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martes, julio 28, 2020

Enfado solo trae más enfado

Obra de Fabio Millani
Hace unas semanas me entrevistaron con motivo del nuevo libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. En la agradable entrevista defendí la necesidad de la indignación como un sentimiento vindicativo de justicia tanto en la interacción íntima como en la política. Considero incuestionable la relevancia de la indignación como sentimiento nuclear para derribar situaciones que evaluamos como inundadas de inequidad. Martha Nussbaum la define como aserción valiosa del amor propio. Su presencia es más necesaria todavía en los paisajes del neoliberalismo sentimental, donde sentimientos como el enfado, la tristeza, o la propia indignación, se interpretan como insuficiencia de recursos psicológicos. De ahí que ante injusticias laborales, por ejemplo, las personas afectadas en vez de acudir al sindicato, como ocurría otrora, tomen la dirección que les lleva al psicólogo; o ante decisiones inicuas que percuten en su día a día, en vez de resolverlas con instrumentos deliberativos las acepten practicando ejercicios de resiliencia. A pesar de su intensidad, la indignación se puede mostrar de manera que no correlacione con un lenguaje gestual y verbal zahirientes. Cuando mostramos nuestra indignación estamos guareciendo nuestra dignidad. Si estamos protegiendo nuestra dignidad, deberíamos ser cuidadosos con la de nuestro infractor, que es una de las formas más sabias y transaccionales de proteger la dignidad propia.

El enfado como emoción es inescindible, un dispositivo natural que sirve para revolvernos contra la injusticia o la humillación que nos infligen, para levantar acta de la promesa incumplida o la expectativa quebrada, para proteger del maltrato a nuestra dignidad. A veces nos referimos a este enfado como enfado justificado, una alerta que salta para conservar o restaurar en milisegundos el espacio vulnerado, y que en su justificación se distingue de la susceptibilidad. Como sentimiento, el enojo se puede articular y graduar anticipando muchos de esos tropismos que en vez de ayudarnos complejizan las tensiones. Cuando se enfadan con nosotros propendemos a enfadarnos, y cuando nos enfadamos tendemos a hacer caso omiso de lo que nos sugieren. Nos encastillamos en una posición y además decidimos no colaborar con los intereses de quien nos ha mostrado su enfado de una manera doliente. El enfado suele provocar rechazo en quien lo recibe y por lo tanto destruye cualquier elemento de cooperación. Sin cooperación los espacios de intersección se desmantelan y desaparecen. Las mediadoras y los mediadores con los que hablo frecuentemente me comentan que un elevado porcentaje de los conflictos que tratan en la mesa de mediación se cronifican porque las partes releen la discrepancia como un duelo de orgullos. Orgullo es una palabra muy interesante por su dislocación semántica. Por un lado, significa cerrazón, obstinación en proseguir un curso de acción que empeora los intereses comunes, pero que mantiene incólume la propuesta presentada por el interlocutor, que ahora se aferra a ella para no tener que capitular. Aquí el orgullo se erige en tenacidad estólida. Sin embargo, orgullo también significa el júbilo que provoca la observancia de lo bien hecho, la satisfacción de un desempeño que consideramos encomiable y cuya titularidad nos pertenece a nosotros o a alguien con quien compartimos vecindad afectiva. Los conflictos se momifican por el orgullo en su primera acepción. Tienden a reducir su número de apariciones cuando el orgullo en su segunda acepción domina la vida de las personas.

En determinados momentos el enfado sí puede llegar a ser resolutivo, pero depende del contexto, la intensidad y la regularidad. El enfado puede mejorar los aspectos cuantitativos, aunque simultáneamente deteriora los cualitativos. Puede dispensar utilidad ocasional en ecosistemas piramidales (como suministrador de miedo), pero deviene funesto si se emplea con habituación en ecosistemas de una horizontalidad deliberativa. Nadie dialoga con bondad y perspicacia cuando está colonizado por la irascibilidad. En el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza dediqué muchas páginas a argumentar cómo la palabra nacida de un  furioso estallido emocional destruye en cuestión de segundos lo que necesita mucho tiempo para poder levantarse. Decir una barbaridad, y bajo el influjo de la irritabilidad es muy fácil proferirla, puede roturar una relación personal para siempre. El enfado puede generar imposición en quien lo recibe, pero no convicción, y la convicción es la única fórmula posible de respetar los acuerdos alcanzados. Recuerdo que en la literatura de la negociación algunos autores proponían el enfado como estratagema para alcanzar los conciertos deseados. Sostenían que enfadarse ablanda a la contraparte que probablemente acabe claudicando y admitiendo concesiones hasta ese instante intratables. Siempre mantuve mi desacuerdo. Enfado solo trae más enfado. Si el enfado ha de esgrimirse para que la opinión sea escuchada y respetada, la táctica delata la mala salud de la relación, sin necesidad de añadir nada testifica claramente que el interlocutor no nos tiene en consideración. Sin consideración no hay convicción, sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución. Algunas personas se enfadan por ello sin saber que su enfado es el principio fundante de este círculo tan vicioso como empobrecedor.



