martes, abril 08, 2025

Vida buena, buena vida

Obra de Tim Etiel 

El capitalismo se puede definir de múltiples maneras, y una de ellas es apelando a su antónimo. Probablemente la palabra que significa justo lo contrario de capitalismo es suficiente. Dicho de otra manera más sencilla: el capitalismo es una forma de habitar la vida en la que nunca nada puede dejar satisfecho a nadie. Hace unos años Guilles Lipovetsky escribió un aleccionador ensayo titulado La sociedad de la decepción en el que escrutaba el papel generativo de la insatisfacción como elemento medular del sistema capitalista. Se requieren personas insatisfechas que palíen este malestar a través de prácticas ligadas al intercambio monetario, o a una autorrealización vinculada con prácticas laborales rayanas a la autoexplotación, y tan desvitalizadas que la disponibilidad de tiempo se tome como un privilegio. Una persona contenta con lo que ya tiene estaría cometiendo la horrible imprudencia de estar colocando palos en la rueda del sistema. Para evitar este fatal desenlace existe una ubicua industria de la persuasión destinada a que cualquier persona se pliegue a considerar que le hace falta lo que le falta, y se entristezca por ello, o al menos sienta menoscabada su alegría, y ponga toda su subjetividad al servicio de su consecución. 

Para afrontar este propósito, la industria de la persuasión homologa necesidades y deseos (la necesidad es aquello que en su ausencia malograría una vida, el deseo es la presencia de una carencia que solicita con irritada insistencia dejar de serlo), concierne la idea de felicidad a satisfacción material (una felicidad asociada al consumo y a una alegría mercantilizada), fomenta el analfabetismo financiero de convertir en sinónimos endeudamiento con riqueza, iguala conformismo con mediocridad, demoniza la aceptación (la sermoneada y estigmatizada zona de confort), atribuye grisura a cualquier atisbo de moderación, torna en palabras idénticas sencillez y simpleza, silencia la interdependencia y amplifica una individualidad ilusa y narcisista, fomenta la emulación pecuniaria, asocia la riqueza a la virtud y la pobreza al demérito, justifica las desigualdades con la mitología de la meritocracia, etc., etc., etc. Gracias a estas dinámicas de transmutación de ficciones el sistema de producción y el sistema de financiación se mantienen a pleno rendimiento, y a la par satisfacen una rentabilidad obligada a crecer y extender el margen en cada nuevo ejercicio. Cuando una persona obtiene lo que le faltaba, verá que le faltan nuevas cosas hasta ese instante impensadas y ahora codiciadas, así en un proceso siempre ineluctable e inacabado, y que solo puede ser momentáneamente satisfecho con la mediación del dinero. La retórica del discurso hegemónico anuncia que cuando una persona accede a la adquisición de muchos bienes accede a la buena vida, aunque sempiternamente será una buena vida susceptible de ser mejorada, porque la biología del capitalismo se sustancia en querer y tener siempre más. Una forma de azuzar este sentimiento de insuficiencia consiste en incitar la comparación como fuente de legitimidad. La buena vida que podamos culminar palidecerá como una medianía si la parangoneamos con las ubicadas en el pináculo de las formas comunes de éxito que publicitan los relatos sociales. 

Frente a esta buena vida, está la vida buena, un repertorio de virtudes en las que el capital pierde centralidad y se torna periférico. Como en este caso el orden de factores sí altera el producto, una buena vida difiere notablemente de una vida buena. La buena vida vincula con el tener y está mediada por el capital y la objetualización de la alegría. La vida buena vincula con el ser, y está mediada por todo lo que es inmune a la mercantilización. En realidad no se trata de tener una vida buena, sino de tener una vida digna, prerrequisito ineludible para desde esa condición basal construir una vida buena. Cuando mis alumnas y alumnos hablan maravillas del dinero, les comento con un lenguaje lo más explicativo posible que por muchos recursos económicos que atesoren jamás podrán comprar pensamiento, ni habilidad analítica, ni regulación desiderativa, ni ponderación, ni vertebración narrativa de la vida, ni atención en la mirada, ni potencia volitiva, ni creatividad, ni afectos, ni alegría, ni sensibilidad, ni criterios de evaluación, ni estratificación de prioridades y expectativas, ni orientación, ni horizontes de sentido con los que construir una subjetividad moderada, ni reposicionarse, ni activar disfrutes no mercantilizados, ni pericia para autodeterminarse con sensatez y tener la plena posesión de su propia persona. Todo lo que consiste en hacer, y que por lo tanto se aprende haciendo, no se puede comprar. 

