martes, noviembre 10, 2020

El mundo siempre es susceptible de ser mejorado

Obra de Elysabeth Peyton

Leibniz escribió en el siglo XVIII que «el mundo real es el mejor de todos los mundos posibles». Es una aseveración tremendamente conservadora. Si vivimos en el mejor de los mundos posibles, entonces no quedan elementos que mejorar y resulta disonante cualquier apunte transformador. Esta aserción abre la puerta de par en par al conformismo acrítico, a la momificación de las ideas, a considerar innecesario pensar más allá de lo que creemos saber, al peligroso adelgazamiento de la imaginación política y ética, a la dilución del compromiso social, al derrotismo, a la sencilla descualificación de cualquier proposición oponente o de cualquier alternativa que señale metas más emancipadoras y respetuosas con la vida humana y el entorno ecológico en el que se despliega. Releyendo estos días diferentes pasajes del muy documentado ensayo Happycracia, sus autores, Edgar Cabanas y Eva Illouz, refutan esta afirmación tan usual en la industria de la felicidad citando a Antoine, el personaje de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann. La refutación es muy perspicaz. No es que no vivamos en el mejor de los mundos posibles, es que según Antoine, «no podemos saber si vivimos en el mejor de los mundos posibles». ¿Qué criterio de evaluación empleamos para afirmar algo así? Karl Popper (1902-1994) defendía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, si bien añadía una coda que consistía en señalar el procedimiento utilizado para sostener su afirmación: «vivimos en el mejor de los mundos posibles del que tengamos conocimiento histórico».  

Este criterio popperiano resulta rotundamente conservador. Esgrime el pasado biográfico de la humanidad como medida deliberativa, pero hace caso omiso a cualquier observación propia de la inventiva y la reflexión ética sobre lo que consideramos que sería bueno que ocurriera. Recuerdo que hace unos años objeté este enunciado de Popper como punto final de mi intervención en una conferencia sobre la dignidad humana: «Nunca viviremos en el mejor de los mundos posibles porque el mundo siempre es susceptible de ser mejorado. Pero quiero recordar también antes de finalizar que el mundo es asimismo susceptible de ser empeorado. A todos nos atañe elegir con el conjunto de nuestras deliberaciones, decisiones y acciones cuál de las dos direcciones preferimos tomar».  El mundo nos concierne en su perpetuo hacerse, y nos concierne porque es pura transitoriedad. Cuando el politólogo Francis Fukuyama profetizó hace treinta años el  fin de la historia escamoteaba a la vida su condición de curso siempre inacabado. Basta echar un retrospectivo vistazo al recorrido del rebaño humano a lo largo de los siglos para advertir que la historia y el futuro sobre el que se va asentado es cualquier cosa menos algo clausurado.

Es fácil vincular el argumento popular de que vivimos en el mejor de los mundos posibles con las tesis reactivo-reaccionarias que el economista y pensador Albert O. Hirscham (1915-2012) descubrió y denominó retóricas de la intransigencia. La primera tesis que desglosa es la de la perversidad. «Según la tesis de la perversidad toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico solo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar». Dicho con prosa del refranero: «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». La segunda tesis, la del riesgo, «arguye que el costo del cambio o reforma propuesta es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado». Traducido a la llaneza del refranero: «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Y la tercera y última tesis hallada por Hirscham es la de la futilidad que «sostiene que las tentativas de transformación social serán invalidadas, que simplemente no logran hacer mella». Releído con prosa cotidiana significa que «como anticipamos que lo que vamos a hacer no servirá para nada, mejor no hacer nada». Estas retóricas de la intransigencia nos entregan una manera desconfiada y apocada de habitar el mundo compartido. La ausencia de confianza y la presencia del miedo son disposiciones insorteables para inhibir la capacidad imaginativa.

Frente a la aserción de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, Cabana e Illouz colocan el discurso en un lugar mucho más abierto: «la cuestión es pensar si  vivimos en el mejor de los mundos imaginables». A mí me gusta matizar un poco más y presentarlo bajo la fórmula de un imperativo: «Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia para discernir si vivimos en el mejor de los mundos deseables». Esta propuesta desplaza la reflexión hacía el horizonte de lo deliberativo y lo ético. Platón definió la educación como la capacidad de desear lo deseable, pero para tamaña empresa estamos obligados a saber qué es lo deseable, lo que implica permanente deliberación e imaginación compartida. Me resulta imposible no traer a colación aquí el imperativo de la disidencia y el derecho a decir no del filósofo Javier Muguerza (1936-2019): «Siempre nos cabe soñar con un mundo mejor al que nos ha tocado en suerte y podemos contribuir a su mejora negándonos a secundar lo que nos parezca injusto e insolidario, sin tener en cuenta las consecuencias que pueda granjearnos». Soñar, imaginar, deliberar, pensar, hablar, disentir. Verbos que en su forma infinitiva nos gritan que no tienen final. Ni ellos ni el mundo sobre el que operan.

