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miércoles, julio 29, 2015

Más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres



Madre e hija, de Gustav Klimt
Uno de mis mejores amigos y yo inventamos hace unos años una frase que repetimos muy a menudo: «Somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres». Recuerdo perfectamente el momento en que la alumbramos (por entonces nos pasábamos el día produciendo ocurrencias de este tipo) y cómo desde su hallazgo la utilizamos para intentar entender ciertos comportamientos de los niños aparentemente poco simétricos con la educación inculcada por sus padres. Sin embargo, también la empleamos para comprendernos a nosotros mismos cuando desde la perplejidad nos preguntamos por qué hacemos lo que hacemos, por qué somos como somos, por qué pensamos lo que pensamos, quiénes forman esa mitad más uno en el interior de nuestro cerebro para que aprobemos o rechacemos algunas decisiones. A muchos progenitores les cuesta aceptar que somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres porque les menoscaba la capacidad pedagógica sobre sus vástagos. Yo defiendo que si ellos hubieran nacido el año en que nacieron sus hijos, harían exactamente lo mismo que ellos, y viceversa, sus hijos se comportarían como sus padres si se hubiera invertido la fecha de nacimiento. Hace unas semanas agregué un matiz a nuestra propia sentencia para demostrar que también se puede vivir una época concreta y sin embargo sentir que no es la tuya, que no te pertenece, aunque seguirá ejerciendo su omnipresente poder sobre ti incluso a través de su rechazo:  «Yo no soy hijo de mi tiempo, soy su hijastro». Al margen de nuestra condición de hijos o hijastros, podemos aseverar la siguiente y extensa letanía sin rubor a equivocarnos. Aquí va.

Yo soy yo y el tiempo en el que se especifica mi existencia. Yo soy yo y las personas con las que interactúo en una enmarañada red de interacciones, y la cultura que me coge de la mano y me lleva allí donde a ella le apetece, y los significados que asumo como propios y comparto comunalmente y que sin embargo ya estaban aquí antes de que yo naciera, y los imponderables cuya díscola aleatoriedad saca de quicio a nuestro cerebro, y la coyuntura político económica que se transfigura en una corriente sobre la que navegan mis días y mis años, y la vertical posición de clase y su adjunto poder adquisitivo que condiciona la cantidad y la calidad de mis oportunidades, y el habitus que hace que piense y obre de una determinada manera sin saber que pienso y obro merced al habitus, y el zeitgeist y su anónima aunque ubicua autoridad, y los valores imperantes que estratifican mis expectativas, y los hitos vitales que prenden en mi biografía y se sedimentan ahí para siempre incluso sin que sea consciente de su intervención en la construcción de mi memoria, mis hábitos, mi entramado afectivo. Ortega y Gasset resumió toda esta constelación de magnitudes con capacidad de modelarnos en  la celebérrima: «yo soy yo y mis circunstancias», aunque añadió una segunda parte que desgraciadamente no ha gozado de tanta popularidad: «y si no salvo mis circunstancias no me salvo yo». Aquí radica el papel asignado a nuestra voluntad como copartícipe de un proyecto mancomunado y por tanto plagado de otras voluntades. Nuestra condición de seres anudados a otros seres en una textura social, de inteligencias interpenetradas por otras inteligencias y por el préstamo legado por otras inteligencias que ya expiraron, nuestro empadronamiento en contextos ya delineados con conjuntos de significados interiorizados, nuestra ineludible interdependencia, hacen que seamos el que somos más la participación de nuestra voluntad (previamente modelada por todo lo telegrafiado anteriormente en el texto) a la hora de escoger opciones e invertir energía en esa dirección. Resumiendo. Somos una aleación de lo que hemos podido lograr y de todo lo que no hemos podido evitar, que es casi todo.



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martes, marzo 03, 2015

Rápida geografía del miedo



The coming storm, 2010 (Michele del Campo)
El miedo es una de las seis emociones básicas con las que nuestro organismo tiene la deferencia de alertarnos. Surge cuando anticipamos una amenaza o un peligro que puede dañar nuestro equilibrio y lastimar nuestra balsámica tranquilidad. El miedo nos informa acerca de un acontecimiento en el que algo valioso para nosotros puede salir malparado o perder su condición de conquistado, nos notifica la presencia de un escollo que se interpone entre el mundo de lo que ahora es y el mundo de lo que nos gustaría que fuese luego. La irrupción de esta emoción provoca tres respuestas que ya no pertenecen al repertorio emocional, sino que son tamizadas por la racionalidad y por la auditoría de posibilidades: lucha, huida y sumisión. A la hora de elegir no hay respuestas verdaderas y falsas, sino que una contestación es mejor que otra en función de la coyuntura en la que estemos inmersos.