Hemos atribuido valor a todo lo que tiene precio, y en nuestros juicios de estimación hemos devaluado todo lo que no se puede comprar, olvidando que no se puede comprar precisamente porque es tan valioso que no tiene precio. Frente al depredador siempre más, oponer el cabal no quiero más porque tengo suficiente, o incluso más que suficiente. Contener la voracidad insatisfecha del capital con la serenidad inteligente de quien, una vez colmadas las necesidades que le permiten adentrarse en una vida digna, desestima el papel del capital como agente de sentido. He aquí el momento fundante de la vida buena. 


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martes, abril 01, 2025

Disfrutar del proceso

Obra de Maria Svarbova

Escribe el neurocientífico Francisco Mora que solo se puede aprender lo que se ama. Es fácil agregar que con lo que se ama no se puede entablar una relación utilitarista ni por supuesto mercantilista. Lo que se ama puede albergar utilidad, pero esa utilidad no es un propósito, sino una consecuencia. En su libro Neuroeducación y lectura, Mora puntualiza: «Ningún proceso conducente a aprender, memorizar y alcanzar conocimiento consciente se puede realizar sin el paso previo de la activación de los procesos neuronales de la atención. Sin ella no hay aprendizaje, ni memoria explícita, ni conocimiento». María Zambrano nos enseñó que la contemplación es el tributo que nos exige la belleza si queremos disfrutar de ella, pero algo similar solicitan los sentimientos asociados a la fruición y al gozo. Sin atención no hay delectación. A las alumnas y alumnos con los que comparto conocimiento les he propuesto un criterio para que su atención en clase no sea vampirizada por ningún dispositivo digital. «Que tu cuerpo y tu atención estén a la vez y al mismo tiempo en el mismo lugar». 

Cuento todo esto porque sin el concurso de la atención y del placer los procesos se marchitan y son brutalmente desposeídos de la posibilidad de acarrear aprendizaje. Por supuesto que en ocasiones resulta insorteable transitar momentáneamente por situaciones de displacer, o de cualquiera de sus gradientes, pero este vasallaje es el ineludible pago para tratar de coronar las metas con las que vamos adjudicando sentido al evento de existir. Para que haya delectación es fundamental adjudicarle un sentido a la tarea misma. Remedios Zafra se refiere a estas tareas como un hacer auténtico. Nietzsche estableció un criterio de elección fantástico para discernir qué tareas son las que nos apasionan y desperezan las zonas del cerebro conexadas con la motivación intrínseca: «Elige aquello que una vez elegido tuvieras que realizarlo durante toda la eternidad». Cualquier otro criterio de elección supondría enterrarse en vida. De aquí el diagnóstico social que anuncia que son multitud las personas que mueren a los veintitantos años, pero no las entierran definitivamente hasta varios decenios después.

Como la tendencia biológica del capitalismo es producir más cantidad en el menor tiempo y con la mayor reducción de costes posible, los procesos que requieren las tareas quedan desasistidos de sentido y disfrute. No importa el proceso, sólo importa el resultado, cuando sabemos sin embargo que las personas no aprendemos por el resultado, sino por el proceso. El capitalismo pone todo su foco en producir, y neglige por completo la relación afectiva del sujeto con el proceso de la producción. Aquí podemos rotular el centro generativo de la alienación. La gravedad de esta tendencia se exacerba en las prácticas creativas o en los trabajos intelectuales. ¿Para qué crear si se usurpa el deleite del lance creativo, para ensanchar los currícula, para agregar más texto en la nota biográfica que aparecerá al lado de nuestra foto en congresos, cursos o libros? ¿Qué sentido tiene crear con desapego, pensar con desafección, hacer con automatismos y monotonías propias de las dinámicas de la rentabilidad y la extensión del margen, o con la energía marchitada por la cadencia productiva que siempre demanda más apresuramiento y velocidad? 

