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martes, febrero 28, 2023

Debatir crea fans, no ciudadanos críticos

Obra de David Kassan

Con mucha frecuencia solemos confundir debatir con dialogar. Debatir proviene de battuere, golpear, y es el ejercicio en el que los argumentos de una persona golpean los de otra con el propósito de romperlos.  Los debates políticos ejemplifican con pedagógica elocuencia la idiosincrasia de este instrumento de la discusión pública. Un interlocutor intenta hacer astillas los argumentos de su adversario dialéctico, pero el genuino fin no es solo lastimar los argumentos, sino lograr la adhesión de la audiencia que contempla los golpes. Para coronar este propósito se esgrimen estratagemas retóricas muy eficaces, pero que simultáneamente dañan discursivamente la cultura democrática. Convierten la deliberación con la que nos hacemos humanos en una sucesión de eslóganes con los que anular la voz de sus interlocutores, que mimetizan el maltrato argumentativo en una escalada de oposición cada vez más antagónica y extrema. Debatir es fantástico para crear fans, pero fomenta una peligrosa regresión civilizatoria. Cada vez que se televisa un debate electoral me entristece comprobar que nuestros representantes electos no emplean ni un segundo en dialogar. Por ahora parece insoluble que los partidos que compiten por el voto puedan cooperar en aras de encontrar juntos ideas que mejoren la vida de la ciudadanía. Llevan tan incardinada la competición que en muchas ocasiones prefieren perjudicar lo común antes de admitir que los de la bancada contraria han alumbrado una idea plausible.

Los debates son estructuras que propenden inercialmente a la polarización. Polarizar las ideas es un tropismo partidista, pero también lo es de la propia morfología del debate. Hace poco leí al neurocientífico Mariano Sigman, autor de El poder de las palabras, que «la polarización es fruto de las malas conversaciones». Creo que esta afirmación peca de un optimismo desmesurado. La polarización es fruto de unas conversaciones cuya última finalidad es incrementar el club de fans en que se han convertido los partidos políticos (y que capilar y miméticamente ha permeado también en las conversaciones públicas de la ciudadanía, sobre todo cuando se amparan en un anonimato que guarece la reputación).  La polarización no solo se produce en conversaciones que no merecen llamarse así. A veces brotan en monólogos que sorprendentemente gozan de la atención de los medios. Un representante electo profiere una barbaridad, pergeñada concienzudamente por su equipo de gestión de la comunicación, sabiendo que su voz tendrá cobertura mediática y que a ella se adherirán nuevos fans. Es muy probable que la barbaridad haga aumentar el tamaño del club de fans, pero estará provocando una peligrosa recesión democrática. Cada vez que defendemos un argumento tenemos el deber deliberativo de explicarlo educadamente. Hay mucha violencia verbal cuando en un enunciado no concursa ni un solo elemento de buena praxis discursiva, ni sentimientos de confraternización, ni sensibilidad ética, ni tolerancia por la pluralización de voces que no tienen por qué alistarse a la nuestra, ni un ápice de una cooperación devastada por la simpleza del pensamiento dicotómico. Viendo a diario estas tristes evidencias, suelo compartir con mi compañera un lamento recurrente. «Así es muy difícil que lo político tenga solución en la política».

Es relativamente sencillo encontrar adeptos en un ecosistema democrático en el que quienes votan lo hacen a la contra. No votan a un partido concreto, sino que su elección está confeccionada para que no salga el partido por el que emocionalmente sienten aversión. Basta con descalificar a ese otro, o echar a rodar mecanismos tan primarios como inventar enemigos y ondear banderas, o urdir un par de falacias y esgrimir un par de sofismas que extremen artificialmente las posiciones, para lograr la adherencia y el ansiado voto por oposición. Los seres humanos nos ufanamos de ser racionales, pero en muchas de nuestras decisiones hay mucha deficiencia epistémica y racional. Si no fuera así, la posverdad (que el sentimiento esté por encima de los hechos, incluso cuando se demuestra la falsedad de los hechos que elicitaron ese sentimiento) no se hubiera extendido epidemiológicamente por las democracias. La primera regla básica de la conflictología anuncia la imperativa necesidad de separar el problema de la persona con quien se tiene el problema. Si se desea producir polarización, es suficiente con contravenir esta prescripción elemental. No separe jamás al problema de la persona y, si es posible, cíñase solo a la persona, o convierta a la persona en el problema. Schopenhauer lo explicó muy bien en su maquiavélico tratado El arte de tener razón. Cuando los sentimiento buenos protagonizan las interacciones, se dialoga, se crea una empresa cooperadora de soluciones bondadosas, se desea que todas las personas queden contentas y mantengan la cordialidad con los acuerdos que se alcancen. Se piensa en la convivencia. Justo todo lo contrario de lo que ocurre cuando se salta al cuadrilátero a debatir.

