de las tortugas». Cambiemos la palabra instituciones por el sintagma los demás y la afirmación mantendrá intacto su significado. Vivir vinculados es lo que nos hace humanos, de ahí que sea fácil alegar que «sin ti no soy yo». Curiosamente padecemos la paradoja de anhelar la libertad de poder desvincularnos, cuando una desvinculación categórica nos haría perder la posibilidad de esa misma libertad. Sin vínculos no hay libertad, sin interdependencia no hay posibilidad de autonomía, la capacidad de elegir los fines con los que queremos brindar de sentido nuestra existencia. 

El antónimo del vínculo es la soledad. Mientras releo el vibrante ensayo de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, me encuentro con una definición que apuntala lo que estoy intentando desmigajar aquí: «Soledad: sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte». Esta definición me recuerda una reflexión de la escritora francesa Nancy Huston depositada en su libro La especie fabuladora: «Nadie aprende a hablar solo. El lenguaje es exactamente la presencia de los demás en nosotros». Esta idea puede servir para desgranar una nueva definición de soledad: la situación prolongada en el tiempo en que no podemos compartir las palabras que nos ayudan a dejar de ser borrosos para convertirnos en seres más nítidos. La soledad arraiga cuando queda cancelada la opción de compartir las historias empalabradas que conforman nuestra biografía y que nos permiten pasar de ser nadie a ser alguien. La soledad nos condena a ser nadie porque bajo su mandato no nos podemos compartir con alguien. He aquí por qué nos duele tanto que no nos escuchen. Cuando nos escuchan nos hacemos al relatarnos, porque el vínculo está hecho de narraciones imbricadas que nos donan identidad y conocimiento, perspectivas para calibrar con menor margen de error nuestra singular y siempre en movimiento ubicación en el mundo. Cuando dos personas se enemistan dejan de hablarse, se desvinculan, porque el vínculo está hecho de intersecciones lingüísticas que designan el mundo común, o lo construyen al declararlo. En las sociedades arcaicas expulsar a un miembro de la tribu era condenarlo a la muerte porque a partir de ese instante no dispondría de oídos que escucharan la palabra en la que habitaba.

La soledad es la desvinculación con el otro, pero a la vez es la confirmación déspota de que somos un cuerpo, porque el dolor que patrocina la soledad no electiva nos engrilleta en sus reducidos confines, nos retiene en ellos, lo que refuerza la presencia hiriente de la soledad en un círculo vicioso que en cada nueva rotación se hace más doliente. Una hermosa casualidad hace que leyendo la novela La ignorancia de Milan Kundera me encuentre con la siguiente reflexión: «La palabra soledad adquiría un sentido más abstracto y más noble: atravesar la vida sin interesar a nadie, hablar sin ser escuchada, sufrir sin inspirar compasión». El párrafo es sobrecogedor y sin proponérselo aclara la diferencia entre que una persona se sienta sola y esté sola. Apunta que la soledad más flagrante es aquella que se manifiesta cuando comprobamos que nadie se siente concernido por nuestro dolor, aunque estemos acompañados, que ese sufrimiento que pesa como el plomo (de aquí deriva la palabra pesadumbre) lo tenemos que cargar a solas, sin el concurso asistencial de ningún semejante. Cargar ese peso es no poder hablarlo, verbalizarlo con la intención de que sea recogido por unos tímpanos, porque sabemos que cuando la tristeza se comparte, la tristeza pierde irradiación y muta en menos triste. La soledad se exhibe en la insularidad de nuestros sentimientos de apertura al otro cuando no hay un otro con quien compartirlos. No existe vinculación. La soledad no es necesariamente sentir vacío, como se suele aducir, sino estar lleno y no poder vaciarse al no hallar ningún puente que nos lleve a la geografía del otro. Nuestra proclividad a formular los enunciados en sentido negativo ha popularizado que «es mejor estar solo que mal acompañado». Es una comparación gratuita y muy fácil de argüir. Volteemos este lugar común y releámoslo en positivo: «Mejor bien acompañado que solo». Cuando esto sucede, se puede experimentar algo contraintuitivo y sorprendente. Cuando se está bien acompañado, la soledad momentánea y voluntaria también es una buena compañía.

 
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