jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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martes, septiembre 27, 2016

Si te esfuerzas, llegarán los resultados, o no


Obra de Anna Bocek
Erróneamente se suele vincular esfuerzo con éxito. Es una relación falsa porque el esfuerzo no cursa con realidades sino con posibilidades. El esfuerzo está matrimoniado con la posibilidad del mérito, que a su vez es la posibilidad de alcanzar un objetivo, porque nadie alcanza algo meritorio sin la intervención paciente del tiempo y del esfuerzo. Los anaqueles de las librerías están saturados de libros de sabiduría frugal que  repiten que «si te esfuerzas, llegarán los resultados», o frases parecidas que albergan significados análogos. Uno no necesariamente alcanza lo que se propone con el concurso del esfuerzo. Otra cosa muy distinta es que resulte harto complicado conseguir lo que uno se propone si uno no se esfuerza. Parece una frase idéntica, pero en su interior descansa una ideología totalmente antitética. Ocurre lo mismo con la también recurrente y falaz «todo se consigue con esfuerzo», que podría ser admitida como válida haciéndole unos retoques estructurales: «nada se consigue sin esfuerzo». Parece un mero cambio cosmético, pero entre ambos enunciados se abre la sima de dos maneras de entender el mundo.  En la primera se responsabiliza del fracaso al sujeto. Como todo se logra con el despliegue del esfuerzo, si uno no lo ha conseguido es porque se ha esforzado insuficientemente. En la segunda frase, «nada se consigue sin esfuerzo», se apela al esfuerzo como paso previo para asaltar cualquier meta, pero no se penaliza al que no la corona. Esta afirmación aclara que el esfuerzo no garantiza la consecución de la recompensa, sólo cita que alcanzarla se complica sin su presencia. En esta afirmación también se reivindica la cultura del esfuerzo, pero sin culpabilizar a nadie. Aquí tiene cabida el intento, en la primera frase sólo la consecución. Recuerdo un maravilloso verso de Antonio Machado que aclara la crucial diferencia: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros».

En estos lugares comunes de la pedagogía del esfuerzo se olvida lo más sustancial. Suele ocurrir que los objetivos por los que pugna nuestro esfuerzo suelen ser los mismos por los que también pugnan otros candidatos. Si el esfuerzo se encamina a objetivos que solo se alcanzan a través de la competición (y todos los vinculados con el empleo y por tanto con la supervivencia llevan este membrete), tendremos que ser intelectualmente honestos y asentir que para alcanzar el resultado anhelado se necesita la colaboración simultánea de cuatro potentes vectores. Si uno de ellos flaquea, la recompensa final se tambalea. Los cuatro elementos que necesitan presentarse en perfecta siderurgia son talento, esfuerzo, suerte y que los rivales que compiten por satisfacer el mismo resultado sean menos competitivos que tú. No hay más. El esfuerzo es la capacidad para mantener altas tasas de energía en una misma dirección durante un tiempo prolongado. Sin él es difícil alcanzar meta alguna, pero solo con él tampoco. La capilaridad del esfuerzo opera como un factor higiénico: su presencia no te eleva, pero su ausencia te hunde.

El talento es la habilidad para ejecutar de un modo excelente una actividad concreta. Sin talento se pueden llevar a cabo muchas cosas, pero es difícil que lo que uno haga descolle de lo que hacen los demás y por tanto se puedan obtener ventajas competitivas (según el neolenguaje). La suerte es un concepto muy elástico. Como no ejercemos control sobre sus apariciones, jamás le atribuimos autoría alguna cuando el mundo nos sonríe, pero depositamos en su titularidad nuestros lamentos cuando las cosas se tuercen. Y finalmente están los demás. En los entornos competitivos no basta con esforzarse, tener talento y que la suerte se aliste a tu lado. Es prioritario que tus rivales posean algo menos que tú de los tres vectores señalados. En una competición hay una lógica predatoria, porque si uno gana es porque su rival pierde, así que las competencias de uno (que son las sedimentaciones del esfuerzo) son variables en relación con las del otro. En este escenario de antagonismos granulares el  esfuerzo se erige en una premisa de la que sin embargo no podemos concluir nada. Me refiero a nada que curse con el resultado.



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