Erróneamente se tiende a equiparar miedo con cobardía, una sinonimia habitual en el lenguaje coloquial que lo tergiversa todo. El miedo es una emoción, pero la cobardía es un sentimiento que nos invita a claudicar ante la amenaza aceptando sus condiciones a pesar de no estar de acuerdo con ellas, o a dar por supuesto que toda tentativa de enfrentamiento nos conduce a la derrota y adelantarlo nos hace bajar los brazos y evitar lo que consideramos un vano gasto de energía. Frente a la cobardía encontramos su antagonismo, la valentía. Cobardía y valentía mantienen una relación de polos opuestos. La valentía no impide el miedo, sino que una vez pronosticado el peligro se erige en un sentimiento dinámico que opone recursos, evalúa un catálogo de soluciones y agrega a la voluntad la más adecuada de todas para proteger el equilibrio y la tranquilidad amenazados. Existe otro sentimiento que suele aflorar con el miedo, la temeridad. La temeridad suele irrumpir por una errática incubación de expectativas, bien porque no se anticipa la amenaza y por tanto no nos preparamos para combatirla, bien porque se anticipa pero se relee de una manera que minimiza su impacto y por tanto nos incapacita para enfrentarnos correctamente a ella. El atrevimiento llega sin la escolta del pensamiento crítico, sin preparar las competencias precisas ni los recursos adecuados para restañar un peligro no previsto o minusvalorado. Estas son las contestaciones de nuestro organismo ante el miedo y su metabolización en diferentes sentimientos que desembocan en distintas acciones. Es tremendamente útil tener miedo. Es muy empobrecedor responder equivocadamente ante él.



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martes, enero 20, 2015

Pero, una palabra para echarse a temblar

Obra de Elisabeth Peyton
El lenguaje es performativo. Una palabra al ser pronunciado construye un mundo que antes no existía. Las palabras dicen y crean, y esta capacidad generadora debería exigir prudencia a sus usuarios, sobre todo cuando se desgranan palabras que nada más ser proferidas despiertan la punzada de la congoja en quien las recibe. Pocas palabras provocan tanta intranquilidad o decepción como escuchar un pero después de una afirmación en la que uno ha salido bien parado. Por su rango de conjunción adversativa el pero es sustantivamente inquietante. Resulta llamativo que un vocablo tan minúsculo y aparentemente inocente, alerte con tanta celeridad y urja a la guardia preventiva. Cuando nos hallamos sumidos en la placidez de un enunciado amable, de repente aparece el pero con calculada suavidad brusca y nos inocula un desasosiego que pronostica que la aseveración que acabamos de escuchar sufrirá alguna amputación. Su presencia en mitad de la frase invalida lo que nos acaban de confesar, o aliña el enunciado con un punto avinagrado y hostil al retirar gran parte de los colorantes y los edulcorantes que la dotaban de dulzura y hospitalidad. Hay peros nihilistas. Con un tono imperativo reducen a la nada todo lo que les precedía. 

El pero es una herramienta gramatical que hace palidecer al que la escucha augurando un viraje aciago en el discurso de su interlocutor, al que rápidamente se le presupone haber escondido algo detrás de las anteriores palabras y que ahora va a destapar con toda su crudeza (sin peros en la lengua). El pero primero te otorga y luego te despoja parte de lo ofrecido. En su denodado afan de frustrar expectativas inicialmente esbeltas, modifica la estructura semántica esparcida en los pliegues de la oración, debilita las palabras que lo anteceden y en algunos casos, al contraponer otras, directamente las desahucia del significado que ingenuamente le habíamos conferido. Guarda similitudes laborales con la cuchilla de la guillotina, puesto que cuando emerge más que matizar lo dicho lo decapita sin remilgos. Es cierto que a veces el pero no cercena, sino que se dedica a la tarea de añadir cosas nuevas. Incrementa la autoridad de la aseveración que escolta y en otras ocasiones agrega nuevos puntos de apoyo, como cuando se le puede reemplazar por «además». Entonces el pero muestra una amabilidad y unos deseos de informar que lo hacen bienvenido y hasta simpático. Desgraciadamente no es frecuente. El pero más habitual es el otro. El que corrige la frase pronunciada porque en realidad quien la pronuncia no piensa así. Al menos no exactamente así. A veces incluso diametralmente opuesto a así.  



