Una de las definiciones de
educación que me resultan más interesantes pertenece a Platón. Es una
definición muy sencilla y muy lacónica: «La educación consiste en enseñar a desear lo
deseable». Su brevedad dona contundencia y belleza al adagio, pero nos obliga a
la ardua, y sospecho que larga, labor detectivesca de desentrañar qué es lo
deseable. Ese es el territorio que trata de desbrozar la ética, encontrar
aquellos valores que nos mejoren a todos y que además nos hagan sentirnos
contentos y orgullosos por haberlos encontrado y aplicado a nuestra conducta. Lo interesante de la afirmación es que
Platón alude a la fuerza centrífuga del deseo, es decir, que la educación ha de
promocionar la desobediencia de los deseos que sintamos momentáneamente en aras
de no obstruir aquellos otros que nos hemos comprometido a alcanzar
encarnándolos en un propósito de más empaque anudado a lo deseable. Recuerdo que con motivo de un
texto para un libro parafraseé la sólida sentencia platónica: «La
educación no es otra cosa que aprender a
admirar lo admirable». Aprender es una tarea que nos compete exclusivamente a
nosotros mismos (los demás solo nos pueden enseñar), y desear lo deseable es
atrapar lo admirable para que nos multiplique en nuestra condición de seres que
anhelamos ensanchar el mundo que habita en el interior de nuestro cerebro. Lo
admirable es todo lo que la comunidad señala como valioso y se reconoce así y
se aplaude y se divulga con la intención de que sea reproducido en la conducta
de sus miembros. He aquí la centralidad del ejemplo en la comunidad reticular de la que formamos indefectible
parte. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, siempre y
cuando sepamos qué palabras quiere ejemplificar, y su impacto en la
sociabilidad es más profundo y eficaz que todos los libros de texto juntos.
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Lo valioso vincula con la
axiología, con los valores, con eso tan rutinario que consiste en valorar
primero y elegir después. Admirar lo admirable trae anexada una consecuencia
que sólo se puede catalogar de genial. La admiración lleva intrínsecamente una
palanca motivadora que impele a reproducir lo admirado, copiar lo que provoca
el reconocimiento, mimetizar aquello que, al considerarlo valioso, ha captado
nuestra atención y nuestras ansias de emulación. No confundir con idolatría,
que es una admiración hiperbólica muchas veces basada en un mérito de valor
accesorio. Supongo que es algo frecuente, pero a mí me ha ocurrido que a medida
que he acumulado años en mi biografía cada vez idolatro menos y cada vez admiro
más. Asombrarse por lo aparentemente ordinario y sencillo, dedicarse a la
perplejidad, permitir que la mirada se suicide contemplando cómo lo increíble
se instala en lo cotidiano, comprobar a cada instante la condición creadora de
la inteligencia humana, observar la
maravillosa convivencia de personas que no tienen nada que ver unas con otras,
el soberbio milagro que es compartir espacios y propósitos entre gente que
posee preocupaciones tan dispares, habernos dado la condición de existencias al
unísono para que vivamos mejor que si estuviéramos desagregadas. Contemplar la belleza que
somos capaces de reproducir a través del arte, los artefactos que la tecnología
inventa para satisfacer el bienestar, los relatos
para explicarnos a nosotros mismos a través de los distintos lenguajes, la gratitud que supone que nuestros antepasados más
brillantes nos hayan legado su conocimiento para que lo podamos utilizar ahora, la infinita suerte de sentir afecto por las personas cercanas y
afecto ético por las lejanas (y que a los demás les ocurra lo mismo con
nosotros), la proeza humana de habernos desatado de una cuota del determinismo
biológico y ahora poder elegir con qué fines construir nuestra vida, la
insuperable hasta el momento idea de levantar una ficción como la dignidad para
modelarnos como sujetos y autorregular nuestro comportamiento para elevarlo. Todo lo aquí listado son aspectos
admirables que la cotidianidad invisibiliza y que la educación debería
enfatizar. Aprender a admirar lo admirable es lograr que nuestra atención
se pose más a menudo sobre todas estas creaciones para sentimentalizar dos aspectos nucleares.
Lo alucinante que es todo lo que cada vez nos cuesta más sentir como
alucinante. Lo precario que es el equilibrio de lo alucinante y por tanto nuestro deber de cuidarlo.
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