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martes, mayo 22, 2018

«Desobedécete a ti mismo para ser tú mismo»



Obra de Duarte Vitoria
En la literatura de autoayuda se suele invocar la indiscriminada consigna «sé tú mismo». Es como si ser ese mismo que uno es fuera un merecido visado para acceder a cualquier dominio, el garante de un catálogo de virtudes que favorecen tanto la plena individualidad como su plácida inserción en la comunidad. Siento aguar la fiesta, pero en muchos individuos ocurre justo al revés. En alguna ocasión, y con sólido conocimiento de causa, he sugerido a algunas personas todo lo contrario: «Abdica de ti mismo», «escíndete de ti mismo», o la más explícita «boicotéate a ti mismo, por favor». Alguna vez no solo he desaconsejado la praxis de ser tú mismo, sino que he rogado a mi interlocutor que tuviera la amabilidad de dejar de llevarla a cabo con tanta insistencia mientras estuviésemos juntos. Ser tú mismo se convierte en un limbo que no garantiza nada laudatorio si no se convocan los necesarios matices humanistas y una buena estratificación de valores éticos en el ejercicio de la individuación. 

En su último artículo semanal en El País, el siempre sagaz Juan José Millás escribía sobre estos peligros. En sus líneas suplicaba que «sé lo que quieras, menos tú mismo», y un parágrafo más adelante compartía con todos nosotros su perplejidad: «Resulta incomprensible que nos empecinemos en ser nosotros mismos existiendo alternativas». Aunque el yoísmo ha elevado a la categoría de tótem ser tú mismo, no creo que ser uno mismo sea muy meritorio. Lo rotundamente meritorio es ser el que nos gustaría ser. Como cada uno de nosotros somos el ser que seguiría siendo después de dejar de hacer la actividad que para los demás hace que seamos lo que somos, en mis conferencias yo suelo presentarme ante el auditorio parafraseando a Píndaro: «Yo no soy filósofo, ni escritor, ni profesor, ni mediador, ni psicólogo, ni ensayista. Yo intento ser el que ya soy». Píndaro escribió el hermosísimo «Hazte el que ya eres», es decir, hazte el que deseas ser, porque ese deseo ya está ínsito en ti, eres él, incluso aunque todavía no lo seas. Dicho de un modo menos vagoroso. Hazte según la configuración de tu entusiasmo, de aquello que te apasiona, de aquello que te impulsa. Muévete hacia lo que te mueve. Como sé que la desobediencia del deseo inmediato es el acto más genuino de la autonomía, ser tú mismo es aprender a desobedecernos para que así  podamos perseverar en aquello que nos entusiasma.

Machado escribió un verso deslumbrante que yo repito con mucha frecuencia en mis conversaciones: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Basándome en esta setencia y en la interdependiencia a la que estamos irrevocablemente abocados todos los seres humanos, a mí me gusta matizar que «yo soy el autor de mis propósitos, pero tan sólo soy uno de los muchos coautores de mis resultados». Desde esta visión podemos canjear el «sé tú mismo» por «impide que el mundo te impida llevar a cabo aquellos propósitos que te hacen sentir vivo». Frente al sedentario sé tú mismo se puede vindicar el dinamismo interrogativo qué quiero hacer, que es el sé tú mismo en acción. Una respuesta factible podría ser quiero hacerme una subjetividad que se dirija hacia la posibilidad que más me entusiasma hacer posible. Y al intentar hacer posible esa posibilidad no quiero damnificar el territorio político que comparto con los demás ni frenar que otros semejantes puedan hacer lo mismo que intento hacer yo. Desde esta lógica el oráculo délfico «conócete a ti mismo» se puede traducir como aprender a reconocer sentimentalmente cuál de todas las posibilidades que uno puede hacer posible le entusiasma más. «Sé tú mismo» sería intentar convertirla en realidad. O mantenerla, si uno ya está apostado en este maravilloso estadio.



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martes, enero 23, 2018

El dolor de ser criticado



Obra de Antony Williams
Cuando alguien critica algo que hemos hecho tendemos a considerar que se trata de una descalificación global a nuestra persona. Del mismo modo que el elogio lo atribuimos a algo concreto, la crítica la releemos como una enmienda a la totalidad. Es absurdo, pero suele ser así. Hace tiempo Rosa Montero se preguntaba en uno de sus artículos por qué encajamos tan mal las críticas. Después de escarbar en la naturaleza humana concluía que confundimos una crítica con un ataque al ser que somos. Es incongruente, pero es que la construcción de muchos de nuestros juicios gira en torno a lógicas irracionales. Ahí están los sesgos, los prejuicios, las suposiciones, todo el andamiaje de la economía cognitiva. A pesar de que toda esta arquitectura facilita que nuestra persona se sienta lastimada, en muchas ocasiones el crítico ayuda sobremanera a ello. Recuerdo haberle leído hace años al escritor y periodista Rafael Reig que «si uno dice que una novela le parece espléndida, no pasa nada. Si le parece un tostón, es intolerable y vale hasta la descalificación personal». Esta tendencia se da en todos los ámbitos. En vez de disentir de un hecho concreto, aprovechamos para lanzar dardos personales bajo la excusa de ese hecho concreto. 