Me sorprende cómo se ha trivializado la expresión hacerlo por gusto. ¿Acaso hay algo más hermoso que hacer algo porque nos gusta hacerlo? Le ocurre lo mismo a esa frase coloquial que es hacer algo por amor al arte. ¿Hay algo más reconfortante que hacer algo mediado por el amor? Hacer como forma de autoafirmación, con implicación y vínculo del ser que somos, frente al hacer por hacer, o al hacer por ampliar la obtención de ingresos (que son primordiales cuando el dinero escasea, pero se tornan accesorios cuando se obtienen con una regularidad y una equidad que den acceso a una vida digna). En hacer por el placer de hacer encontramos de repente atracción de disfrute que metamorfosea la vida en una  conspicua apetencia de existir, en asentimiento de la propia existencia que pronuncia un sí a la celebración de estar vivo a través de un hacer que al hacerse nos hace. La exquisita prosa de Remedios Zafra define estas prácticas como las que proporcionan empuje a la existencia, o las que reconciliaban la vida cotidiana con la sensación de vida de veras. En Gozo, Azahara Alonso comenta que para este tipo de prácticas (ella las denomina paréntesis) «son necesarias dos circunstancias: la enfermedad o el dinero. Por fortuna, yo no suelo tener demasiado de ninguna de las dos. Hay una tercera opción: hacer de la vida una suerte de tiempo libre con pequeñas interrupciones». Para la cultura neoliberal esta forma de habitarse es inconcebible y no merece tomarse en consideración, puesto que solo presta mirada a aquellas actividades teñidas con economización y afán de lucro. Aquí conviene apuntar algo que rara vez se cita en el credo del capital. El dinero es nuclear para el bienestar, pero resulta inoperante para el bienser. 

 

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martes, marzo 25, 2025

Aunque solo sea por curiosidad

Obra de Jarek Puczel

Uno de los momentos más descorazonadores en clase sucede cuando pregunto a las alumnas y alumnos qué es lo que les apasiona, y por respuesta recibo un vago encogimiento de hombros. Les replico diciéndoles que no me creo semejante respuesta, porque son muchas las veces en que he observado cómo la pantalla de sus móviles los abduce y les confisca la atención con una fuerza tan poderosa que es del todo imposible que no estén involucradas la pasión y la curiosidad. Se puede objetar que esa imantación no nace de la curiosidad, sino de la adicción. Quienes estudian nuestra vinculación con las pantallas postulan que la gratificación instantánea con que nos obsequian desde el imperio de los bytes desincentiva la paciencia requerida sin embargo para explorar lo que se ubica en la presencialidad desdigitalizada. Nos cuesta un sobreesfuerzo el impulso para transitar del consumo pasivo de información a la interacción activa de explorar el mundo para acomodarnos en él, o transformarlo, en el supuesto de que nos resulte incómodo y por lo tanto susceptible de ser recolocado. 

En el colosal ensayo Universo y sentido, Norbert Bilbeny sostiene que la curiosidad en el ser humano «es sentirse atraído por lo que percibe extraño y desea que forme parte de su medio cotidiano para intentar comprenderlo». A mí me gusta afirmar que la curiosidad consiste en trasladar nuestra atención hacia lo desconocido con el propósito de que deje de serlo. De hecho, coloquialmente solemos decir que algo nos llama la atención cuando precisamente ese algo suscita nuestra curiosidad. La curiosidad es el interrogante que surge cuando súbitamente algo en el mundo se desvela extraño y a la vez valioso para nuestros intereses. Esta nueva definición explica el hecho de que no haya ninguna persona que no sea curiosa, aunque nos lo parezca, simplemente ocurre que siente curiosidad por intereses personales que difieren de los nuestros. Creo que una forma de sabiduría es orientar esta potencia propulsora hacia aquello que le conviene al perfeccionamiento de la vida. Einstein sostenía que la curiosidad es más importante que el conocimiento, pero es difícil segregar ambas dimensiones. No se puede ser curioso sin conocimiento, ni poseer conocimiento sin tener curiosidad. 

