martes, noviembre 09, 2021

¿Qué es el mérito en una sociedad meritocrática?

Obra de Nigel Cox

En su último ensayo La tiranía del mérito, el probablemente más popular profesor de filosofía del mundo, Michael J. Sandel, desmonta la narración creada en torno a la ficción del mérito. El diccionario de la RAE apunta que el mérito es una acción o conducta digna de premio o alabanza que lleva a cabo una persona. Esta definición nos aclara algo primordial para entender lo que quiero exponer en este texto: además de pertenecer a las habilidades cognitivas y epistémicas, el mérito también forma parte de las morales. Lo que sostiene Michael Sandel es que en las sociedades meritocráticas erróneamente llamamos mérito a aquello que más bien tiene como peculiaridad la posesión de alto valor de uso en el mercado. Admitimos mérito en quien tiene competencias generosamente retribuidas por el mercado, competencias que normalmente son asignadas y reforzadas por quienes quieren perpetuar sus intereses y ventajas personales. A partir de segregar el mérito del valor de mercado y a la vez ensamblarlo con la moral, se justifican muchas conductas que no tienen nada que ver ni con el mérito ni por supuesto con la virtud. 

El mal llamado mérito sería un estándar de mercado que ubica a las personas en diferentes extracciones sociales, normalmente estadios tremendamente verticales con retribuciones económicas obscenamente desiguales. La meritocracia sería el subterfugio neoliberal para que broten relaciones de subyugación, alienación e incluso cosificación, con el agravante de que quien las sufre se las atribuye como merecidas por su carestía de méritos, por haber alcanzado un lugar ínfimo en la competición meritocrática. Es un paisaje desolador y horrible en el que subyace un principio de justicia inmisericorde: el que no posea méritos puede ser explotado. El lúcido César Rendueles afirma en Contra la igualdad de oportunidades que «no me cuesta imaginar un futuro en el que la meritocracia sea vista como un ideal tan infantil y patético como los títulos nobiliarios del feudalismo». A mí tampoco me supone ninguna operación extraimaginativa predecir que nuestros descendientes se van a asombrar cuando vean cómo en las sociedades meritocráticas el erróneamente llamado mérito, pero sobre todo su ausencia, valida comportamientos abyectos y desigualdades faraónicas en el acceso a medios de vida. De hecho, uno de los motivos por los que me fastidia tener que morirme es que me perderé saber qué opinarán de nosotros y de nuestras ideas quienes nos estudien dentro de trescientos años. Estoy seguro de que sentirán una estupefacción similar a la que sentimos cuando analizamos el medievo y todos sus desmanes y tropelías respaldados por el destino de clase. 

En la sociedad meritocrática hay más sinonimias perversas, pero sobre todo una que vive su gran mediodía en los relatos del activismo neoliberal y en la literatura gerencial. Desde hace unas décadas se ha emparejado mérito con esfuerzo. En la esfera laboral es un mantra. Quien obtiene un empleo se lo autoatribuye por su esfuerzo, como si los demás que competían por ese mismo recurso no se hubieran esforzado. Habrá que recordar que el esfuerzo no es un resultado, es una condición de posibilidad. Al emparejar mérito con esfuerzo, es decir, al releer el mérito como una virtud personal, se produce un doble movimiento que tiende a deshilachar el tejido sentimental comunitario. Por un lado, se incrementa la soberbia de quienes tienen éxito (alcanzando el insoportable narcisismo patológico, que es la teoría que postula Marie-France Hirigoyen en Los narcisos han tomado el poder), y por otro lado se espolea el resentimiento entre los desfavorecidos. Esta tendencia bidireccional es perfecta para engendrar cismas y dificultar la convivencia.

El pobre, el desempleado, el ya inempleable, quien forma parte del excedente laboral necesario para la depreciación salarial, los acuciados por la precariedad, viven una dolorosa pérdida de estima y acaso culpa merced a la moralización que supone asociar en exclusiva el empleo con el mérito y el esfuerzo, y desgajarlo por completo del valor de uso en el mercado (y de la extracción de valor en ese mismo mercado, que es la distinción central que realiza Mariana Mazzucato en El valor de las cosas).  Este emparejamiento conceptual es mórbido para la membrana social, para el espacio y los intereses que nuestra vida requiere para compartirse y devenir vida humana. Aquí radica la explicación de la tan divulgada política del resentimiento. Además de disponer de ingresos ridículos, o directamente no tenerlos, los desfavorecidos han de soportar la estigmatización o la aporofobia de los que están económicamente por encima de ellos. Gracias a las aviesas ideas de la meritocracia se les acusa de vagos y haraganes, es decir, se merecen la pobreza en la que viven. Normal que una parte de esta extracción se haya abrazado a políticas populistas de odio como forma de castigar la política convencional que tanto los recrimina, tanto mancilla su dignidad y tan irresoluta se muestra para ofrecer soluciones a problemas claramente estructurales. No es que se acerquen al fascismo. Se alejan de quienes los denostan.



