martes, julio 10, 2018

«Mejor solo que mal acompañado»



Obra de Michele del Campo
El refranero sentencia con sarcasmo taxativo que «mejor solo que mal acompañado». Es una afirmación que goza de notoriedad en el discurso social. Sartre escribió que «el infierno son los otros», porque la mirada del otro me desasosiega al desconocer qué soy para esos ojos que me miran y al mirarme me impiden ser nadie y al concederme el rango de ser alguien me obligan a evaluar éticamente mi conducta. Hace unos años objeté a Sartre con la sencilla afirmación de que «el infierno es una vida en la que no hay otros». Que la ausencia de otros sea un infierno no significa que su presencia nos permita abrir las puertas del cielo. La compañía es motivo de conflictos, disensos y consensos, negociaciones agotadoras, contraprestaciones, capitulaciones, acuerdos, deberes, compromisos, etc. La compañía puede devenir amenaza, incordio, u obstáculo, aquello que gangrena la serenidad que mantiene uno consigo mismo. Con la mala compañía estas situaciones se hipertrofian y propenden a contaminarse e incluso a afectar a la salud. A pesar de su sobreuso, el término persona tóxica describe muy bien la polución que puede respirar uno a su derredor si tiene la mala suerte de coincidir con alguien contaminante. Resulta curioso que en las evaluaciones de la convivencia el foco del proyector se oriente hacia estos vectores, porque la compañía que soluciona satisfactoriamente sus conflictos, articula bien sus negociaciones, posee elevadas tasas de adaptabilidad en la liturgia de las concesiones, acompasa los intereses, expurga los sentimientos de clausura, logra acceder a las fuentes de la felicidad.

Es en la compañía grata donde anidan el afecto y el reconocimiento, que son los dos quicios sobre los que se sostiene la vida humana. Es cierto que la soledad elegida es medicinal, que los retiros íntimos son reparadores y balsámicos para retornar fortalecido al rebaño social, que es en los dominios de la soledad donde aumenta la calidad de los necesarios soliloquios. Todo esto es cierto, pero como la soledad es un acontecimiento anfibio, también lo es que la soledad no voluntaria calcifica el cerebro cuando se vuelve crónica, que los monólogos interiores no dejan de ser una antología de diálogos con la exterioridad exquisitamente seleccionados, que si uno pasa mucho tiempo a solas acabará mal acompañado por la sencilla razón de que una conciencia excesivamente afanada en sí misma acaba generando entropía. Sí, a veces estar solo es la peor compañía posible. Aparte de para señalar la toxicidad de las compañías desaconsejables, «mejor solo que mal acompañado» se ha metamorfoseado en un lema para justificar las lógicas de la desvinculación y la glorificación del yo atomizado. Resume de modo lacónico un análisis disruptivo de la sociabilidad. Se santifica al individuo eligiendo un elemento de comparación arbitrario en el que ese individuo sale bienparado. Confrontar una situación con otra peor hace mejor lo comparado, sin embargo no lo hace necesariamente bueno. A este «mejor solo que mal acompañado» se le puede dar muy fácilmente la vuelta enfocando los sensores hacia una entronización de la convivencia: «Mejor bien acompañado que solo». En el ordenamiento de las palabras y en la propia comparación respira toda una pedagogía de la vida. En el lenguaje el orden de factores sí altera el producto. «Mejor solo que mal acompañado» alaba el individualismo, «mejor bien acompañado que solo» loa la convivencia. 

Sé que es una evidencia pueril apuntar que necesitamos a los demás. No sólo nos aprovisionan de bienestar material y afectivo, sino que nos han dado la vida. ¿Hay acaso mayor necesidad para vivir que recibir una vida? Por increíble que parezca, yo tengo que recordárselo a los asistentes a mis cursos y a mis conferencias. La cultura egocéntrica y competitiva ha invadido tan napoleónicamente el imaginario que se nos olvida que hemos estado en el interior del cuerpo de una mujer nueve meses, y fuera de ese cuerpo pero recibiendo una protección similar unos cuantos lustros. Lo he repetido en este Espacio Suma NO Cero un sinnúmero de veces. Para alcanzar la independencia necesitamos una tupida red de dependencia, pero no solo con el afán de garantizar la satisfacción de nuestras necesidades primarias, sino como única posibilidad de internarnos en una vida feliz. La inteligencia se hace más inteligente cuando interactúa con otras inteligencias, los afectos son más afectuosos al lado de otros afectos, los sentimientos se ennoblecen en la interacción con otros sentimientos nobles, la persona que estamos siendo mejora cuando convive con las personas que consideramos mejores, nuestra felicidad (ética de máximos) necesita un marco de felicidad política (ética de mínimos). No se trata de elegir entre estar solo o mal acompañado. Se trata de aprender a estar solo, aprender a acompañar y aprender a estar acompañado. O sea, aprender a existir.



