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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



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jueves, enero 14, 2016

Habitar el instante a cada instante



Obra de Cornelius Völker
El archiconocido «carpe diem» latino nos invita a aprovechar el momento. Es una prescripción muy sabia, una merecida apología a ese lujo insustituible que es la vida, una exultación a no dejarse atrapar por la neblina de preocupaciones que nos impiden ver nítidamente toda la gama de colores boreales que irradia el aquí y ahora. Recuerdo que hace años en mi facultad de Filosofía alguien escribió en la puerta de los lavabos una reflexión de San Agustín que yo comencé a utilizar para ahuyentar al fantasma de preocupaciones indefinidas ubicadas en fechas igualmente indefinidas. La prudencial sentencia decía que «a cada día le basta con su propia desdicha». El obispo de Hipona nos aclaraba que con las tribulaciones con las que suele darnos la bienvenida el día tenemos un cupo más que suficiente como para dedicar tiempo a las futuras. Delatoras estadísticas afirman que la mayor parte de nuestras preocupaciones no sucederán jamás, y que otra parte muy elevada de ellas ya ocurrieron y ahora ya no podemos hacer nada para modificarlas. Entre la obsesión de lo ocurrido y la obsesión de lo que acaso puede ocurrir transita el misterio de nuestra existencia. John Lennon sintetizaba este fracaso de la inteligencia canturreando una evidencia: «La vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Existe un aforismo (ignoro su autoría) que argumenta por qué somos tan estólidos: «Vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que logramos es no vivir nunca». Es cierto. La muerte como la abolición del proyecto que somos ha desaparecido de nuestro imaginario, quizá como correlato al relativamente reciente hecho de que apenas ya nadie muere en su casa, ni los familiares reciben los plácemes de obituario entre las cotidianas cuatro paredes en las que se concentra una gran parte de nuestra vida. No es que nos creamos seres eternos, es que apenas nos detenemos a pensar en nuestra finitud y no permea en nuestra conducta la obviedad de que algún día lanzaremos nuestro último hálito. Dicho esto hay que agregar inmediatamente que también existe un nutrido grupo de gente que se toma tan al pie de la letra el aforismo que vive como si fuera a morirse dentro de diez minutos, y así lo único que logra es no vivirlos bien y en muchos casos complicarse mágicamente la vida que le queda por delante. Uno de los recursos cognitivos que tenemos a nuestra disposición para evitar estos comportamientos exagerados en una u otra dirección es la capacidad de relativizar. Mi admirado Cioran proponía que una manera muy pragmática de quitarle la batuta a las preocupaciones que orquestan nuestra vida era darse un paseo por un hospital o por un cementerio. Ambas visitas son eficaces antidepresivos.

El «carpe diem» latino ha dado paso a la más prosaica muletilla «vive el presente». Esta expresión no alude a la zozobra, sino a su antagonismo el goce. En muchas ocasiones se utiliza como banderín de enganche ante la duda de vivir una experiencia hedónica que más adelante nos puede acarrear algún desenlace aciago. En realidad «vive el presente» es una prescripción retórica en tanto que su negación se antoja imposible. Todos vivimos el presente porque por más vueltas que le demos no vamos a encontrar otra cosa mejor que hacer.  Miento. Hay una disposición mucho mejor que vincula con la percepción, la curiosidad, el interés, el estado de ánimo y el proyecto: «habitar el instante a cada instante». Es una fórmula en la que presente, pasado y futuro son una misma palpitación. A mí me gusta definir la autonomía de un sujeto como la capacidad de colocar la atención allí donde su voluntad, y no ninguna otra instancia ajena, lo desee. Habitar el instante a cada instante consiste en que nuestra atención colonice el aquí y ahora. Se trata de extraer de la realidad posibilidades que posibiliten la posibilidad de un propósito previamente deliberado y decidido por nuestra inteligencia. No es necesariamente la unicidad del Dasein de Heidegger ni el estado de flujo de Mihaly Csikszentmihalyi, ni un presentismo hiperbólico. Es vivir en el asombro que supone no dar por supuesto nada de lo que damos por supuesto. Es soslayar la alienación y abrazarnos a la circunspección, sortear la heteronomía y adherirnos a la autonomía, desatarnos de la convención y regirnos por la convicción.