Una crítica es la opinión o el juicio que se formula ante una conducta, una situación, una idea, una obra artística, una persona o un objeto, lo que significa que la crítica da mucha más información del que critica que de lo criticado. Siempre me ha llamado la atención cómo una crítica negativa nos puede lacerar y sin embargo un elogio proveniente incluso de esa misma persona propende a una evaporación súbita. En uno de sus ensayos, Eduardo Punset recuerda que científicamente se ha demostrado que hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto o una crítica punzante, es decir, la capacidad de dañar de una crítica es cinco veces superior al poder balsámico o euforizante de una alabanza. Contaré una anécdota muy ilustrativa. Durante unos años escribí críticas para una revista. A vuela pluma calculo que redacté unas trescientas. De todo ese inmenso lote sólo una fue para mostrar mi desacuerdo con una obra y tildarla con argumentos bastantes sólidos de ordinaria. El aludido contacto conmigo para insultarme y recordarme que el ordinario era yo. Nunca supe nada de nadie del resto de críticas en las que todos salían bienparados.

Sospecho que toleramos muy mal los disensos porque nuestro analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas, las opiniones, las obras, las creaciones que enarbolamos con la persona que somos. Normal que consideremos la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creaciones como una muestra de trato desconsiderado. Es una peligrosa desnaturalización de la política deliberativa. Necesitamos una pedagogía para aprender a tramitar opiniones propias y ajenas educadamente y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Para ello hay que asumir que afortunadamente no todos pensamos igual porque no todos habitamos el mundo de la misma manera.

Somos muy suspicaces y toleramos mal las críticas (me refiero a las respetuosas) quizá porque no estamos tan seguros como creemos de nosotros mismos. Acaso en las palpitaciones de nuestras sienes habita una persona amedrentada que necesita certezas a las que aferrarse en un mundo deslizante y lábil. Nos incomodan las evaluaciones que nos hacen dudar, pero nos olvidamos de que sin la cooperación de la duda no hay posibilidad de ofrecer versiones más mejoradas de nosotros mismos, o nos cuesta aceptar, como le leí ayer a mi mejor amigo, que el saber que conlleva certezas no es saber. Ahora bien, una crítica puede ser empuñada con intimidante ferocidad, pero también con espíritu colaborador. Esta es la diferencia entre la observación y la crítica destructiva. La observación va dirigida a la conducta con el fin de perfeccionarla (su campo de acción es el futuro), la crítica destructiva se detiene a golpear la dignidad de la persona (se regodea en el pasado y no cita el porvenir). Esta última vincula con la perversidad, que es dañar al otro y relamerse mientras se ejecuta esa acción. En las palabras que uno elige para mostrar conformidad o disconformidad están presenten dos poderosos deseos. El de ayudar o el de perjudicar. La crítica positiva o negativa es el resultado de optar por uno de los dos.



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martes, septiembre 12, 2017

Primer día de clase, primera lección: educar es educar deseos



Obra de Nigel Cox
Ayer se inauguró la vuelta al cole, el primer día de clase, el regreso a los procesos de inculturización para aprender a vivir, a convivir cívicamente y a proveernos de habilidades y conocimiento. La definición más bonita que conozco de educación pertenece a Platón. La educación consiste en enseñar a desear lo deseable. En mi ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) la parafraseé para bautizar su cuarto y último capítulo: Admirar lo admirable. Después de haber estudiado minuciosamente los engranajes sentimentales de la admiración («el sentimiento específico del valor», subraya Aurelio Arteta en el monumental ensayo dedicado a esta conducta La virtud en la mirada), y si admitimos que el conocimiento se adquiere pero la sabiduría se descubre, me parece que admirar, interiorizar y reproducir lo admirable resume de un modo perfecto en qué consiste la cima de la sabiduría. Utilizo aquí la definición de sabiduría que esgrime José Antonio Marina en el prólogo de El aprendizaje de la sabiduría, el ensayo que agrupa los anteriores Aprender a vivir y Aprender a convivir: «La sabiduría es la inteligencia aplicada a nuestro más alto proyecto, que es la vida buena, feliz y digna». Al igual que su maestro, Aristóteles también advirtió que la educación no es otra cosa que educar los deseos para estratificarlos de tal modo que faciliten una vida en común justa y construyan con sensatez una felicidad siempre perteneciente a la esfera privada. Vivir bien entraña desear bien.