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martes, julio 03, 2018

«Amarás al prójimo como a ti mismo»



Obra de Stephen Wrigth
El mandato bíblico «amarás al prójimo como a ti mismo» prevé que uno sabe amarse, pero sobre todo nos recluye en una paradoja que merece atención. Al reproducir en la relación con el otro ese supuesto saber amarse, la prescripción nos ancla en el egocentrismo como referencia para cuando excursionemos fuera de él. Un mandato destinado a establecer una gramática universal del comportamiento lo pone todo en manos del amor que se profesa uno a sí mismo. Es un riesgo elevado. Basta con comprobar la ingente cantidad de adeptos que posee la autoflagelación, o cómo el deber de la autoestima se degrada en soberbia, vanidad o narcisismo, tres desmesuras del ego en su afán de ensachar su grosor y mostrarlo al ojo público, para aceptar que el amor a uno mismo merece a su vez ser especificado, o eliminado como foco autorreferencial. En el conmovedor ensayo La penúltima bondad, su autor Josep Maria Esquirol cita a Levinas para contar una anécdota relacionada con este mandamiento divino, el segundo del reglamento. Cuando Buber y Rosenzweig, traductores de la Biblia al alemán, se enfrentaron a la traducción de este versículo, buscaron segregar el amor al otro de un acto egocéntrico. Como explica Esquirol, «querían evitar que la medida del amor a los demás fuera la del amor a uno mismo, es decir, no querían de ninguna manera que el amor propio fuera la óptima medida del amor a los demás». La transcripción final quedó traducida del siguiente e inspiradísimo modo: «Ama a tu prójimo, él es como tú».

Al ser la otredad un alter ego, una equivalencia a nuestra mismidad, bastaría con tratarla como nos tratamos a nosotros para dispensarle un comportamiento encomiable. Se podría verbalizar también así: «Ama a tu prójimo porque amarle es amarte». La palabra prójimo deriva de proximus, término formado por prope (cerca) y el sufijo ximus (más). Significa el más cercano, cuyo sustantivo es próximo. El prójimo es el próximo porque somos semejantes. Para el relato bíblico, todos somos criaturas creadas por Dios. Para el relato secular, todos somos semejantes porque formamos parte de esa familia humana empecinada en humanizarse. De este modo amar a un semejante desemboca indisolublemente en amarse uno a sí mismo. Pero con esta fórmula no soslayamos al yo (ni la posible degeneración de su amor propio), volvemos a reafirmarlo, aunque sea para  sugerir que en el yo que somos descansa la afiliación a la humanidad. Acaso una fórmula mucho más efectiva, que aunque no elude al yo al menos le obliga a repensar a los otros yoes, sería «Ama a tu prójimo como te gustaría que el prójimo te amara a ti». Al hablar de lo que nos gustaría estamos señalando valores, aquello que sería bueno que existiera en nuestro comportamiento. El verbo amar significa cuidar, atender, preocuparse. Desde esta nueva perspectiva convergemos en la regla ética de oro de todas las religiones en su vertiente positiva: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti». En esta regla damos por hecho que a nosotros nos gustaría que nos trataran bien. Esta presunción es nuclear. Resulta más sencillo prescribir cómo quiero que me traten a explicar cómo quiero tratarme yo. Quizá Kant se inspiró en este detalle al formular su imperativo categórico.

Hace poco le leí al neurocientífico Francisco Mora en su último ensayo que «los otros son nuestra referencia humana, constantemente activa, con la que día a día nos construimos a nosotros mismos». La mismidad se configura con el acontecimiento de la alteridad. Nuestra existencia no solo intersecciona con otras existencias en un destino comunitario, sino que mi existencia se autoconstruye con todas las demás existencias a las que a su vez ayudo a autoconstruirse. ¿Y cómo queremos que nos traten esas otras existencia que nos determinan y a las que determinamos en un dinamismo al unísono? Somos humanos, es decir, somos humus, provenimos de la tierra, somos muy limitados, y queremos que nos traten de tal modo que no nos limiten más de lo que ya nos restringe nuestra naturaleza. Ese tratar bien se puede sintetizar en que los demás nos cuiden y sean bondadosos con nosotros para combatir nuestras limitaciones y minimizar la participación del infortunio en nuestras vidas. Somos tan pequeños y frágiles que mendigamos cuidados que preserven nuestro cuerpo y afectos que resguarden nuestra urdimbre sentimental. Nuestra condición mendicante aspira a un bienestar que sólo es posible con la presencia fraternal de los demás en el exterior y sentimientos nobles hacia ellos en el interior. Que nos traten con cuidado y afecto es el pico más elevado al que puede ascender nuestra vulnerabilidad. Podemos pormenorizar un poco más el mandado y, asumiendo nuestra pequeñez y nuestra interdependencia para paliar nuestra menesterosidad, formularlo así: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti cuando te sientes inerme y desamparado».

Tratar al otro como nos gustaría que nos tratasen a nosotros es tratarlo como un igual, tratarlo con fraternidad, puesto que somos hermanos en la aventura humana. Nos gustaría que nos trataran con generosidad, con bondad, que es el proceder que se da cuando colaboramos a allanar el camino del otro, a extender sus posibilidades, a facilitar su florecimiento. Amar al prójimo estribaría en ser bondadoso con él. En ser dadivoso. Estamos en los dominios de la acción humana en la que el animal humano se da. Darse es antónimo de intercambiar, vender, comprar, mercadear, invertir. Nos damos porque es lo que gustaría que hiciesen con nosotros. Algunos autores señalan el absurdo que supone este darse, en el que inopinadamente se prioriza al otro sobre uno mismo (y que se divisa con claridad en las relaciones presididas por afectos profundos, como por ejemplo las que se establecen entre padres e hijos, o entre personas en las que los fines de uno acaban siendo los fines del otro, y al revés). Este absurdo deja de serlo si se argumenta que intelectivamente es lo más ventajoso para todos si todos reprodujésemos esta lógica en nuestros cursos de acción, pero también se puede señalar que en esta proclividad hacia al otro descansa el sentido de la humanidad (como defiende Levinas).

Al solicitar amar al otro nos adentramos en el reino de la cordura, término maravilloso sobreutilizado como sinónimo de sensatez, pero que vincula etimológicamente con el corazón. La palabra proviene de cor-cordis, corazón, y ura, sufijo que indica actividad. La cordura es todo comportamiento impulsado por el corazón. Somos cuerdos cuando actuamos con el corazón (dicho con terminología menos lírica, cuando nos guía un entramado afectivo atravesado de orientación ética), y dejamos de serlo cuando disgregamos de nuestra conducta las virtudes que nos gustaría que formaran parte del repertorio del corazón humano. El insensato es el que emplea mal la inteligencia, como lo indica el diccionario, pero la malogra porque se despreocupa del bienestar del otro en aras de optimizar su satisfacción personal. Actuar así es una imprudencia, que es el sinónimo más inmediato de la insensatez. San Agustín nos invitaba al célebre «Ama y haz lo que quieras». La nomenclatura contemporánea indica lo mismo cuando invita a respetar la dignidad del otro si uno aspira a que respeten la suya. Toda esta retórica la podemos abreviar en un sencillo pero profundo «sé cuerdo». Todo añadido sería redundante.



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martes, junio 26, 2018

«Sin amigos nadie elegiría vivir»



Obra de Michele del Campo
A mí me maravilla que en todas las encuestas sobre los hábitos de ocio que más nos gratifican a las personas siempre alcance el primer puesto quedar con los amigos. Hace tiempo yo reescribí este hecho afirmando que «lo que más nos gusta a los seres humanos es estar con seres humanos». El lenguaje coloquial es contundentemente delator. En muchas ocasiones quedar con los amigos se abrevia bajo el paraguas conceptual de «salir». Es un infinitivo preciosísimo. La primera acepción del verbo salir que recoge el diccionario de la Real Academia es pasar de dentro afuera. Es una definición pulcra y exacta. Desde su literalidad, se puede anunciar que a las personas nos entusiasma salir de nosotros para entrar en otros como nosotros. Cuando las personas quedamos para salir en realidad lo que hacemos es emplazarnos para degustarnos mutuamente. Esa degustación se llama amistad. Epicuro se refería a ella como la sublimación de lo útil. No hay nada más útil que la amistad porque es la cumbre de nuestra naturaleza política, de nuestra condición de existencias entrelazadas, de la coexistencia mudada a convivencia a través del ejercicio intelectivo. Si no pudiéramos salir para entrar en el otro a través de la amistad, viviríamos en la intemperie. Hete aquí la paradoja. El relente no está afuera, está dentro. Los amigos amparan nuestra existencia, aquello que hacemos con la vida que tenemos y que en algún punto comparte afinidad con lo que hacen ellos con la suya.