La mala noticia es que un ejército invisible y muy bien armado confabula para que nuestra atención sea un títere en manos de múltiples titiriteros. Ahí están la mercantilización de la realidad azuzada por la omnívora optimización del lucro, la reinvención perpetua para ser competitivos en el mercado laboral (la propia expresión aclara que la vida -en tanto que de qué vives y en qué trabajas son la misma pregunta- está en manos de mercaderes), la precariedad y su inseparable incertidumbre, el debilitamiento de los vínculos, la estimulada compulsión del consumismo conexa a la obsolescencia de los deseos, la conquista de los estándares sociales para cosechar reputación, la adquisición de propiedades que conmuten tener por ser, las déspotas peticiones de un ego crónicamente insatisfecho, la aflicción por lo que nos falta, el deseo elevado al rango de necesidad, la insoportable presencia de la ausencia a la que nos impele la comparación social. Todos conspiran para que nuestra atención se pose allí donde quiere alguien que no somos nosotros. Todos con el propósito de desahuciarnos del instante a cada instante.



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jueves, julio 02, 2015

Palabras para decorar

Pintura de René Magritte
En teoría de la argumentación se suele señalar que una afirmación está vacía de contenido cuando la afirmación contraria en ese mismo contexto se antoja imposible. Este tipo de afirmaciones poseen un exclusivo fin decorativo. No  ofrecen información que abra nuevos ángulos de observación, o que el interlocutor no conozca, pero sirven para colorear el discurso, inyectar palabrería para que las frases se alarguen y los discursos parezcan más profundos y estéticos. Por ejemplo. Cuando en un sistema democrático un político electo afirma en mitad de una declaración que es un «demócrata convencido», no aporta nada, porque ningún político se definiría a sí mismo como lo contrario, «un dictador convencido». Yo al menos nunca se lo he oído decir públicamente a ninguno de nuestros representantes. En realidad jamás he oído a nadie hablar mal de sí mismo en público cuando hacerlo conllevaría consecuencias muy negativas para sus intereses y mantenerse callado los mantendría intactos. Este ejemplo rutinario demuestra que una virtud autorreferencial debería dejar de ser virtud cuando su antagonismo no se contempla como opción. Es pura retórica en la acepción más despectiva del término. Sin embargo su capacidad efectista es muy grande. Por eso se utiliza frecuentemente. Aquí no me refiero a algo que la pedagogía de vivir demuestra a cada instante. Todos sabemos que la ética se entroniza en los discursos, lo que no impide que luego en muchas ocasiones aparezca destronada en los actos a los que aludían esos mismos discursos. No. No me refiero a decir lo que presagiamos que a los demás les gustará oír. Me refiero a predicar de nosotros mismos aquello que sin embargo no tiene cabida en la dirección contraria.

Quizá no seamos muy conscientes de ello, pero nuestro discurso cotidiano está repleto de expresiones así, palabras que sirven para abrillantar nuestra reputación aunque se presenten hueras y estultas, hablar y hablar realizando simultáneamente la proeza de no aportar nada relevante. Predicamos de nosotros mismos argumentos en los que sería inconcebible afirmar lo contrario para lograr la adhesión de un tercero: «soy muy honrado», «soy muy sincero», «soy una buena persona», «no engaño a nadie», etc,, etc., etc. Una afirmación es relevante cuando discrimina otras afirmaciones, pero se vuelve innecesaria o mera gimnasia retórica cuando no discrimina ninguna. La existencia del lenguaje duplicó la realidad al referirse a ella sin ser ella, al señalar algo que no necesariamente estaba presente, o a hacer presente lo ausente, pero también el lenguaje posibilitó la construcción de la mentira, puesto que una palabra podía desvincularse de la realidad a la que supuestamente representaba. Recuerdo un verso de un poeta francés parnasianista que me gustaba mucho en la adolescencia y que desde entonces me aprendí de memoria: «palabras, palabras, palabras, estoy harto de todo lo que puede ser mentira». A mi poeta se le olvidó que el lenguaje también ofrece la posibilidad de no encarnarse en nada sin necesidad ni de distorsionar la realidad ni de omitirla. Pura decoración.



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martes, junio 23, 2015

Responsabilidad digital




Pintura de Sarolta Bang
Con motivo del descubrimiento de varios tuits escritos hace un par de años por un recién elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid haciendo deplorable humor sobre el Holocausto, me he acordado de dos reflexiones de José Saramago que me impactaron mucho cuando me topé con ellas en las páginas de dos de sus libros.  En la novela La caverna, el premio Nobel remarcaba una idea tan contundente como inquietante: «Quien planta un árbol no sabe si acabará ahorcándose en él». En Todos los nombres, plagada de elucubraciones análogas, Saramago también susurró que «hay venenos tan lentos que cuando llegan a producir efecto ya ni nos acordamos de su origen». El pasado tarde o temprano aparecerá para cobrarse la deuda contraída, reembolsarse la devolución de una acción prestada. Las palabras y los hechos que un día pronunciamos o realizamos no son entes aislados. Si los hechos no trajeran adjuntadas consecuencias, el esfuerzo, la paciencia, el empecinamiento, la voluntad, pero también todos sus funestos anversos, no servirían para ninguno de los propósitos que vaticinan. La responsabilidad no es otra cosa que asumir las consecuencias de lo que hacemos y decimos y de lo que dejamos de hacer u omitimos cuando nuestra obligación era llevarlo a cabo o comunicarlo. 