Recuerdo haberle leído a Carlos Castilla del Pino que los seres humanos nos regimos por dos lógicas. Por un lado se halla la lógica de la razón, que nos coge de la mano para llevarnos hacia la conducta conveniente. Por otro, emerge la del deseo, que nos dirige hacia la conducta apetecible. La conclusión del psiquiatra no admite sombra de duda: «Si ambas conductas coinciden, mejor que mejor. Si no, suele ganar la última, y sobreviene la catástrofe». He aquí otra definición de sabiduría: que lo que quieras sea lo que te conviene, que la fuerza propulsora de la deseabilidad concuerde con la capacidad de la inteligencia de establecer buenas metas. Es otra forma de presentar el enunciado platónico de desear lo deseable, el cénit de una buena educación. En algunas ocasiones esta misma idea la he presentado de un modo provocador: la educación consiste en aprender a desobedecer. Se sobreentiende que a desobedecer los deseos que empantanan llegar a ser lo que nos gustaría ser.

No quiero caer en el discurso angelical al hablar de una educación que probablemente vive momentos crepusculares ensombrecida por la febril adquisición de competencias que avalen nuestra valía para el mercado. Hace un par de años el entonces Ministro de Educación José Ignacio Wert regaló para la posteridad una definición de educación tan desilusionante que nada más escucharla la manuscribí en uno de mis cuadernos: «La educación consiste en que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Cualquiera que haya estudiado la tensión antagónica en espacios de interdependencia colegirá que, puesto que en la dimensión capitalista empleo y acceso a una vida digna forman una unidad indisoluble, y el empleo es un recurso cada vez más escaso, esta afirmación nos devuelve a la selva y degrada la educación a simple supermercado de la empleabilidad. Competir es satisfacer los intereses propios a costa de que nuestro oponente no pueda satisfacer los suyos. Si rivalizamos por algo banal, la mecánica no acarrea riesgo alguno. Si competimos por satisfacer necesidades primarias, este escenario nos arroja al canibalismo y al sálvese quien pueda, la proclama que suelen gritar los que ya están a salvo. El pragmatismo académico educa para el mundo que tenemos. Nos convendría a todos que también educara para el mundo que sería bueno que tuviéramos.



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martes, enero 10, 2017

La vida está en la vida cotidiana



Obra de Didier Lourenço
No sé muy  bien por qué la vida cotidiana vive en permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña  popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.

Tratamos peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras, pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha dado cuenta de nada. De nada relevante.

Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable para el lenguaje científico pero que es la materia prima de la que está hecha nuestra existencia. Todas las enseñanzas filosóficas son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace poco leí el ensayo Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante  del mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca te bañarás dos veces en el mismo río»  es un elogio de esta vida cotidiana. Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo muerto.



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martes, diciembre 01, 2015

Admirar lo admirable

Los semblantes y el deseo, de Juan Genovés
Una de las definiciones de educación que me resultan más interesantes pertenece a Platón. Es una definición muy sencilla y muy lacónica: «La educación consiste en enseñar a desear lo deseable». Su brevedad dona contundencia y belleza al adagio, pero nos obliga a la ardua, y sospecho que larga, labor detectivesca de desentrañar qué es lo deseable. Ese es el territorio que trata de desbrozar la ética, encontrar aquellos valores que nos mejoren a todos y que además nos hagan sentirnos contentos y orgullosos por haberlos encontrado y aplicado a nuestra conducta. Lo interesante de la afirmación es que Platón alude a la fuerza centrífuga del deseo, es decir, que la educación ha de promocionar la desobediencia de los deseos que sintamos momentáneamente en aras de no obstruir aquellos otros que nos hemos comprometido a alcanzar encarnándolos en un propósito de más empaque anudado a  lo deseable. Recuerdo que con motivo de un texto para un libro parafraseé la sólida sentencia platónica: «La educación  no es otra cosa que aprender a admirar lo admirable». Aprender es una tarea que nos compete exclusivamente a nosotros mismos (los demás solo nos pueden enseñar), y desear lo deseable es atrapar lo admirable para que nos multiplique en nuestra condición de seres que anhelamos ensanchar el mundo que habita en el interior de nuestro cerebro. Lo admirable es todo lo que la comunidad señala como valioso y se reconoce así y se aplaude y se divulga con la intención de que sea reproducido en la conducta de sus miembros. He aquí la centralidad del ejemplo en la comunidad reticular de la que formamos indefectible parte. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, siempre y cuando sepamos qué palabras quiere ejemplificar, y su impacto en la sociabilidad es más profundo y eficaz que todos los libros de texto juntos.

