martes, febrero 21, 2023

El secuestro de la atención

Obra de Furij Frey

Podemos definir la autonomía de muchas maneras, pero una de las posibles sería la que la especifica como la capacidad de colocar la atención allí dónde y cuándo una persona decide hacerlo, y no dónde y cuándo se lo indica una entidad externa a ella. Esta es la diferencia entre autonomía y heteronomía, que a su vez nos brinda una característica nuclear para entender qué es el poder. Posee poder la persona que consigue que la voluntad prójima ancle su atención donde ella se lo pide (poder afectivo), se lo sugiere (poder argumentativo), se lo señale (poder experto, poder informativo), se lo ordene (poder coercitivo), se lo gratifique (poder para administrar recompensas). Cualquiera que sea el tipo de poder, la atención es el recurso que entra en juego en estas interacciones. La atención es la capacidad instrumental de focalizar, seleccionar y concentrarse sobre los estímulos elegidos que consideramos valiosos para optimizar la comprensión de lo que nos circunda e instituirnos como el entramado afectivo que somos. Si no tenemos capacidad de decisión sobre el contenido de nuestra atención, entonces perdemos autonomía. Si colonizan nuestra atención desde entidades exteriores, se reduce nuestra gobernabilidad sobre qué ver, qué sentir y qué pensar del mundo. Es el poder más genuino de todos los posibles. No solo el mundo muere a nuestro alrededor cada vez que no ponemos atención sobre él, también fenece la subjetividad de nuestra persona. Los valores más puros de un ser humano consignados en la bondad y la alegría son el resultado de un ejercicio de atención absoluta. Lo afirmó Simone Weill. La falta de atención como disposición sensorial y cognitiva prologa la falta de atención como vector ético constituyente.

Vivimos centrifugados por la economía de la atención. Una infinita miríada de estímulos compite compulsivamente por desvalijar nuestra atención. Recuerdo cómo un ensayo sobre la irrupción del mundo conectado alertaba de la devastación que podía producir la ubicuidad del ecosistema digital en nuestras vidas. Se titulaba Qué está haciendo internet con nuestra mente, y la conclusión de su autor, el escritor especializado en tecnología Nicholas Carr, era desoladora. Los dispositivos digitales pugnan por hurtar nuestra atención para dispersarla. No se trata de encauzar la atención con fines ajenos a los propios, se trata de que a fuerza de repetir esta acción en infinitesimales veces al cabo del día la atención se desentrena hasta atrofiarse. Con las alumnas y alumnos he consensuado bautizar como vampiro al teléfono móvil cuando se utiliza clandestinamente en clase. La explicación de esta nominación cómica es obvia. Todas las distracciones que se congregan multitudinariamente en las pantallas vampirizan la atención e imposibilitan enfocarla y estabilizarla sostenida y concentradamente en un mismo estímulo. La sobrecarga informativa, la saturación sensorial, la hiperestimulación cognitiva, el alud de propuestas gamificadoras, el diluvio de contactos, lejos de afilar nuestra atención la apremian para que se dirija a toda prisa de un lado a otro sin punto final. En el ensayo La civilización de la memoria  pez, Bruno Patino sostiene que el mundo pantallizado ha reducido nuestra capacidad de prolongar la atención sobre un mismo estímulo. Somos incapaces de mantenerla en una quietud enriquecedora más de ocho segundos seguidos. 

Byung-Chul Han escribe en No-cosas que «sólo el uso prolongado da un alma a las cosas». Para brindar alma y valor al mundo que nos acoge se requiere el concurso del tiempo y la atención. Sin ellos, el amor por lo valioso no puede afluir. La atención es lo contrario al apresuramiento, y sin embargo, como refiere Nicholas Carr, «Internet fomenta el picoteo rápido y distraído de pequeños fragmentos de información de muchas fuentes. Su ética es una ética industrial, de la velocidad y la eficiencia». Para que podamos imbuirnos en el aprendizaje, nuestro cerebro tiene que devolver la transferencia de la memoria a largo plazo a la memoria de trabajo, y a la inversa. Este trasvase no se produce si la atención quiebra. Este evento tan repetido en el día a día explica por qué cada vez coleccionamos más experiencias de todo y sin embargo cada vez tenemos menos experiencia de nada. Amador Fernández Savater acaba de coordinar la publicación del ensayo El eclipse de la atención. Para contarnos qué temas se abordan, hace unos días compartió una anécdota muy ilustrativa. «En el libro se recuerda el célebre encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes de Sínope. Según el relato, Alejandro Magno le ofrece al filósofo vagabundo cualquier cosa que desee, pero Diógenes solo le pide al emperador que se aparte, pues le tapa la luz del sol haciéndole sombra. Como emperadores que todo nos prometen, pero en verdad obstaculizan nuestra luz, así operan los numerosos dispositivos (tecnológicos, mediáticos, espectaculares) que hoy capturan nuestra atención, escasa y finita, para poner a trabajar nuestro aparato perceptivo al servicio de un interés u objetivo que no es nuestro». Malebranche escribió que «la atención es la oración natural del alma», así que si nos hurtan la atención en realidad estamos permitiendo que nos desvalijen por dentro. Perder la atención es extraviarnos en la interioridad en que nos instituimos como entidades incanjeables.