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martes, julio 14, 2020

«No es enfado, es tristeza»


Obra de Izumi Kogahara
En paisajes sentimentales con las fronteras muy desdibujadas resulta un ejercicio arduo distinguir entre enfadarnos y entristecernos. Ante ciertas situaciones que interfieren en nuestros propósitos, pero también en las expectativas que depositamos en los demás, quien está bien alfabetizado tiende a entristecerse en vez de a enfadarse. Esta elección sentimental es muy informativa. Existen muchas diferencias comportamentales entre enfadarse o entristecerse en esos momentos del quehacer cotidiano en que podemos caer en un sentimiento u otro, o en una mixtura de ambos.  El sentimiento de enfado surge cuando nos infligen un daño inmerecido. Dependiendo de la relevancia del daño, el enfado puede adquirir cantidad, intensidad y tonalidad muy variada. No es lo mismo molestarse que enfadarse, enojarse, disgustarse, irritarse, enrabietarse, cabrearse, indignarse, enfurecerse, encolerizarse, desmesurarse. La participación del inmerecimiento es nuclear para pulsar los mecanismos del enfado. En muchas ocasiones nos enfadamos no por el daño sufrido, sino porque consideramos que no nos lo merecemos, que el perjuicio recibido está anegado de ilicitud. La condición inmerecida nos confronta con la injusticia, cuya contemplación nos indigna. La intervención de lo inmerecido envuelve al enfado de la axiología propia de quien ha llevado a cabo relaciones valorativas con su derredor. Se puede asentir que los sentimientos sirven para organizar axiológicamente la realidad, como defiende Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los sentimientos, pero también se puede aseverar que la realidad se recoloca axiológicamente gracias a la trama afectiva en la que nos acomodamos para la palpitación del vivir. En realidad, ambos movimientos ocurren simultáneamente. 

En La ira y el perdón, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum postula varios motivos instrumentales por los que se despierta en nosotros la irascibilidad. La ira se elevaría a indicador de que se ha cometido una falta, fuente de inspiración de estrategias para abordarla, elemento de disuasión para los demás, pues desalienta a repetir la falta registrada en la columna del debe, o vindicación de la dignidad y el autorrespeto. Si el móvil que lo origina es intencional, una de las características prototípicas del enfado es que propende a retribuir con daño el daño sufrido. El enfado es el precursor de la venganza. La venganza puede ser un plato que se coma muy frío, pero se urde cuando la sangre hierve. Hay mucha absurdidad en intentar resarcir el daño inflingiendo daño. Sin embargo, cuando nos entristecemos no se anhela la comisión de daño, sino más bien que su perpetrador tome medidas para restaurar la expectativa lastimada y enmendar su comportamiento a fin de que no se vuelva a repetir. El enfado se enfoca en el pasado, la tristeza mira al futuro. El enfado ansía una retribución, la tristeza ahonda en la restauración. La ira es impetuosa y apenas puede inhibir la impulsividad, lo que demuestra que se relaciona muy mal con la inteligencia, se zafa de la ponderación, cancela el horizonte y se enemista con el futuro. La tristeza es analítica, hibernativa, evalúa con afinada calma lo perdido para reequilibrarlo en un enclave de porvenir mejorado.

Si realizamos una sencilla taxonomía de los sentimientos en la que podemos tripartirlos en sentimientos de ampliación (todos los relacionados con la alegría, pero también con la tristeza entendida como sistema evaluativo), sentimientos de reducción (los vinculados con la iracundia y el temperamento bilioso) y los sentimientos de reclusión (el odio, la envidia, los celos, y los autorreferenciales despreciativos), es fácil silogizar que el enfado no es constructivo, sino muy reductivo. Su animosidad desconsidera el largo plazo y por tanto es de una esterilidad palmaria para dictar lo que está por venir. El enfado puede originarse por algo minúsculo, pero los destrozos que puede ocasionar pueden llegar a ser mayúsculos. Todo esto sin contar con el resentimiento o enfado revenido, que hipertrofia estas singularidades al tratarse de un enfado antiguo que sin embargo mantiene intactos sus efectos insalubres e inquisitivos sobre un presente que marchita con su sola presencia.

