martes, octubre 03, 2017

La derrota de la imaginación

Obra de Marc Figueras

He titulado este artículo parafraseando el título del ensayo de Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento. En sus páginas el filósofo francés postula el hundimiento de la cultura al haber sido ligada al entretenimiento y la amenidad, el pensamiento ha hincado la rodilla en la arena doblegado por la instantánea superficialidad de una imagen aislada que prescinde de explicar qué acontenció para llegar a lo que ahora nos muestra. La derrota de la imaginación sufre síntomas parecidos, aunque sus causas difieren. La imaginación es la capacidad de pensar posibilidades, discernir con criterios novedosos, proveernos de perspectivas críticas, hipotetizar sobre cómo serían las cosas si empleamos premisas diferentes a la hora de urdir conclusiones. La capacidad creadora del ser humano consiste en hacer existir lo que antes no existía, es decir, hacer posible lo que antes nos resultaba imposible. Imaginar la posibilidad es el paso previo para hacerla posible. Dicho en sentido negativo. Es imposible hacer posible lo que no se imagina como posibilidad.

«Faltan soñadores, no intérpretes de sueños», aullaban mis añorados 091 entre guitarrazos y distorsión greñuda. La esterilización de la imaginación reduce drásticamente el número de soñadores. Hace unos meses leí una entrevista al cineasta Jonas Mekas cuyo titular era muy ilustrativo: «Aunque fracasen, lo que necesitamos son soñadores». En la entrevista Mekas aclaraba algo que parece haber sido extirpado del debate social.  «Ahora la gente solo habla de pan y trabajo, hemos olvidado todo lo demás». Precisamente todo lo demás son aquellas cuestiones de la vida de las que todos nos acordamos cuando la vida se nos empieza a escurrir de las manos. Padecemos una imaginación cooptada por el credo económico en el que ningún mundo puede ser imaginado salvo aquel que favorece el paradigma productivo y la dominación del capital sobre todas las cosas. Cualquier narrativa que proponga un sentido de descomercialización y de cuestionamiento de la ganancia como modo de interacción social sufre un silencioso destierro. El poder consiste en lograr la obediencia, pero sobre todo en lograr que alguien imagine exclusivamente lo que tú quieras que imagine. Drenar la imaginación del otro, miniaturizarla, desmantelarla, es detentar un poder exorbitante. Posee poder sobre nosotros todo aquel que pastorea nuestra imaginación e impide que salte del redil señalado por su discurso. En las páginas de La capital del mundo es nosotros defino el miedo vinculándolo al poder y a la imaginación: «Tiene poder aquella persona, organización o institución que a través del miedo es capaz de atrofiar nuestra imaginación, o llevarla a un ángulo muerto para que no percibamos otras posibilidades en la realidad que las dictadas por ella».

Es muy sencillo inhibir la imaginación. Basta con apropiarse del discurso del sentido común y estigmatizar con la utilización del temor todo aquello que no se atiene a lo que señalan los autoproclamados propietarios de ese sentido común. En el potente ensayo Inventar el futuro, los profesores de sociología Nick Srnicek y Alex Williams explican que «un proyecto hegemónico construye un sentido común que instaura la visión específica de un grupo como el horizonte universal de toda una sociedad». El grupo dominante se erige en dueño y señor del sentido común y desprecia las ideas imaginativas que aminorarían su dominación. Resulta curioso cómo se psiquiatriza a toda persona que imagina un mundo que contravenga el discurso que perpetúa éste. «Tú estás loco», «eso es imposible», son respuestas usuales cuando uno se atreve a fabular un mundo alternativo. Tengo comprobado que los mismos que exhortan a ser creativos son los que consideran imposible cualquier idea que pongan en entredicho su monolítico sistema de creencias. Ocurre algo análogo con los apologetas del cambio. No cejan en escribir e impartir ditirambos sobre lo saludable que es cambiar, penalizan la renuencia al cambio y señalan la fosilización a la que condena esa actitud, pero cuando se esbozan ideas de organización social que refutan las de la civilización del trabajo para articular un mundo más humano saltan inmediatamente con el soniquete de que eso es imposible. Yo les suelo dar la razón, pero agregando un matiz: «Sí, es imposible, pero para tu cerebro». El pensamiento dominante margina y ridiculiza cualquier idea que transgreda los límites de su dogma ideológico. Pero la historia nos dice que toda idea sin la cual ahora la vida no nos parece posible fue en un principio tildada de herética e imposible. Fue ninguneada por quien tenía poder cuando alguien la imaginó por vez primera.