Si la filosofía es la amistad por el saber y el sentir mejor, la curiosidad es una forma de amor por lo que aún está por revelar. No existe un hiato entre la curiosidad y el entusiasmo implícito en la experiencia de aprender. Solo aprendemos lo que amamos, como reza la obra más célebre de Francisco Mora, y solo amamos aquello que despereza nuestra curiosidad. En lo más arraigado de nuestro ser implosiona una inquietud indagatoria por dirigirnos a lo nuevo e incorporarlo a nuestro acervo. La curiosidad es la manera con que cuidamos nuestra capacidad de sorprendernos, de cuestionar lo que damos por consabido, de ser sobresaltados por lo que aún no sabemos. El conocimiento nacido de la tensión creativa entre la familiaridad y la extrañeza (otra forma de conceptualizar la curiosidad) da pie a nuevo conocimiento que anticipa futuro conocimiento en un proceso que se iterará sin reposo. Como contrapartida ocurre que cuanto más intensa es la práctica del saber, más se abalanza sobre nuestra persona el ingente desconocimiento que nos asedia por todos lados. Experimentamos que saber no es solo saber lo que se sabe, sino asimismo conocer la amplitud de lo que se ignora. Quien curiosea y se adentra en lo ignoto trata de paliar un desconocimiento que acarreará novedosos desconocimientos en un bucle siempre inacabado, pero que en vez de entristecernos nos premia con la alegría y el encantamiento. Para la persona  curiosa la grandiosidad consciente de su ignorancia no es un motivo para el anonadamiento, sino un campo para proseguir una exploración que se sabe inabarcable y por ello de índole inconclusa. Uno de mis mejores amigos suele afirmar que «siempre hay que ir hacia adelante». El motivo de esta tenacidad no es otro que «aunque solo sea por curiosidad». Curiosidad por saber más, por comprobar que sabemos menos de lo que creíamos, por aceptar lo enigmático de la vida.

              

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martes, marzo 18, 2025

Dar explicaciones claras

A mí me gusta recalcar que quien desee hacer un uso público de la razón ha de asumir a la vez el deber de que las personas interpeladas por sus palabras puedan refutar lo que consideren oportuno del contenido de su interlocución. En esta afirmación tan sencilla se asienta el espíritu de las democracias deliberativas y por extensión de la convivencia y la tolerancia. En realidad se trata de explicarnos ante las personas afectadas por nuestras palabras o por nuestros cursos de acción, desentrañar argumentativamente por qué hemos hecho lo que hemos hecho, o por qué hemos dicho lo que hemos pronunciado. Explicarse es cuidar la intersubjetividad que se fragua cuando compartimos palabras, acciones u omisiones, un deber para que la convivencia avance como único lugar en el que es posible el ideal civilizatorio. Toda persona que comparte sus enunciaciones está obligada a guiarse por el imperativo de explicabilidad, proporcionar explicaciones claras y comprensibles sobre sus afirmaciones y sus decisiones. Este imperativo trasluce transparencia y respeto. Dar explicaciones muestra que estamos dispuestos a responder por nuestras acciones, a enmendar nuestro proceder si se exponen perspectivas que lo mejoren, fomenta la participación y el sentido de agencia en quienes son repercutidos por ellas, ayuda a que las decisiones no sean releídas como arbitrarias o sesgadas, sino que se vea que su adopción fue configurada bajo la égida de lo que se consideró justo y razonable. Al ofrecer explicaciones se contribuye a una cultura dialógica y equitativa. 