Lo valioso vincula con la axiología, con los valores, con eso tan rutinario que consiste en valorar primero y elegir después. Admirar lo admirable trae anexada una consecuencia que sólo se puede catalogar de genial. La admiración lleva intrínsecamente una palanca motivadora que impele a reproducir lo admirado, copiar lo que provoca el reconocimiento, mimetizar aquello que, al considerarlo valioso, ha captado nuestra atención y nuestras ansias de emulación. No confundir con idolatría, que es una admiración hiperbólica muchas veces basada en un mérito de valor accesorio. Supongo que es algo frecuente, pero a mí me ha ocurrido que a medida que he acumulado años en mi biografía cada vez idolatro menos y cada vez admiro más. Asombrarse por lo aparentemente ordinario y sencillo, dedicarse a la perplejidad, permitir que la mirada se suicide contemplando cómo lo increíble se instala en lo cotidiano, comprobar a cada instante la condición creadora de la inteligencia humana,  observar la maravillosa convivencia de personas que no tienen nada que ver unas con otras, el soberbio milagro que es compartir espacios y propósitos entre gente que posee preocupaciones tan dispares, habernos dado la condición de existencias al unísono para que vivamos mejor que si estuviéramos desagregadas. Contemplar la belleza que somos capaces de reproducir a través del arte, los artefactos que la tecnología inventa para satisfacer el bienestar, los relatos para explicarnos a nosotros mismos a través de los distintos lenguajes, la gratitud que supone que nuestros antepasados más brillantes nos hayan legado su conocimiento para que lo podamos utilizar ahora, la infinita suerte de sentir afecto por las personas cercanas y afecto ético por las lejanas (y que a los demás les ocurra lo mismo con nosotros), la proeza humana de habernos desatado de una cuota del determinismo biológico y ahora poder elegir con qué fines construir nuestra vida, la insuperable hasta el momento idea de levantar una ficción como la dignidad para modelarnos como sujetos y autorregular nuestro comportamiento para elevarlo. Todo lo aquí listado son aspectos admirables que la cotidianidad invisibiliza y que la educación debería enfatizar. Aprender a admirar lo admirable es lograr que nuestra atención se pose más a menudo sobre todas estas creaciones para sentimentalizar dos aspectos nucleares. Lo alucinante que es todo lo que cada vez nos cuesta más sentir como alucinante. Lo precario que es el equilibrio de lo alucinante y por tanto nuestro deber de cuidarlo.



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viernes, julio 10, 2015

Creer en la educación



Muy ilustrativo este ensayo de Victoria Camps. La profesora de Filosofía Moral y Política defiende la denostada idea de desigualdad bien entendida en el campo de la educación. El profesor y el alumno, el padre y el hijo, no son iguales y no poseen la misma autoridad. Somos desiguales porque nos regimos por el mérito, la excelencia, la preparación, el estudio, el estatus labrado con el paso del tiempo. Somos iguales en derechos, pero la desigualdad entendida como que no todos los actores merecen la misma autoridad es una idea que convive perfectamente con los códigos democráticos. Este derribo o laxitud de la autoridad ha provocado una especie de peligrosa articulación que iguala a profesores y alumnos, a padre e hijos. Ni en el colegio ni en la familia tiene que haber criterios asamblearios en los que los alumnos y los profesores, los padres y los hijos, negocien en pie de igualdad. No es discriminación. Es desmontar una democratización absurda e incendiaria. Esta pérdida de autoridad junto con el ideario que promulga la ley de mercado en su frenético afán de consumir para producir y producir para consumir (o para pedir créditos y endeudarnos y mantener incólume la economía especulativa), han abierto la puerta a todo lo demás: pérdida del prestigio profesoral, evaporación del respeto, deslegitimidad del esfuerzo, fascismo del deseo inmediato (como lo bautiza maravillosamente Rafael Argullol), disolución de las fronteras que separan lo admirable de lo mediocre, apología del consumo y devaluación del pensamiento, bulimia por tener y dejación u olvido de ser, desorientación de qué es la felicidad. La educación pertenece a toda la tribu, escribió Marina, y Victoria Camps refrenda esta idea aunque reconoce que la realidad conspira contra ella. La educación va a la contra, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas: «La dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». Mientras la cotización social de una persona se tase por las necesidades creadas que es capaz de sufragarse y no por las necesidades creadas de las que es capaz de prescindir, la educación podrá ganar alguna batalla, pero seguirá perdiendo la guerra, me permito añadir yo. Perdón por la intrusión. 

viernes, mayo 29, 2015

Anatomía del cambio



La literatura sobre gestión del cambio dedica abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son impuestos sin la participación de nuestra voluntad. 

Son estas últimas permutaciones las que generan reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación. Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al laberinto.



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