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martes, febrero 14, 2023

Sin vínculos no somos

Obra de James Coates

Cuando en mis textos hablo de cuidar el entramado afectivo, me refiero, entre otras cosas, al cuidado de no pasar mucho tiempo en soledad. La soledad es un asunto muy serio que debería formar parte de la agenda política, y por supuesto citarse como elemento a contrarrestar entre la panoplia de cuidados que toda persona necesita para poder aspirar a una vida significativa. Cuando forzosamente pasamos mucho tiempo a solas con nuestra persona, inevitablemente acabamos mal acompañadas. Al estar solas nos escrutamos de un modo excesivo, y esa sobreabundancia de análisis afectivo nos propende a la entropía, a un desorden inercial que sesga el resultado de nuestras evaluaciones acercándolas al absurdo, la amargura, el tremendismo, a conclusiones casi siempre hipertrofiadas y radicalmente dicotómicas. Cualquiera de estas posibilidades es nefasta tanto para la esfera personal como para la urdimbre social. Es secundario analizar mucho o poco, lo relevante es utilizar criterios de evaluación plausibles en el análisis. Una profusión de análisis sin el concurso de otras miradas puede contaminar peligrosamente el punto de vista, sobre todo en lo tocante al ámbito privado de los juicios valorativos de la propia persona. Antonio Machado escribió que en su soledad había visto muchas cosas muy claras que sabía que no eran ciertas. La soledad posee una descomunal potencia analítica, pero mal articulada crea espejismos deformadores o legitimaciones aviesas que pueden infligir mucho daño.

Estas desviaciones cognitivas también ocurren en la dirección contraria. Cuando pasamos mucho tiempo acompañados tendemos a hiperbolizar para bien o para mal el resultado de las observaciones afectivas. Recuerdo que en Pandemocracia Daniel Innerarity argumentaba que el exceso de compañía propiciado obligatoriamente por el confinamiento domiciliario podía provocar hartazgo afectivo, una sobresaturación de interacción que acabara inspirando la refracción de los afectos y ahuyentado cualquier conato de atracción hacia el nexo con la otredad. Con su proverbial lucidez Kant hablaba de estas contradicciones nominándolas con el sintagma la insociable sociabilidad: "la inclinación humana a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla". Deseamos la socialidad porque sabemos empíricamente que juntas las personas podemos realizar estrategias de cooperación que facilitan sobremanera los aspectos de la vida vinculados con el reino de la necesidad, pero deseamos quebrarla porque la convivencia opone resistencias a los deseos de una voluntad contrariada por encontrarse con los límites a los que siempre obliga la vida en común. Invocamos una autonomía que sin embargo es imposible celebrar sin la comparecencia de lazos interdependientes. Queremos disfrutar las recompensas de vivir juntos, pero soñamos con desagregarnos para eludir los deberes de la vida compartida. He aquí una antinomia de las que decoran la irrestricta contradicción humana.  

Cuando se reflexiona en torno a la soledad se suele escindir la soledad elegida de la soledad impuesta. La primera es ideal para la introspección, para la mediación entre los diferentes yoes que nos habitan y nos desconciertan si no entablan diálogos asiduos. La soledad creativamente voluntaria ofrece un paso insoslayable para poder entender de qué están hechas las demás personas con quienes irrevocablemente tenemos que convivir para hacer algo con la existencia que nos hemos encontrado al nacer. La soledad electiva teniendo un lugar compartido al que regresar es de una fertilidad admirable. Sin embargo, la soledad impuesta es idónea para desencuadernarse o mineralizarse por dentro. Cuando a mis alumnas y alumnos les pregunto qué sería de sus vidas si vivieran lejos de cualquier vestigio de interacción humana, enseguida se dedican a especular respuestas de lo más variopintas. No advierten un aspecto que es mucho más relevante que la contestación. La formulación de la pregunta es un contrafáctico, una situación inexistente aunque imaginable que utilizamos como hipótesis para comprender con mayor esclarecimiento lo existente. La soledad en estado puro es una entelequia teórica que esgrimimos para entender mejor qué supone la convivencia. Una persona puede vivir sola en la tranquilidad hogareña de su casa, pero nadie puede soslayar la presencia de los demás en su vida. Los griegos lo sabían muy bien y a quien se ufanaba de desdeñar a los demás al considerarlos innecesarios para sus propósitos lo llamaban idiotes. A veces solo tomamos conciencia de lo cardinal cuando lo perdemos. La habituación banaliza o invisibiliza nuestros vínculos afectivos y sociales. Pero sin vínculos no somos.

 
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