El dicho popular preconiza que hablando se entiende la gente, pero hablando también se logra que la gente apenas se entienda. Es una perogrullada señalarlo, pero cuando hablamos y nos explicamos asumimos el propósito de hacernos entender. Las personas habitamos en las mismas palabras, pero no siempre en los mismos significados, lo que hace que resulte muy fácil tropezar en el malentendido o en la incomprensión. En la conversación pública hay una especie de ignorancia inducida en la que se incumple el deber de hacerse entender simplemente no compartiendo conocimiento. Algunos autores se refieren a este lance como ignorancia epistémica, pero encuentro más acertado llamarlo rapiña epistémica. Se trata de ocultar el conocimiento de aquello que provoca un beneficio personal en detrimento del bien común. Se enmascara porque quienes son afectados intentarían revertirlo en caso de saberlo. También se puede denominar inequidad discursiva, situación en la que una persona no ofrece argumentos o los que da son muy opacos para que la persona implicada no logre entender nada. La pensadora Miranda Fricker emplea el sintagma injusticia hermenéutica para referirse a la experiencia de una persona que no es comprendida porque no hay ningún concepto disponible con el que pueda esclarecer e interpretar adecuadamente esa experiencia. A veces sí lo hay, pero no se quiere compartir con el fin de evitar que esa experiencia genere disidencias. Desde las élites económicas, políticas, mediáticas, se actúa de estos modos inequívocamente maquiavélicos, que pueden sintetizarse en prescripciones como «No seas claro, si la claridad que comporta serlo te perjudica». «Sé ininteligible y acusa de ignorantes a quienes te tildarán de ininteligible». «Haz incomprensible aquello que si se comprendiera se convertiría en oposición contra tus intereses». «Habla de tal manera que no te entiendan quienes podrían cuestionar tus privilegios en el caso de que te entendieran». 

Leo en el último libro de Adela Cortina que «la claridad no es solo la cortesía del filósofo (como afirmó Ortega, añado), sino sobre todo el derecho de las personas a entender aquello que les afecta por parte del sujeto agente». Ser claro no significa ser simple. La claridad en el lenguaje precisa claridad en el pensamiento, que es precisamente lo que permite acceder a la profundidad. Para parecer profundo basta con enmarañar el lenguaje, alambicarlo, retorcerlo, convertirlo en un jeroglífico con una sintaxis obtusa y jerigonza críptica. Erróneamente consideramos que lo que no entendemos es de una vertiginosa hondura, cuando mostrarse ininteligible es sumamente sencillo. Hace muchos años tuve la tarea de convertir en lenguaje escrito el contenido de conversaciones grabadas en el que varias personas teorizaban sobre ideas concretas. Una de aquellas personas me embelesaba al escucharla, pero cuando luego tenía que poner por escrito lo que había dicho comprobaba asombrado que no aportaba nada relevante. Era todo oropel verbal. Antonio Gala afirmaba que para hacer creer que un charco es profundo basta con remover con un palo el lodo de su superficie. Las aguas se enturbiarán y no se verá el fondo. En muchas ocasiones la retórica de quienes tienen que dar explicaciones hace con el lenguaje lo mismo que el palo con el charco.  

 

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martes, marzo 11, 2025

Pobreza y desigualdad

Obra de Tim Eitel

Uno de los rasgos más distintivos de las personas asediadas por la pobreza es la eliminación del largo plazo en sus imaginarios. El célebre y recomendado carpe diem, vive el presente, lo cumplen involuntariamente las personas pobres cuando la escasez de recursos encadena sin remisión a la perentoriedad del aquí y ahora en la que se condensa la supervivencia. Desaparecen los proyectos que requieren el concurso de la paciencia y el tiempo, privilegio al alcance de quienes pueden financiarse la espera, o cuyo coste de oportunidad es asumible para sus economías. La pobreza arrebata a las personas la condición de agentes de su vida, una de las características medulares por la que los seres humanos nos consideramos valiosos y por tanto acreedores de dignidad. Amartya Sen es taxativo en su definición de pobreza: la pobreza es falta de libertad. La pobreza y sus vecindades (desempleo, precariedad, carestía de ingresos, inestabilidad, provisionalidad, incertidumbre, volubilidad, indefensión, empleabilidad intermitente, cesión de derechos, pobreza salarial) no solo hurtan la capacidad proyectiva del ser humano, también confinan en una trampa a quienes las padecen. La acuciante paliación que demanda la pobreza a cada instante ahonda la cronificación de esa misma pobreza. 