La tristeza opera en otro plano muy diferente y mucho más perspicaz. Nunca es destructiva. Nos entristecemos cuando alguien nos importa, o cuando el daño causado es tan enorme que nos cuesta aceptar que lo pueda haber perpetrado alguien que pertenece como nosotros a la familia humana. En el ensayo La razón también tiene sentimientos sostengo que el profundo carácter indagatorio de la tristeza hace que todo lo que toca lo convierte en alma. La tristeza no interfiere en las grandes disposiciones sentimentales para erguir horizontes amables compartidos, más bien las relee y las desgrana para aceptar su condición de presupuestos ineludibles para plenificarnos: bondad, amabilidad, generosidad, gentileza, diligencia, consideración, cuidado, perdón. Sólo se pueden construir transacciones afectivas sólidas y por tanto futuros mejores desde estas disposiciones. El enfado es incompatible con toda esta variabilidad de sentimientos de apertura al otro. Si en una situación adversa alguien se apresura a aclararnos que «no, no estoy enfadada, estoy triste», estaremos delante de una oportunidad muy fértil para diseñar mejor el futuro compartido. Una oportunidad que paradójicamente debería alegrarnos. Y después enmendarnos.




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martes, diciembre 17, 2019

Las cuatro emociones básicas, las cuatro estaciones del año


Obra de Iban Navarro
Estamos a punto de vivir un nuevo cambio estacional. El próximo sábado día 21 de diciembre franquearemos toda la territorialidad del otoño y acabaremos incursionando en la heladora geografía del invierno. Sé que las estaciones no son paréntesis puros, y que en ambas estaciones se apuntan elementos provenientes de las estaciones contiguas. En el a punto de extinguirse otoño hemos disfrutado de la amabilidad de muchos días estivales, y antes de que se clausure el invierno habrá días irruptores que anticiparán el advenimiento de la siempre bienvenida primavera. Las estaciones están trenzadas, no se pueden dar de un modo aislado, y sus apariciones dependen precisamente de quienes las preceden. Recuerdo un aforismo de Jules Renard en el que decía que la nieve no existiría si no existiesen los cuervos. A cualquiera de las cuatro estaciones le ocurre lo mismo. Sin sus contrapuntos no existirían. Sin embargo, a pesar de su irrevocable contigüidad, también se ensamblan en una unidad que llamamos movimiento de traslación: el tiempo que tarda el planeta Tierra en dar la vuelta completa al sol mientras con una indesmayable tenacidad ejecuta la rotación diaria sobre su propio eje. 

El invierno es la estación gélida. Muchas veces temblamos ateridos de frío, pero también de miedo. Nos amedrentan las contrariedades, la presencia arbitraria del azar con sus accidentes, sus violencias y sus enfermedades, los imponderables que cuando suceden nos hacen tomar apresurada conciencia de nuestra abrumadora vulnerabilidad. A pesar de que el miedo nos alerta y nos previene de algo o alguien que conmina con poner en crisis nuestro equilibrio, el miedo siempre es una presencia incómoda,  que es exactamente la sensación que nos asedia cuando el frío se aloja en nuestro interior y no encontramos modo de desahuciarlo de allí. Yo resido durante unos cuantos meses en una ciudad donde apenas hace frío, pero sí donde durante un tiempo pasamos mucho en el interior de las casas, y sé bien que el frío y su glacial inmisericordia mantienen un tremendo parecido con la frialdad que nos provoca el miedo y toda su parentela vinculada con la incertidumbre: congoja, apocamiento, angustia, recelo, aprensión, sobresalto, inquietud, terror, pavor, espanto. Hay mucha locuacidad y similitud experiencial en las expresiones cotidianas «tiritar de miedo» y «hace un frío de miedo». También la niebla invernal recuerda a los miedos que nos incapacitan para localizar el punto exacto del que brota la angustia, ese miedo cerval a algo desdibujado pero tan omnipresente que somos incapaces de señalarlo. La escarcha invernal mantiene parecido con la escarcha que se adhiere en el perímetro del corazón para que las personas mantengamos conductas de indiferencia e imperturbabilidad. Una persona fría es una persona que adolece de falta de sentimientos conmiserativos.  Sus conductas dan tanto miedo que nos dejan helados. 