Si el cadáver que una vez arrojamos al río puede subir a la superficie en cualquier instante (como recordaba amenazadoramente el relato popular en los tiempos predigitales), en la era del hipervínculo y el clic el cadáver siempre está flotando. Cierto que el sesgo de confirmación colabora a que todo aquello que uno escriba en la Red pueda ser utilizado en su magnífica contra por quien desee confirmar suposiciones sobre el autor de lo escrito, pero este sesgo tan frecuente en la cotidianidad se exacerba en los parajes digitales. La semana pasada concluí el ensayo Vigilancia líquida de Zygmunt Bauman y David Lyon. Los autores prescriben que «tener nuestra persona registrada y accesible al público parece ser el mejor antídoto profiláctico contra la exclusión», pero simultáneamente y como contrapartida, añado yo, también es una plaza abierta que elimina la privacidad, disuelve la intimidad engolosinándola de vanidad, y cualquier confesión publicitada en una de las intermitencias emocionales del corazón puede alcanzar una audiencia y una resonancia que desborde fácilmente a su autor. Hans Jonas, un grande de la ética de la responsabilidad, postula que «poseemos una tecnología con la que podemos actuar desde distancias tan grandes, que no pueden ser abarcadas por nuestra imaginación ética». Estas distancias, o la propia abolición de la distancia, no son exclusivamente geográficas, también son temporales. Las huellas indelebles del yo digital en el universo on line transforman el pasado en presente continuo, el ayer y el ahora interpenetrados de una contigüidad imposible lejos del mundo de las pantallas. ¿Podremos soportar en nuestros hombros el tamaño de esta responsabilidad cuyos confines son tan gigantescos que todavía somos incapaces de interiorizarlos en nuestra conducta? No lo sé. Mientras tanto que nuestra encarnación digital replique en el mundo online el comportamiento que mantiene en el mundo offline,  sobre todo cuando nos observan.



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martes, junio 02, 2015

La desigualdad



Los Estados intentan promover la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos. No deja de ser paradójico que se fomente la igualdad de oportunidades para luego pugnar por la desigualdad. Se intenta estrechar la participación del azar y las determinaciones sociales en la vida de las personas para a partir de ciertos tramos de edad y formación competir por objetivos que entronizan la desigualdad. La desigualdad ocurre cuando el acceso a los recursos, derechos y oportunidades no se distribuye equitativamente, cuando hay notables desventajas entre los ciudadanos en las posibilidades de alcanzar el bienestar. Aquí podemos rotular el epicentro de la paradoja. Si se promociona la igualdad de oportunidades para beligerar por la desigualdad, esa desigualdad debilita la futura igualdad de oportunidades entre nuevos miembros de la comunidad, así en un bucle infinito que a cada nueva rotación incrementa la brecha. La tesis del autor de Estructura social y desigualdad en España (José Saturnino Martínez García, profesor de Sociología en la Universidad de La Laguna y colaborador de Eldiario.es) es que la trayectoria de clase posee una enorme centralidad en el devenir de nuestras vidas y su ubicación en la pirámide social. Se habla mucho de grupos de edad, de género, de inmigrantes, de cualificación, pero muy poco del impacto de la clase social. El autor defiende que todos buscamos el bienestar (dicho de un modo más aclaratorio y menos etéreo, anhelamos la vida digna asociada imaginariamente al cumplimiento de los derechos tipificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Una sociedad es justa si las posibilidades de lograrlo descansan en decisiones libres y no en situaciones sobre las que no tenemos control. La decisión personal depende de nuestra voluntad, y las circunstancias sobre las que no podemos operar deliberadamente las agrupa en nuestras conexiones sociales, la formación de creencias, habilidades y capacidades, la dotación genética y la formación de preferencias y aspiraciones (que el autor demuestra que lejos de ser decisiones aleatorias están ligadas a la clase social de origen, a lo que Pierre Bordieu denomina el habitus, las formas de obrar, pensar y sentir vinculadas a la posición social).   