 

  Artículos relacionados:

martes, noviembre 03, 2020

La indignación necesaria

Obra de Milt Kobayasi

La ira es el sentimiento que experimentamos cuando algo o alguien interfiere de una manera injusta en la consecución de nuestros deseos. También nos enojamos al considerar que nos han ofendido, que nuestra dignidad ha sido arañada con observaciones lacerantes, o con el concurso de acciones que nos han infligido un daño inmerecido. En todos los presupuestos de la irascibilidad figura la injusticia como desencadenante. Este punto es medular para entender bien esta emoción básica metamorfoseada en sentimiento disuasorio y corrector. Cuando en los cursos y talleres que imparto explico la irrupción de discrepancias y fricciones en la interacción humana, no olvido pormenorizar meticulosamente si los interlocutores catalogan esa irrupción como justa o injusta, porque será ese juicio de valor el que despliegue en nuestro entramado afectivo unos u otros sentimientos. Si lo que oblitera nuestros intereses lo consideramos justo, presumiblemente nos entristeceremos. Si además esos intereses son capitales para mantener equilibrada nuestra instalación en el mundo, con toda seguridad nos amedrentaremos. Si la obstrucción es inmerecida, nos enfadaremos. La injusticia es el manantial del que brota la ira.

Existe un extenso arco semántico de la ira dependiendo de su énfasis, su regularidad, su propósito. No es lo mismo la ira, el enfado, el fastidio, el enojo, la rabia, la cólera, la bilis, el desagrado, el cabreo, el odio, el resentimiento, la indignación, la iracundia, la furia, el arrebato, la irritación, la molestia. La frondosidad conceptual testimonia la diversificación de detalles que alberga esta experiencia tan radicalmente humana. El papel utilitario de la ira como desencadenante y artefacto de contraataque en determinadas eventualidades es muy válido, pero es nefasto para todo lo demás. Este hecho hace que frecuentemente se la repruebe en bloque. La ira como emoción visceral propende a la punición del daño entrañando daño en nuestro infractor. Enojados somos muy poco razonables y tendemos a sortear los modos respetuosos que sostienen la convivencia. En el ensayo La razón también tiene sentimientos explico que la impulsividad de la ira «suele execrar el cálculo clínico de pros y contras, decretar el exilio de la inteligencia, eliminar el trato considerado. Puede incluso flirtear con la agresividad». Varios  años después de publicar estas palabras apenas tengo nada que objetar, pero sí encuentro algo que puntualizar.

Hay un momento en que la ira transfigurada en indignación se convierte en herramienta política muy útil para el ensamblaje social. La indignación es el sentimiento que surge ante la contemplación de la injusticia, tanto si la sufrimos en  nuestra biografía como si la sufren los demás en la suya. Su funcionalidad sentimental reside en la generación y suministro de energía suplementaria para llevar a cabo la rectificación y futura prevención de ese hecho releído como injusto. Lo realmente destacado es que esta corrección sobrepasa el lenguaje primario del yo. En el libro La ira y el perdón, Martha Nussbaum trae a colación a Josep Butler, que en una definición que perfectamente podría valer para la indignación, nos recuerda que «la ira expresa nuestra solidaridad ante las faltas cometidas contra otros seres humanos». La indignación nace de un momento iracundo (un instante patrocinado por el fulgoroso deseo de aplicar daño retributivo), pero apresuradamente se aleja de él para, en vez de desear dañar al que comete una injusticia, enfocarse en mejorar al perpetrador y al ecosistema social en el que se ha cometido la falta. Martha Nussbaum nombra esta domesticación del uso de la irascilibidad con el nombre de «ira de transición»

En sus auscultaciones sobre la ira común, la filósofa estadounidense constata su uso como indicador de que algo está mal, como energía propulsora, como elemento disuasorio que inspira miedo y evita que otros conculquen los derechos que nos amparan. Sin embargo, la ira de transición supera estas funciones y asciende a metas más elevadas y meliorativas. Transitamos de la utilización tosca y emocional de la ira a la utilización inteligente y largoplacista. La racionalidad se aprovecha de la fuerza centrífuga de la ira, pero modifica por completo lo primario de sus objetivos. La indignación necesaria con la que titulo este artículo rehúsa la venganza y apela a la esperanza de construir futuros mejores entre los implicados. Su mirada no es retrospectiva sino prospectiva. Es la indignación con la que el anciano Stéphane Hessel exhortaba a la juventud hace una década en su célebre opúsculo ¡Indignaos! Frente a la preocupación egocéntrica que origina estallidos de iracundia y neglige la restauración, la indignación necesaria busca la construcción de equidad como prerrequisito para el bienestar colectivo. Gracias a la compasión podemos realizar este increíble nomadismo del yo al nosotros y nosotras. La compasión no es solo que el dolor que contemplo en el otro me duela a mí, sino que ese dolor, si tiene un origen social, me insta a intentar paliarlo yendo a las causas políticas que lo originaron. La desacreditada compasión se revela como precursora de la indignación social.   

 

  Artículos relacionados: