martes, octubre 20, 2020

Una felicidad que nos hace infelices

Obra de Raphael Soyer

Estoy estos días leyendo La búsqueda de la felicidad de Victoria Camps. En sus primeras páginas anuncia que preguntarse por el sentido de la felicidad equivale a preguntarse cómo vivir. Matizaría que más bien cómo vivir juntos, que es lo que verdaderamente permite acceder a una vida buena. Hace poco vi un espacio educativo tutelado por una entidad bancaria en el que Irene Villa abría un hilo de debate sobre la felicidad con un grupo de adolescentes. Las chicas y chicos allí reunidos se quejaban de la inalcanzabilidad de la felicidad, de que los niveles de exigencia eran tan elevados que cuando creían poseerla irrumpía una desagradable insatisfacción que les impulsaba a dar nuevos pasos hacia su definitiva coronación, o que cuando creían estar a punto de absorberla les rehuía y se zafaba de ellos con fugitiva presteza. En sus vivencias evaluativas acerca de la felicidad siempre aparecía la decepción. Escuchándolos me resultaba imposible no evocar el mito de Sísifo. Para prevenirles de los riesgos de una felicidad inconquistable (por utilizar el término que Bertrand Russel empleó para titular su memorable La conquista de la felicidad), el espacio conectaba con Edgar Cabanas, autor junto a Eva Illouz del tremendamente disidente y crítico ensayo Happycracia. Cabanas les precavía de una felicidad quimérica promocionada por una industria que necesita precisamente esa condición ilusoria para no agotarse jamás. Quienes leen habitualmente este Espacio Suma NO Cero habrán visto que desde hace ya tiempo la palabra felicidad no figura en la argamasa discursiva de los artículos. El motivo de esta decisión es muy sencillo. He eliminado la felicidad del vocabulario textual porque cada vez estoy más convencido de que no existe. Existe el constructo, pero no esa felicidad citada insistentemente en las narrativas de un neoliberalismo sentimental que no ceja de decretarla y de expedir recetario para su consumo. 

Para eliminar equívocos conceptuales prefiero emplear la hermosa palabra alegría, el sentimiento que emerge cuando estamos involucrados en situaciones que favorecen nuestros planes de vida. Necesitamos apropiarnos de la semántica de las palabras en las que habitamos, porque solo podemos vivir bien si tratamos bien a las palabras que nos posibilitan sentir bien. Esos proyectos vitales que al desplegarse nos donan alegría solo pueden llevarse a cabo en marcos de interdependencia. Sin embargo, la industria de la autoayuda ha impuesto un macrorrelato que ha despolitizado por completo la reflexión sobre la alegría (que ellos denominan felicidad). Cuanto más se despolitiza el mundo, cuanto más frágiles son los lazos comunitarios, cuando más decrecen tanto los tiempos como los espacios para una vida en común ajena a las experiencias lucrativas, más atomizados e inermes nos hallamos. He aquí el marco modélico para el florecimiento del mercado de la autoayuda. 

El neoliberalismo sentimental y sus instrumentos de divulgación como el conformado por la literatura de autoayuda hablan de una felicidad cuya seña de identidad es su condición autárquica (de esta constatación procede el propio término autoayuda, de que solo nosotros nos podemos ayudar a nosotros mismos). Desde los filósofos griegos sabemos muy bien que sin una felicidad política (condiciones materiales mínimas y un entorno de justicia distributiva) es altamente improbable la comparecencia de una felicidad personal. En los lenguajes éticos más contemporáneos ambas dimensiones reciben la nomenclatura de ética de mínimos y ética de máximos. Los mínimos son los recursos materiales requeridos para que una persona pueda acceder a una vida digna y estimable. Para evitar agotadoras discusiones bizantinas sobre el repertorio de estas necesidades primarias, desde 1948 quedaron compendiadas en los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos optativos con los que cada uno de nosotros rellena el contenido de su alegría, los fines con los que brindamos sentido a nuestra existencia y  nos vamos configurando en una particularidad diferente a todas las demás. Esta tarea en perenne transitoriedad es la que nos imanta a la alegría.

Desgraciadamente a causa de la pandemia coronavírica se han suspendido las Jornadas Nacionales del programa educativo TEI que se iban a celebrar en Santander. Allí iba a hablar de esta alegría, que es una alegría radicalmente ética (de hecho ese era el título de mi intervención). La alegría es ética porque cuando este sentimiento se adueña de nosotros nos coge de la mano y nos lleva al encuentro del otro. La alegría grita ser compartida. En una conferencia que pronuncié el mes pasado titulada La invención de los buenos sentimientos defendí algo similar. Mi posicionamiento es que necesitamos tejido conjuntivo que facilite que cada una de nosotras y de nosotros tenga intactas las posibilidades de elegir, es decir, de sacar brillo a la dignidad, rellenando con sus predilecciones aquello que le aproxime a vivir alegremente.  El que vive con alegría trata mejor a aquellos con los que vive. La alegría personal promociona la alegría política. Y viceversa.