A pesar de este escenario desolador que requeriría inmediatas medidas políticas, los discursos aporófobos enquistados en el credo neoliberal suelen atribuir a las personas pobres todo tipo de deficiencias morales. Asocian la escasez económica con escasez moral. La primera ministra británica Margaret Thatcher descalificó la pobreza como un «defecto de personalidad» al que imputaba irresponsabilidad y holgazanería. Aunque parezca increíble, aún urge recalcar que las personas acuciadas de pobreza no carecen de virtudes, carecen de dinero. En lugares donde está asentada acríticamente la cultura de la meritocracia es fácil que las personas pobres sean recriminadas al considerar que la pobreza no se debe a factores sociales exógenos, sino a debilidades morales internas. En Trabajos de mierda, David Graeber refuta esta idea con su habitual brillantez argumentativa: «Es fácil encontrar ejemplos de personas nacidas en la pobreza que han llegado a ser ricas gracias a su coraje, su determinación y su espíritu emprendedor; por tanto, los pobres no salen de la pobreza porque no han realizado el esfuerzo que podrían realizar. Esto suena convincente si uno se fija solo en los individuos, pero no lo es tanto cuando se examinan datos estadísticos comparativos que revelan que las tasas de movilidad ascendente entre clases fluctúan drásticamente a lo largo del tiempo. ¿Tenían los pobres estadounidenses menos ganas de mejorar su situación durante los años treinta que durante las décadas anteriores, o la Gran Depresión tuvo algo que ver con eso?».

El economista Jeffrey Sachs distingue tres grados de pobreza: 1) Extrema o absoluta, cuando sin ayuda exterior las familias no pueden satisfacer las necesidades básicas para la supervivencia. 2) Moderada, cuando las necesidades básicas están cubiertas, pero de modo precario. 3) Relativa, cuando el nivel de ingresos está por debajo de una proporción de la renta nacional media. Hay que recordar que una persona franquea el umbral de la pobreza cuando sus ingresos no alcanzan el sesenta por ciento de la renta media del país en el que vive. La pobreza absoluta sucede cuando la escasez de recursos pone en jaque la vida, pero la pobreza relativa, cuando el mantenimiento de la vida no está amenazado, es tremendamente devastadora en contextos de suntuosa riqueza y por tanto de flagrante desigualdad. Si se elige el punto de comparación equivocado, tanto para las personas ricas como para las pobres, la desigualdad no cejará de atosigar a las personas repitiéndoles que no disponen de lo suficiente. No todo estriba en erradicar la pobreza, también hay que atenuar las desigualdades. Si se mantiene intacta la desigualdad comparativa, la condición relativa de la pobreza hará ineliminable la propia pobreza.


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martes, marzo 04, 2025

Cosas de las que arrepentirnos antes de morir

Obra de John Wentz

En el entusiasta Utopía para realistas, el filósofo e historiador Rutger Bregman, autor también del contrahegemónico Dignos de ser humanos, ofrece una de las claves estelares para alcanzar una vida buena: «Reclamo que dediquemos más tiempo a las cosas que verdaderamente nos importan». A mí me gusta recalcar que lo opuesto a una vida buena no es una mala vida, sino la indisponibilidad de tiempo para dedicarlo a aquello que conexa con lo más enraizado de nuestro ser. Aunque cada persona elige desde el repertorio de sus predilecciones con qué rellenar el contenido de su vida para tornarla en buena, es fácil consensuar que la vida buena es la vida en la que no hay cabida para la absurdidad y la alienación, la vida en la que se anhela que vuelva a amanecer pronto para proseguir con lo que plenifica y cuaja de sentido la eventualidad de existir. Podemos sintetizar que la experiencia más vigorizante a la que puede aspirar cualquier persona es la de llegar a ser la que ya es, por emplear la célebre fórmula de Píndaro. Me atrevo a afirmar sin titubeo alguno que lo más hermoso que una persona puede decirse así misma es algo emparejado con esta enunciación: «¡Disfruto tanto de la vida que me fastidia tener solo una!». 