 

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martes, noviembre 15, 2022

«Los deseos no envejecen, a pesar de la edad»

Obra de Alice Neel

Ayer fue mi cumpleaños. Nietzsche escribió acertadamente que tenemos la edad de nuestros deseos.  Es una sentencia muy hermosa y muy útil para dar la bienvenida a la nueva edad con su nuevo y siempre sorprendente guarismo. Battiato cantó en La estación de los amores que hay deseos que no envejecen a pesar de la edad. Esta longevidad de determinados deseos se puede aprovechar como fuente inagotable de alegría. Como un deseo relega a otro deseo en un interminable proceso que puede provocar una dolorosa hemorragia de deseos, y por tanto anexar una insatisfacción crónica, secularmente el deseo se ha mirado con mucho recelo filosófico. Acerco aquí una reflexión de Sapolsky para resumir lo que quiero expresar. «Nuestra tragedia humana más frecuente es que cuanto más consumimos, más hambrientos estamos». Dicho con el vocabulario de este artículo: cuanto más deseamos, más nos esclaviza el deseo. Lo celebratorio y encomiástico es que el deseo no es solo suplir una ausencia, como nos recuerda recalcitrantemente el lenguaje publicitario al enfatizar lo que nos falta, también es complacerse de una presencia. André Comte-Sponville desentrañó en uno de sus ensayos el secreto vital que supone aprender a desear lo que ya se tiene, que es una rotunda definición  de disfrutar. Desear lo que se tiene es desear seguir haciendo lo que ya se hace, que también sirve para explicar qué es el entusiasmo. Spinoza nos habló de la fuerza centrífuga del deseo, el conatus, afirmando que todo en el ser humano es deseo, una inclinación inercial y envolvente que nos lanza hacia adelante. Ese deseo o conatus es una energía inherente que podemos utilizar en beneficio propio si la orientamos en una dirección adecuada. Pero puede devenir problemática y desvencijarnos si la dirigimos hacia lugares improcedentes. Este punto es crucial. Acabamos de saltar de la biología a la ética.  

Platón enunció que educar es educar deseos, y aprender, una vez eliminada la hojarasca pedagógica que sepulta lo verdaderamente medular del magisterio de la vida, se puede resumir en desear lo deseable. En un mundo en el que parece que existe una inflación de deseos, pero simultáneamente una deflación del deseo, no hay que solicitar la derogación del deseo (en singular), sino jerarquizar deliberativamente los deseos (en plural), mantener viva la capacidad desiderativa y hacerla dialogar con la capacidad crítica. Incorporar la fuerza del deseo (in-corporar es hacerla cuerpo, fundirla en la subjetividad que somos) al día a día en el que late la vida, pero deliberando en torno al contenido y la estratificación del propio deseo. Cuando se habla de educar en valores lo que se quiere decir es educar en jerarquizar y autorregular deseos. La gobernabilidad del deseo no es fácil cuando en la sociedad de mercado hay una igualación entre deseo y necesidad, y tanto las lógicas de la producción como las de la financiación azuzan el deseo humano hasta convertirlo en indomable y déspota. Lo inducen a una impulsividad que deplora el límite y que lejos de proveer alegría inflige subyugaciones y sufrimiento.

De entre todos los deseos concedo centralidad al deseo de aprender, pero no aprender saberes técnicos o prácticos orientados a crear o modificar objetos, ni herramientas sofisticadas para optimizar nuestro ya insorteable vínculo con la omniabarcante digitalización. Me refiero a despertar todas las mañanas con ganas de curiosear con qué cosas nos agasajará el día que empieza a asomarse, y cómo podremos metabolizarlas para que al acabar la jornada seamos personas más inteligentes y bondadosas. Aprender es apropiarse de lo que enseña el mundo con el fin de utilizarlo para instalarnos en él de un modo más emancipador y amable, y simultáneamente crear condiciones de posibilidad para que los demás puedan aspirar a lo mismo si lo consideran oportuno. Cuando ayer mi compañera me exhortó a pedir un deseo antes de soplar las velas de la tarta de cumpleaños, no pensé en nada de todo lo que acabo de escribir, aunque quizá sí  lo tuve en cuenta sin ser muy consciente de ello. Pedí que mi nueva edad y mis deseos se llevaran bien.