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martes, noviembre 02, 2021

La eliminación del rencor

Obra de Igor Shulman

Solemos utilizar muy gratuitamente la palabra odio. Es frecuente escucharla cuando alguien se enfurece con una persona, su corazón erupciona y comienza a arrojar lava verbal por la boca. Decir «te odio» o «lo odio» es una expresión familiar cuando el daño o la humillación derogan el escrutinio sosegado y solo apetece calcinar al perpetrador de nuestro dolor. La ingobernabilidad de los impulsos más viscerales nos hace proclives a llevar a nuestros labios barbaridades de las que es probable que nos arrepintamos poco después de proferirlas. Sin embargo, el odio es el sentimiento que  nos abastece de tanto rechazo al otro que le deseamos o le infligimos un mal, directo o vicario. En el catálogo de males aparece incluso la eliminación física, el horrible momento en que el odio más acérrimo se positiviza y muestra toda la devastación moral de la que es capaz. El odio es algo muy serio que conviene distinguir del desencuentro, la antipatía o el enfado. Si no hay que banalizar el odio citándolo descuidadamente en nuestros pequeños arrebatos coléricos, más cuidado todavía requiere el rencor. El rencor es odio reseco y apelmazado, un odio disecado por la taxidermia en que se convierte el paso del tiempo. A pesar de su endurecimiento, mantiene bien lubricadas las rumiaciones sobre cómo reintegrar el daño a quien nos lo ocasionó, aunque datar ese instante nos remonte a un pasado lejano. En el lenguaje coloquial existe una expresión atinadísima que quintaesencia esta característica: «guardar rencor»

El rencor se encostra en el entramado afectivo a través de una memoria atareada en evocar aquello que nos duele y en azuzar a que nos comportemos de una manera ruin con quien mancilló nuestra dignidad, lastimó nuestro autoconcepto o deforestó algún episodio de nuestra biografía. El rencor insta a replicar las acciones de nuestro victimario, a intentar asestarle un daño proporcional bajo la falsa creencia de que ese dolor paliará el recibido. De este modo, la fuerza calcinante del rencor nos hace vivir una vida en tercera persona. En nuestro diálogo interior siempre aparece el odiado, lo que no significa que él esté perorando con nosotros. Hablamos con la presencia de su ausencia, que es la validación de cómo este odio enmohecido nos empuja a una vida vicaria. Quizá todo lo que quiero expresar aquí se entienda mejor con este perspicaz aforismo de Confucio: «Si odias a una persona, entonces te ha derrotado». En sus Cuadernos Emil Cioran lo explica con su habitual clarividencia: «Las personas que nos han humillado, que nos han hecho daño, no nos guardan el menor rencor por ello; han olvidado la herida que nos han infligido. Sólo las víctimas tienen memoria. Por eso, el rencor es tan absurdo. Sólo afecta a quien lo abriga».  

A pesar de que es frecuente afirmar que el antagonismo del odio es el amor, no es cierto. Lo contrario del odio es la indiferencia, esa maravillosa epifanía con la que de repente reparamos en que la persona parasitada en nuestros soliloquios ha desaparecido de allí. Si el odio es una abusiva desviación de la atención, no prestar ninguna atención confirma la disolución del odio. Me viene ahora a la memoria una pintada en el vestíbulo de un centro educativo. En letras muy grandes se podía leer: «El primero en pedir disculpas es el más valiente. El primero en perdonar es el más fuerte. El primero en olvidar es el más alegre». Aquí conviene añadir que la mejor manera de olvidar no es olvidando, ejercicio complicadísimo tendente a agrandar en el recuerdo lo que se quiere verter a la desmemoria, es levantando un presente tan apetecible que consideremos un despilfarro deshabitarlo. En sus análisis sobre el olvido y el perdón Martha Nussbaum siempre tiene en cuenta hacia qué lugares orientamos la mirada, si nuestros ojos se anclan en el pasado o se fijan en el futuro. Las posiciones retributivas se petrifican en el ayer, las restaurativas en el mañana. Las primeras monocultivan el rencor, las segundas son las que tienen el monopolio de solucionar un conflicto. En una entrevista García Márquez comentaba que lo más importante que había aprendido a partir de los cuarenta años era a decir no. Creo que es mucho más relevante saber discernir cuándo hay que decir no y cuándo hay que decir sí. Decir no a los sentimientos de clausura, a la impulsividad que nos precipita a lugares que nos empeoran, a comportamientos que desgastan nuestra alegría. Decir sí a recordar lo bueno, a lo que nos ennoblece, a aquello que propicia bienestar humano a nuestro alrededor.

 

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