Suscribo los argumentos que aduce Aristóteles para explicar por qué la amistad es la matriz de la vida. «Es lo más necesario para vivir. Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes. La ausencia de amistad y la soledad son realmente lo más terrible puesto que toda la vida y la asociación voluntaria tienen lugar con los amigos». Los seres humanos necesitamos tierra firme en la que pisar, y esa tierra se llama amistad. En su reciente obra La penúltima bondad, el galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Josep Maria Esquirol aporta una perspectiva que valida esta idea, solo que en vez de anudarla a la tierra la eleva al cielo: «La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de sentirse amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el cielo, ser amado es sentirse visitado por el cielo». Me resulta imposible no citar aquí una rockera y preciosa loa al amigo entonada por Luz Casal. El título de esta canción es Un pedazo de cielo. Es difícil describir mejor a un amigo.

La amistad es un afecto que como todo afecto requiere cultivo y cuidado. El afecto nos permite ver diáfanamente al otro por la asombrosa contorsión sentimental de que lo convierte en «otro yo». En el ensayo La razón también tiene sentimientos formulo el afecto como «el nexo que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas y que se solidifica con muestras de cariño y cordialidad». La contigüidad del afecto es la compasión y la empatía, y considero que la amistad es su pórtico. La empatía no es ponerse en el lugar del otro como erráticamente proclaman los gurús de la gestión del yo, es imaginar cómo nos gustaría que se pusiese en nuestro lugar el otro si nosotros estuviésemos en el suyo, y aplicarlo en nuestro proceder. Es muy fácil llevar a cabo este ejercicio imaginativo si hay amistad. Como nadie puede ser amigo de todo el mundo puesto que no es posible compartir el afecto con aquellos a los que no conocemos, hemos racionalizado ese afecto para sentirlo allí donde sería difícil su comparecencia. Se trata de un sublime ejercicio ético, y por tanto intelectivo. La amistad con el que no tengo amistad la hemos sentimentalizado como fraternidad, tratar amistosamente a aquel con el que no tengo trato lo hemos sentimentalizado como bondad, sentir el dolor de aquel que sin embargo no es mi amigo es compasión. La fraternidad, la bondad y la compasión engendran la idea de la justicia. La ética intenta este expansionismo por el cual salimos del círculo de la amistad pero comportándonos como si estuviésemos dentro de él. Ahora se comprenderá perfectamente por qué Aristóteles anuncia en su Ética que «la justicia es, en efecto, la amistad generalizada». Miles de años después no hemos encontrado nada nuevo ni mejor para humanizar lo humano.

La camaradería y los amigos son pura analgesia contra la ineluctabilidad de las contrariedades con las que tarde o temprano nos encontraremos por la eventualidad biológica de haber nacido. Las tribulaciones de la vida, o su dificultad inherente, se exorcizan con el agua bendita de la amistad, o de la ética, o de la política entendida aristotélicamente, si se comportan y nos comportamos como amigos con aquellos con quienes formamos parte de la familia humana. Incluso podemos ir más lejos todavía y adentrarnos en un territorio mágico. La soledad a la que estamos confinados cada uno de nosotros como subjetividades irreemplazables y corporalidades atomizadas solo se amortigua con los nexos sentimentales que nacen de la compañía de amigos (incluyo aquí a los seres queridos, que si son queridos son tan amigos como los amigos). Compartir la intimidad es una forma de evitar que esa misma intimidad nos corroa cuando somos incapaces de cauterizar las heridas biográficas, dosificar la peligrosa introspección, o dejar de rumiar obsesivamente lo que erosiona nuestra serenidad.  Esta intimidad se comparte con un par de amigos porque sabemos que solo el afecto que nos profesan puede derrocar a la pena que se atrinchera en lo más profundo de nosotros. Pero también necesitamos compartir la intimidad cuando vivimos episodios de bonanza, puesto que la alegría íntima induce a su propia difusión y solo alcanza su completud cuando se comunica a los amigos. A esos amigos los llamamos amigos íntimos. Amigos que nos dejan entrar en ellos para que podamos salir de nosotros y a los que nosotros dejamos entrar en nosotros para que ellos puedan salir de ellos. En este entrar y salir late lo más hermoso de la acción humana.



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