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martes, octubre 13, 2020

Tratar al otro como una persona equivalente a la nuestra

Obra de Jarek Puczel
El afecto es el rasgo distintivo más radicalmente humano. Tenemos afectos porque poseemos afectabilidad, la capacidad de que las cosas nos impacten y afecten. La ordenación valorativa de esa afectabilidad se traduce en afectividad, un entramado emocional, sentimental y cognitivo en el que depositamos todo aquello que concursa en la transitoriedad de nuestra instalación en el mundo. En singular, el afecto es ese hilo invisible que nos anuda al otro a través de una irradiación de conectividad y afinidad. Adam Smith postulaba que «aspiramos a que nos observen, se ocupen de nosotros, nos presten atención con simpatía, satisfacción y aprobación. Que nos tomen en consideración es la esperanza más amable y a la vez el deseo más ardiente de la naturaleza humana». Cuando alguien nos trata con afecto percibimos el valor que ostentamos como la subjetividad incanjeable que somos. El afecto nos surte del sentimiento de la compasión, un prodigio insuficientemente valorado de tecnología sentimental que consigue que hagamos nuestro el dolor y la alegría del otro, y a la inversa, que el otro hospede en su interior nuestro dolor y nuestra alegría sintiéndolos como suyos. Esta tecnología nos delata como semejantes, y es crucial para la proeza que quiero explicar a continuación.
 
Ocurre que el afecto emerge con la persona próxima, pero encuentra serios obstáculos para emerger con la persona distal. La deforestación del afecto es directamente proporcional a la lejanía de las personas, o a la opacidad, prejuicios e ignorancia con la que leemos sus vidas en nuestros imaginarios. Esta lejanía (verbal, afectiva, epistémica, sentimental, geográfica) nos hace sentir diferentes, y cuando más diferentes nos sentimos más indiferentemente nos comportamos. Se pueden echar raíces afectivas con quien se comparte el remolino de lo cotidiano, las infinitesimales cosas que hacen que la vida sea una feliz antología de lo inesperado, la tangibilidad de lo que es relevante y valioso para nosotros en el despliegue del día a día, pero es complicado que ese mismo afecto brote con esa misma intensidad ante alguien al que apenas conocemos, se presente como un jeroglífico indescifrable para nuestros ojos, o directamente sea una abstracción numérica o verbal. Es en este punto exacto donde tenemos que rotular el instante en que la inteligencia logra el más difícil todavía, la acrobacia más increíble que ha permitido saltar de la hominización a la humanización, que el ser humano como instancia biológica se pueda aproximar al ser humano como categoría ética. Donde no llega el sentimiento, sí puede llegar la virtud, el valor vivido en acto, el comportamiento que consideramos excelente y plausible para fortalecer nuestra condición de existencias cosidas a otras existencias. La conducta más apropiada para hacer de la convivencia un destino apetecible en el que se plenifica nuestra autonomía y se fijen condiciones de emancipación y mejora para todos. 
 
El sentimiento bien racionalizado se convierte en conducta que allana el trato y por tanto las interacciones. Para este cometido disponemos de las palabras, que además de construir mundo se encargan de la gobernabilidad de los afectos, y de nuestros actos, que no dejan de ser cristalizaciones del obrar inspiradas por nuestro universo empalabrado. Con el lejano quizá no sintamos el afecto que sí percibimos vívidamente con el cercano, pero podemos conducirnos virtuosamente con él porque es un semejante a nosotros. El fin último de la ética no es otro que lograr que el animal humano se convenza a sí mismo de que no hay nada más loable que actuar virtuosamente con todos aquellos con quien comparte la humanidad. El prójimo (proximus, más cercano) lo es porque, a pesar de poder hallarse localizadamente lejos, o habitarse en cosmovisiones disímiles, junto a él compartimos la aventura recíproca de civilizarnos. En el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aparece la feliz expresión la familia humana, la afiliación que se supraordina a toda la gigantesca pluralidad de afiliaciones existentes. Se alza sobre todas las demás porque la Declaración admite que todo ser humano es portador de dignidad por el hecho de ser un ser humano. Tratar al otro como a un igual que nosotros (en las interacciones caseras, en las grandes zonas interseccionales en las que se cruzan los devenires biográficos, en las decisiones políticas) es haber logrado transformar el afecto en conducta virtuosa. Tratarnos afectuosamente sin necesidad de que intermedie el afecto. Pocas construcciones celebran mejor la belleza de la inteligencia. 

 


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