La primavera es la estación de las flores y el fulgor, el momento en que los campos se vuelven exultantes y rebosantes de vida. Todo reverdece y parece estallar. Es imposible no vincular esta estación con la alegría, el sentimiento que preside nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. La alegría nos dona energía para proseguir en esa acción o adentrarnos en otras en las que presagiamos que seremos asimismo gratificados. Precisamente este viernes pronunciaré una conferencia en la que destacaré que la alegría es decir sí a la celebración de la vida, que es lo que la primavera parece expresar al llenar de colorido y de vitalidad nuestro derredor. A nuestro cuerpo le ocurre igual ante la comparecencia de lo fruitivo. Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se estira la curva carnosa de los labios, sonreímos, que es el instante en el que tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nosotros sabiéndose bienvenidos. Hace unos días le leí a Josep Maria Esquirol que la sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la primavera en sus días iniciales para que olfateemos su advenimiento. La apacibilidad de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a la tranquilidad que soñamos como reducto ideal en el que pausarnos y poner racionalidad a tanta absurdidad productiva, a la paz afectiva que supone ser aceptados y queridos por las personas que guardan un valor especial para nosotros. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que caerá sobre nosotros en el estío, y al encontrarnos con ella a la salida del invierno, esa luz tan apetecible nos surte de arrestos para encarar los siempre acechantes contratiempos. En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la suerte de estar vivos.

El verano es la estación del calor, pero también nos acaloramos cuando nos enojamos, o cuando nos enfadamos, o cuando nos enrabietamos, que es un enfado súbito que se desvanece sin apenas dejar estela, o cuando nos encolerizamos, que es un enfado hipertrofiado y llameante que puede calcinar extensas zonas de la interacción humana. Las viñetas que ilustran la irascibilidad suelen poner llamas nimbando la cabeza del enojado, un incendio que recuerda a los que tristemente se prodigan los días de canícula en las zonas de monte. El calor estival y el calor de la lava que arroja un corazón enfurecido se asemejan sorprendentemente. El calor del estío angosta y marchita los campos, y por eso hay que recoger lo sembrado antes de que ese calor déspota los devore. La lava, fruto de la erupción de un episodio emocionalmente volcánico, también reseca y estropea la vida que se yergue a su alrededor. Las tormentas de verano, breves pero impetuosas, metaforizan esas disputas cargadas de reproches, alguna alusión despectiva, insinuaciones malévolas, algún viejo agravio. Tras la tormenta veraniega sabemos que saldrá de nuevo el sol y que la luz volverá a presidir unánimemente el cielo. Tras una acalorada discusión con una persona que nos quiere y que queremos, sabemos que todo lo dicho será perdonado. Quizá aventurar ese final nos vuelve más temerarios y menos solícitos con las palabras que intercambiamos. 

Es muy fácil argumentar que el otoño puede representar muy fidedignamente la tristeza. En otoño los árboles pierden las hojas y parecen desprotegidos por su propia desnudez, que es lo que ocurre en la criatura humana cuando emana el sentimiento de la tristeza. De repente, constatamos una pérdida, hemos sido desposeídos de algo que era importante para nosotros. Del mismo modo que el otoño señala la necesaria renovación, la tristeza enseña a estratificar lo que hay que apartar de lo que hay que amparar. Resulta oportuno recalcar que la tristeza no es ninguna insuficiencia psicológica, como persiste en catalogarla la socialización neoliberal, sino el sentimiento que provocan algunas situaciones inherentes a vivir. Esas situaciones difieren y por eso distinguimos nominalmente entre aflicción, pesadumbre, pena, duelo, nostalgia, saudade, melancolía, compunción, abatimiento. En otoño volvemos a refugiarnos en la intimidad del hogar tras el verano en el que la vida y la calle se hacen sinónimos. Con la tristeza ocurre igual. Todo lo afectado por la tristeza se convierte en alma, pero esta portentosa alquimia solo se logra gracias a un ejercicio de introspección que requiere recogerse y alejarse de las afueras del sí mismo para replegarse hacia dentro. También es muy fácil establecer paralelismos entre la lluvia otoñal y nuestras lágrimas. Llorar y llover son experiencias no solo conexas por su similitud líquida, sino por sus fines. La lluvia es necesaria para las tierras de labor, evitar la sequía y la desertización y limpiar los entornos urbanos. La experiencia lacrimógena lo es para expulsar la condensación sentimental, reaprender y limpiar la polución afectiva que momentáneamente nos ha ensombrecido.

Estos juegos de analogía entre los momentos estacionales y las disposiciones sentimentales nos revelan inquilinos de la naturaleza. Somos híbridos de biología y cultura. La cultura nos lleva a lugares inexistentes en la naturaleza, pero lo hace con estas emociones basales donadas por ella para acomodarnos y habitar mejor la enigmática aventura de existir. Las emociones al pensarlas devienen sentimientos, y los sentimientos prescriben valores que a su vez inspiran decisiones y conductas. Ojalá nos conduzcamos con la sabiduría de la naturaleza de la que procedemos, pero también con todo lo que hemos inventado para incluso superarla y convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien. Vivir bien todos.



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