martes, septiembre 26, 2017

El silencio agresivo



Obra de Javier Arazabalo
Existe mucha literatura que ensalza el silencio. Muchas veces yo lo he elogiado. Recuerdo que le dediqué un epígrafe en el ensayo La educación es cosa de todos, incluido tú. Allí defendía que el silencio es un argumento irrefutable, el único del que nunca tendremos que desdecirnos. Groucho Marx proponía que era «mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas», y Shakespeare también nos aconsejaba que era «mejor ser rey de tus silencios que esclavo de tus palabras». El silencio abroga tantas sugerencias como tipos de silencio existen. Hay silencios aprobatorios y reprobatorios, silencios condenatorios, silencios retadores, silencios cómplices, silencios balsámicos, silencios saboteadores, silencios críticos, silencios punitivos, silencios prudentes, silencios diplomáticos, silencios atrabiliarios, silencios sediciosos, silencios enigmáticos, silencios estúpidos, silencios burlones, silencios chillones, silencios otorgadores, silencios libidinosos, silencios disuasorios, silencios pedagógicos, silencios interrogativos, silencios afirmativos, silencios simbólicos, silencios respetuosos. La panoplia de silencios es voluminosa, pero yo quiero hablar aquí de un silencio pocas veces citado. El silencio agresivo.

Solemos acotar las agresiones al empleo de la fuerza física para provocar un daño o la amenaza de infligirlo con el fin de que se complazca una demanda. Buss estableció en los años sesenta una taxonomía de la agresión en la que además de la agresión activa señaló la pasiva. Toda la violencia psicológica se produce en este estadio. Es muy sencillo lacerar a una persona sobre la que se ostenta poder laboral, sentimental, afectivo, familiar, económico, sin necesidad de agredirla ni física ni verbalmente. En Los sentimientos también tienen razón (ver) hablo de ello en el epígrafe titulado La violación del alma, término impactante que le leí al profesor Iñaki Piñuel en una de sus obras dedicadas al acoso laboral.  Una de esas formas de agredir se  encarnaría en el silencio. Se trata de una agresión pasiva verbal directa, el silencio muñido para soslayar el diálogo y por extensión dejar inerme al interlocutor. En su Manual de antifilosofía, Michel Onfray nos regala una definición de violencia que casa con la que Buss le confiere al silencio: «Violencia es la incapacidad para liquidar la querella por medio del lenguaje». No querer hablar en contextos pacíficos presididos por la bondad del diálogo es una deliberada bofetada a la razón discursiva. El silencio decapita el intercambio verbal y precipita al diálogo a su propia muerte.

No hay nada más desalentador que argumentar una tesis e interpelar a nuestro interlocutor a que la secunde o la refute, y contemplar aterrados cómo se precipita sobre nosotros un gigantesco alud de silencio. Hay palabras que hieren, pero hay silencios que sajan el alma. Una palabra elegida pérfidamente para inducir dolor puede dejar maltrecha a una persona el resto de su vida, pero un silencio cuando alguien solicita información perentoria o entablar un diálogo sanador puede desangrar a su víctima. Las palabras son el instrumento que empleamos para transferir información compleja del modo menos equívoco posible, pero hay silencios que transportan tanta o más que un tumulto de palabras.

Aunque ni las palabras ni los silencios matan directamente, por una palabra inadecuada o por un silencio tozudo se han declarado guerras en la que han muerto miles de personas, o se han abierto heridas insondables que siglos después se antojan imposibles de suturar. Una palabra o un silencio pueden malograr tanto la existencia de una persona como la vida de un país de millones de habitantes. Igual que existen muchos tipos de silencios, también existen diferentes encarnaciones de este silencio inicuo. En un momento de exacerbada comunicación digital y por tanto de relaciones presididas por la deslocalización y la asincronía, no querer hablar o guarecerse en un mutismo humillante se manifiesta de muchas novedosas maneras. Un silencio no es solo sellar los labios y no añadir nada en mitad de un diálogo, o sortear la propia opción de dialogar, también lo es no responder a un mensaje o demorar la respuesta, eludir un encuentro, no coger el teléfono, no recibir o ningunear a la persona con la que sin embargo se han concordado tácitamente ciertos compromisos. Yo entiendo el diálogo como una exigencia ética, como un deber humano, y no como un comodín al albur del interés personal. Donde el diálogo muere, donde la ética expira, empieza el banquete caníbal de la selva.



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