Obra de Michele del Campo |
Suscribo los argumentos que aduce Aristóteles para explicar por qué la amistad es la matriz de la vida. «Es lo más necesario para vivir. Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes. La ausencia de amistad y la soledad son realmente lo más terrible puesto que toda la vida y la asociación voluntaria tienen lugar con los amigos». Los seres humanos necesitamos tierra firme en la que pisar, y esa tierra se llama amistad. En su reciente obra La penúltima bondad, el galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Josep Maria Esquirol aporta una perspectiva que valida esta idea, solo que en vez de anudarla a la tierra la eleva al cielo: «La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de sentirse amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el cielo, ser amado es sentirse visitado por el cielo». Me resulta imposible no citar aquí una rockera y preciosa loa al amigo entonada por Luz Casal. El título de esta canción es Un pedazo de cielo. Es difícil describir mejor a un amigo.
La amistad es un afecto que como todo afecto requiere cultivo y cuidado. El afecto nos permite ver diáfanamente al otro por la asombrosa contorsión sentimental de que lo convierte en «otro yo». En el ensayo La razón también tiene sentimientos formulo el afecto como «el nexo que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas y que se solidifica con muestras de cariño y cordialidad». La contigüidad del afecto es la compasión y la empatía, y considero que la amistad es su pórtico. La empatía no es ponerse en el lugar del otro como erráticamente proclaman los gurús de la gestión del yo, es imaginar cómo nos gustaría que se pusiese en nuestro lugar el otro si nosotros estuviésemos en el suyo, y aplicarlo en nuestro proceder. Es muy fácil llevar a cabo este ejercicio imaginativo si hay amistad. Como nadie puede ser amigo de todo el mundo puesto que no es posible compartir el afecto con aquellos a los que no conocemos, hemos racionalizado ese afecto para sentirlo allí donde sería difícil su comparecencia. Se trata de un sublime ejercicio ético, y por tanto intelectivo. La amistad con el que no tengo amistad la hemos sentimentalizado como fraternidad, tratar amistosamente a aquel con el que no tengo trato lo hemos sentimentalizado como bondad, sentir el dolor de aquel que sin embargo no es mi amigo es compasión. La fraternidad, la bondad y la compasión engendran la idea de la justicia. La ética intenta este expansionismo por el cual salimos del círculo de la amistad pero comportándonos como si estuviésemos dentro de él. Ahora se comprenderá perfectamente por qué Aristóteles anuncia en su Ética que «la justicia es, en efecto, la amistad generalizada». Miles de años después no hemos encontrado nada nuevo ni mejor para humanizar lo humano.
La camaradería y los amigos son pura analgesia contra la ineluctabilidad de las contrariedades con las que tarde o temprano nos encontraremos por la eventualidad biológica de haber nacido. Las tribulaciones de la vida, o su dificultad inherente, se exorcizan con el agua bendita de la amistad, o de la ética, o de la política entendida aristotélicamente, si se comportan y nos comportamos como amigos con aquellos con quienes formamos parte de la familia humana. Incluso podemos ir más lejos todavía y adentrarnos en un territorio mágico. La soledad a la que estamos confinados cada uno de nosotros como subjetividades irreemplazables y corporalidades atomizadas solo se amortigua con los nexos sentimentales que nacen de la compañía de amigos (incluyo aquí a los seres queridos, que si son queridos son tan amigos como los amigos). Compartir la intimidad es una forma de evitar que esa misma intimidad nos corroa cuando somos incapaces de cauterizar las heridas biográficas, dosificar la peligrosa introspección, o dejar de rumiar obsesivamente lo que erosiona nuestra serenidad. Esta intimidad se comparte con un par de amigos porque sabemos que solo el afecto que nos profesan puede derrocar a la pena que se atrinchera en lo más profundo de nosotros. Pero también necesitamos compartir la intimidad cuando vivimos episodios de bonanza, puesto que la alegría íntima induce a su propia difusión y solo alcanza su completud cuando se comunica a los amigos. A esos amigos los llamamos amigos íntimos. Amigos que nos dejan entrar en ellos para que podamos salir de nosotros y a los que nosotros dejamos entrar en nosotros para que ellos puedan salir de ellos. En este entrar y salir late lo más hermoso de la acción humana.
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