A partir de estas desigualdades y estas diferencias el autor establece las distintas combinaciones que pueden darse y que provocarán la generación de una desigualdad concretada en la disparidad de renta cuyos tramos servirán para delimitar la geografía de las clases sociales. La clase social se revela así como una cuestión de poder adquisitivo que sin embargo coloniza tentacularmente todas las demás cuestiones y opera como un predictor más fiable que la mayoría de las variables para avizorar dónde desembocarán nuestras biografías. El fracaso escolar, las oportunidades vitales, el acceso a estudios postobligatorios, las preferencias académicas, la elección de trabajos, las tasas de desempleo, los costes de oportunidad, el acceso  a bienes culturales, la participación laboral de las mujeres en las diferentes estratificaciones del mercado, todo vincula más con las circunstancias de la clase social del sujeto que con su voluntad, modelada previa e inconscientemente por las propias circunstancias de la posición en el entramado social. Estas circunstancias confabulan contra la igualdad de oportunidades de inserción laboral en un mercado muy heterogéneo en cuanto a ocupaciones, remuneraciones y prestigio. La pluralidad de este mercado enlaza con las clases sociales en tanto que hemos convertido el trabajo en el portavoz de nuestra identidad y en el elemento neurálgico de nuestra reputación. El libro ofrece información científica y datos que corroboran el tremendo protagonismo del destino de clase y reafirma o replica los modelos liberal y socialdemócrata. No es un libro académico y el autor adopta una postura con los temas que trata. Es un ensayo claro y sencillo, lo que anima a imaginar una redacción llena de dificultades. Muy interesante.



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martes, mayo 26, 2015

¿El mobbing es un conflicto?


Mobbing es una encarnación de la violencia encaminada a la demolición corrosiva del otro. Sin prisa pero sin pausa. Significa acoso psicológico, conductas de contaminación laboral y violencia clandestina en aras de hacerle la vida imposible a un compañero de trabajo, lesionarle su autoestima, interceptar sus habilidades, resquebrajar su eficacia percibida, agredir taimadamente su reputación, agrietar su integridad, convertirlo poco a poco en el increíble hombre menguante. El antropólogo Konrad Lorenz acuñó el término al comprobar la hostigación de unos animales pequeños ante uno mayor para alejar su presencia. Este comportamiento del reino animal se mimetiza en los ecosistemas laborales por parte de algunos sujetos para excluir a aquellos otros a los que consideran una amenaza para sus intereses. El mobbing aloja entre sus denominadores comunes su heterogeneidad borrosa en sus manifestaciones, su carácter insidioso y maquiavélico, su inteligente ambigüedad, su invisibilidad para una mirada externa, la abstención a intervenir por parte de los demás que se apegan a una neutralidad que les evite situaciones comprometidas o los convierte en abúlicos e irresolutos espectadores. No es fácil percibir el mobbing aplicado a un tercero. Es difícil desarticularlo cuando se percibe, sobre todo para los alejados de posiciones directivas.

Se suele confundir mobbing con conflicto y acto seguido se solicita extrapolar las herramientas de resolución de conflictos y de negociación a la situación de mobbing. Craso error. En el mobbing no hay colisión de intereses, no hay discordancias, no hay objetivos distintos que a través de un acuerdo puedan converger en medidas que satisfagan los intereses subyacentes de los protagonistas. Hay acerbados deseos de eliminar al otro. Nada que ver con la naturaleza conflictiva que emana de nuestra condición de existencias vinculadas a otras existencias. El experto Iñaki Piñuel en su libro Mobbing, estado de la cuestión (Gestión, 2000) delimita muy bien los escenarios: «En los últimos años he escuchado muchas tonterías, errores o inexactitudes sobre lo que es el mobbing, pero quizás la mayor de todas ellas, por ser la más lesiva para las víctimas, es la que pretende calificar el acaso psicológico en el trabajo como un mero conflicto… La pretensión de una de las partes de destruir, anular o perjudicar a la otra, vulnerando su dignidad y su integridad psicológica, no puede resultar jamás admisible. Desde el momento en que tal pretensión se hace evidente para la organización en la que tal proceso se produce, ésta adquiere ética y jurídicamente una posición de garante. Con esta posición nace lo que los juristas denominan la responsabilidad (civil, laboral, penal, administrativa) y el posible reproche  jurídico a su inacción». La negociación por tanto es un procedimiento de la acción comunicativa inapropiado para utilizarlo con quien persigue la aniquilación de la otra parte en un escenario claramente tipificado. No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad. En el nicho ecológico del trabajo no podemos sentarnos en una mesa a armonizar intereses con quien trata de destruir el valor y el respeto que uno se merece por el hecho de ser persona. El hostigamiento se neutraliza con la intervención de un tercero, el proveedor y centinela de un potente protocolo de conducta por el que se conduce la organización y se articula la convivencia. Ese protocolo servirá para identificar con claridad el comportamiento contaminante. También para ser implacable a la hora de sancionar a quien lo conculque.



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