En su ensayo, Rutger Bregman se lamenta de que la vida que vivimos propenda a separarnos de lo que nos importa, y brinda una fuente bibliográfica para refrendarlo: «Hace unos años, la escritora australiana Bronnie Ware publicó un libro titulado Las principales cinco cosas de las que se arrepienten las personas antes de morir, basado en su experiencia con los pacientes durante su carrera de enfermera. ¿Cuáles fueron sus conclusiones? Ninguno de sus pacientes le dijo que le habría gustado prestar más atención a las presentaciones de power point de sus compañeros de trabajo, o haber dedicado más tiempo a un brainstorming sobre la cocreación disruptiva en la sociedad de la información. El primer motivo de arrepentimiento fue: «Ojalá hubiera tenido el valor de vivir una vida auténtica para mí, no la vida que otros esperaban de mí». El segundo: «Ojalá no hubiera trabajado tanto». Resulta paradójico y a la vez apesadumbra que la lógica imperante en el mundo sea la ansiógena maximización de la ganancia económica, siempre incremental con respecto al ejercicio anterior (y siempre devastando los vínculos de la vida humana, sacrificando la vida animal y vegetal y destruyendo el planeta), y sin embargo, cuando las personas afrontan el final de sus vidas y recapitulan, nunca citan nada afín a la optimización del beneficio, la obtención de ingresos, o el empleo que parasitó sus vidas. Al pensar la vida antes de que emerja su irreversibilidad se evocan vínculos y lazos con los demás, con los lugares y con las creaciones en las que el ser voluntaria y apasionadamente nidificó.

Hace años leí La revolución de la fraternidad de la periodista y psicóloga Paloma Rosado. En sus páginas finales también narraba los testimonios de personas poco antes de morir. La queja más frecuente de todas ellas era la de no haber aprovechado bien la vida (o sea, no haber tenido una vida buena) y no haber expresado el amor que sentían por quienes habían estado a su lado poniendo a su disposición presencia, atenciones y cuidados. Cito de memoria, pero creo que asimismo había personas quejumbrosas de no haber sabido deslindar lo inane de lo relevante, y  sobre todo de haber sido poco hábiles en el arte de saber restar importancia a lo que no se la merece. En algunas de las conferencias con las que comparto públicamente mi mirada suelo contar una terrible anécdota. En los atentados de las Torres Gemelas de New York ocurrió un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de personas sabían con antelación que iban a morir en cuestión de minutos, y además disponían de un teléfono a su alcance. Empuñando en sus trémulas manos un teléfono realizaron llamadas a sus seres queridos para decirles «te quiero», un adiós con la voz quebrada por el llanto para vindicar el nexo afectivo. De las miles de llamadas grabadas en esos momentos tan trágicos no hay registro de una sola que abordara asuntos relacionados con balances, negocios, inversiones o cuenta de resultados, a pesar de que todas las víctimas se encontraban en sus oficinas. Resulta descorazonador tener que alcanzar las postrimerías del ciclo vital, o que sobrevenga una vicisitud horrible que nos sitúe delante de nuestra propia mortalidad, para recalibrar y estratificar nuestras prioridades. No habla bien de nuestra persona. Habla muy mal de las lógicas que rigen el mundo. 