 

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martes, noviembre 08, 2022

«Avergonzar es la manera más terrible de hacer daño»

Obra de Ivana Besevic

En Educar las emociones y los sentimientos, el piscólogo Manuel Segura y la pedagoga Margarita Arcos definen la vergüenza como un «sentimiento negativo acompañado del deseo de esconderse ante la posibilidad (o el hecho) de que los demás vean alguna falta, carencia o mala acción nuestra, o de algo que debería permanecer oculto». El diccionario de la Real Academia define la vergüenza como «sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos». Es una definición muy nebulosa que omite el factor más relevante de este sentimiento, la mirada del otro. Boris Cyrulnik la demarca en el subtítulo de uno de sus ensayos: Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro. Es un buen subtítulo porque solo podemos sentir vergüenza si participan los ojos de la persona prójima. La vergüenza es heterónoma (la norma viene de fuera), frente a la culpa, que es autónoma. Alguien puede lanzarnos un veredicto acusatorio, pero si nosotros creemos firmemente que no es así, la imputación no tendrá efecto. En la culpa nos acusamos a nosotros mismos de una acción concreta con la que hemos dañado a alguien. La culpa presenta correlaciones con la vulneración de normas morales, la vergüenza con el desajuste  de los códigos convencionales, o con lo que los demás esperan de nuestra persona. Es el sabernos descubiertos lo que nos hace sentir vergüenza. La culpa puede turbarnos por dentro, pero es la vergüenza la que nos sonroja por fuera.

La vergüenza es esencialmente política, en tanto que surge en la interacción ocular con el otro, o en una privacidad que creemos puede ser profanada por el escrutinio ajeno, posibilidad que nos incomoda o nos desasosiega. En realidad, todo el orbe sentimental es político, porque los sentimientos son formas de ordenar lo que nos afecta de tal modo que no entorpezcan el funcionamiento de la convivencia. La vergüenza es un sentimiento doliente que necesita la colaboración, aunque sea de un modo involuntario, de la persona prójima. Nos vemos a través de los ojos de la otredad, es decir, nos evaluamos utilizando los criterios de valor que creemos emplea el otro, o la normatividad social establecida, o los estándares del tiempo histórico en que estamos absorbidos. Pero  estos mecanismos solo se activan cuando la mirada del otro nos ha visto, cuando al sentirnos observados sus ojos nos convierten en el nosotros que nos desagrada. La vergüenza nos puede hacer sujetos sociales responsables, pero mal articulada nos puede sabotear, paralizar y fosilizar. La expresión coloquial «morirse de vergüenza» señala esta petrificación. La vergüenza es un afecto negativo cuando nos atenaza y nos mineraliza sin motivo plausible alguno, pero se torna útil cuando opera como autorregulación. Nos protege de nosotros mismos. 

Nietzsche nos advirtió que la manera más terrible de hacer daño es avergonzar a otra persona de sí misma. Avergonzar a alguien es mostrarle con aspereza la sima que se abre entre su persona y los estándares en los que su vida debería ahormarse. Provocar deliberada vergüenza es una agresión, un calculado golpe verbal destinado a lastimar  el autoconcepto que una persona alberga de sí misma. Avergonzar con mezquindades (de otro modo no es posible) es tan cruel que es quien agrede el que debería sentir vergüenza por la comisión de semejante acto. Cuando la irascibilidad nos inspira a sacar a colación una lista de agravios, lo que se intenta es provocar vergüenza en el destinatario, que esa letanía de hechos proferidos con entonación airada y enfoque despectivo lesione su dignidad. Aunque nadie acepta la autoría categórica de un hecho reprobable cuando se instrumentaliza como objeto punzante con el que ser atacado, el enfado nos vuelve muy obtusos y muy vengativos como para advertir esta obviedad y omitir el repertorio de ofensas. Al contrario, nos empecinados en que lo admita exagerándolo y  caricaturizándolo con la omisión del contexto. Avergonzar al otro es una de las muchas maneras que los seres humanos utilizamos para agredir, y la agresión es una de las formas que empleamos para defendernos. No avergonzar a alguien cuando sería fácil hacerlo es una forma de cuidado. Una deferencia. Una muestra de respeto. El respeto no solo a la dignidad del otro, sino a la dignidad como valor común del que toda persona es titular por el hecho de serlo.

 

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