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martes, febrero 25, 2025

Tranquilidad, belleza, entusiasmo

Obra de Jarek Puczel

El dolor es la forma que encuentra el cuerpo para avisarnos de que alguna de sus partes no funciona correctamente. Cuando algo corporal nos duele, enseguida inferimos que algo no va bien, que hay un defecto en algún lugar que quebranta la armonía. Su correlato en el alma es el sufrimiento. El sufrimiento es la forma que halla el alma para alertarnos de que algo falla y que deberíamos mutar la dirección de alguna de nuestras acciones. En un cuerpo en el que no hay dolor específico hay una estabilidad y un equilibrio que facilitan un adecuado funcionamiento de todo el sofisticado engranaje que lo conforma. ¿Y cuál es el correlato de la buena salud en el alma? Hay una panoplia de posibles respuestas, pero creo que alcanzaríamos rápido consenso si entre ese tumulto de respuestas sale citada la tranquilidad, ese lapso sostenido en el tiempo en el que la realidad ceja de confabular contra nuestros intereses más medulares y relaja su papel opositor. Quien lea habitualmente estos artículos sabrá que es una ideación recurrente afirmar que no hay nada más excitante que la tranquilidad, un aserto de cuño mitad estoico, mitad epicúreo, al que me adhiero cada vez con más convicción.

La disolución de la preciada tranquilidad sucede cuando vivimos con miedo y percibimos amenazas que suspiran por rasgar aquello a lo que conferimos relevancia. Vivir en una alerta perpetua menoscaba nuestra tranquilidad, pero también, y este detalle es culminar, la atención entendida como el mecanismo con el que accedemos a realidades invisibilizadas o estragadas por la costumbre y la celeridad. Estamos alerta cuando presagiamos hostilidad a nuestro alrededor, sin embargo, estamos atentos cuando intuimos que esa atención será recompensada con belleza. Para este segundo cometido es fundamental abandonar el estado de alerta, porque quien está alerta no está atento. Dicho con lenguaje positivo, es imperativo albergar tranquilidad. 

En la universidad asistí a las clases de un profesor que en la asignatura de Estética escindía estas dos disposiciones nominándolas como estar al acecho y estar a la escucha. Encontramos belleza no donde buscamos belleza, sino donde colocamos la atención sin el afán de buscar nada y más bien apreciarlo todo. La belleza es la experiencia contemplativa que nos inclina hacia la delectación y lo fruitivo, pero es un deleite que a la par guarda una energía propulsora para que quien la recibe movilice su atención hacia aquello que lo mejore y a la vez mejore los contextos de las personas que pueblan su derredor. La belleza es omnipresente si poseemos sensibilidad y potencia epistémica para captarla. La belleza no solo se prodiga en la naturaleza y en los fabulosos artefactos culturales que el animal humano es capaz de crear con su inventiva y su inteligencia, también abunda en el comportamiento. Hay abrumadora cantidad de ella en el proceder de quien pone su atención y su cuidado a disposición de la persona que los necesita. El amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas tanto del círculo íntimo como del círculo que excede la geografía de la proximidad. Creo que cuando expandimos ambos círculos celebramos la antología de la belleza. 

Y aún queda lo más sobresaliente. La belleza es un generador de entusiasmo, (el entusiasmo es otro de los antónimos del sufrimiento), un impulso que permite que una persona realice una tarea con esfuerzo aunque sin tener la más mínima sensación de que se está esforzando. El entusiasmo atestigua el sí a la celebración de la vida. El entusiasmo nos urge a dedicarnos a aquello que nos abastece de entusiasmo, un bucle que una vez activado dona de plenitud y sentido a quien se interna en él. Nietzsche estableció el concepto del eterno retorno como criterio de selección de nuestros fines. ¿Qué haríamos si lo que decidimos hacer lo tuviéramos que repetir eternamente? Llevaríamos a cabo aquello que nos entusiasma. Y cuando estamos entusiasmados no solo estamos atentamente absortos, asimismo se enraízan los sentimientos de apertura al otro en el espacio compartido y en el uso público de la razón comunicativa. Tranquilidad, belleza y entusiasmo como puertas de acceso a una vida cívica más amable, más habitable, más poblada de atención y afecto. 


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