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lunes, octubre 20, 2014

Hablarse bien



Stonedhead II, de Didier Lourenço
Una de las prescripciones más repetidas en cualquier curso es que debemos «hablar bien». Nada que objetar. Una de las obligaciones improrrogables es convivir fraternalmente con las palabras, porque ellas son la única forma que tenemos de acomodar la realidad en los circuitos neuronales de nuestro cerebro, el único instrumento para que lo que apresan nuestros ojos abandone su condición innominada y por tanto incomprensible y borrosa. Hablar bien es irrevocable para cualquier tarea que nos anude con los demás, pero se nos olvida muchas veces que también lo es «hablarse bien». Yo he escrito muchas veces que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que hacemos a cada minuto. Lo que somos se construye con la conversación íntima entre yo y yo, una charla tan espontánea y a la vez tan vital como la propia respiración. Hablarse  bien es saber discernir correctamente en qué lugar de nosotros debemos posar nuestra atención. Hablarse bien es no abusar de introspección porque un análisis excesivo desencuaderna cualquier conclusión y saquea la realidad hasta dejarla absurda y desazonadora. Todo en exceso es veneno, decía con razón el clásico.

Hablarse bien es saber mirar en derredor y elegir correctos elementos de referencia personales y sociales con los que leernos no para mortificarnos sino para incrementar posibilidades. Es colorearse con sustantivos, verbos y adjetivos en los que salgamos bien parados o nos brinden propósitos de enmienda y mejora. El psicólogo Albert Bandura defiende que nada influye tan poderosamente en la vida del hombre como la opinión que tenga de su eficacia personal. Esa percepción de la autoeficacia vincula con el lenguaje interior, con las narrativas íntimas, con el relato que en el día a día vamos escribiendo con aciertos y tachones de nosotros mismos. Cómo nos hablemos determina cómo actuaremos. El efecto Galatea nos indica que nos esforzamos por cumplir las expectativas que depositamos en nosotros mismos. Las expectativas son ficciones que aspiran a suceder, sí, pero su génesis está en el discurso interior, en esa conversación marcada como un metrónomo con la que nos empalabramos a cada instante y que a mí me gusta llamar alma. Hablarse bien tendría que elevarse al rango de deber hacia uno mismo.  

lunes, septiembre 22, 2014

La trampa del pensamiento positivo



El pensamiento positivo defiende que una expectativa se puede alcanzar simplemente con ponerse manos a ello. Apela a la ley de atracción, a que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Necesitamos por tanto no cambiar la realidad, que nos llevaría mucho tiempo y sinsabores, sino la percepción que tenemos sobre ella, práctica rápida y menos agotadora, promocionar los beneficios de las situaciones y releer lo que nos ocurre como una oportunidad en vez de como una amenaza. Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo (Ediciones Turner, 2011) refuta con abundante bibliografía esta visión color rosa de un mundo que se puede confeccionar a imagen y semejanza de nuestros deseos más optimistas, de que la realidad se acaba transfigurando en lo que uno proyecte en ella. Escrito por la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich, identifica el auge del pensamiento positivo y el de los orientadores motivacionales como una ideología idónea para sostener el neoliberalismo y reforzar un sometimiento ciego hacia las lógicas del mercado. El acriticismo del pensamiento positivo, su execreción de toda idea negativa, su percepción exclusiva de beneficios en toda situación por muy calamitosa que sea, su ocultación deliberada de la realidad más ingrata («no veas las noticias para evitar intoxicarte de negatividad»), su interpretación de la insurrección social como queja de aquellos individuos a los que le va mal, son vectores que amartillan poderosamente las estructuras existentes.

El pensamiento positivo y por extensión la literatura de autoayuda (El secreto, ¿Quién se ha llevado mi queso?, Piense y hágase rico y cientos de títulos similares) pregonan una divisa aparentemente inocua en su afirmación y muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «si te esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Esta afirmación es terriblemente dañina en su reverso: «si no lo has conseguido, es porque no te has esforzado lo suficiente». Todo lo adverso que le puede acontecer a alguien, como por ejemplo sufrir en carne propia el drama del desempleo, es codificado por el pensamiento positivo como un déficit en su motivación que hace que su esfuerzo decaiga por encontrar trabajo, con lo que en última instancia es él y sólo él el que se hace acreedor de continuar engrosando la bolsa de población inactiva. Cuando el pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados, simultáneamente individualiza la culpa («lo que te pase a ti es consecuencia de tu actitud») y exonera de toda responsabilidad a la organización social, a las decisiones políticas, al credo económico, a todos esos factores ambientales que son irrenunciables coautores de cualquier biografía.

Como señala la autora, si el fracaso es privativo de un mal ejercicio de la fuerza de voluntad, entonces la política, como forma de orquestar la convivencia y las circunstancias, es absolutamente marginal. El pensamiento positivo imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y exime de ella a la razón política y económica, los dos grandes quicios que sostienen la estructura en la que nos hallamos como sujetos vinculados a otros sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a cualquiera de nosotros se debe a una actitud voluntaria y no al sistema, ni a la forma de articular el cuerpo social, ni a la distribución de la riqueza, ni a las lógicas subyacentes. El enemigo de uno es su propio pensamiento. La imposibilidad de lograr lo que uno se propones o de impedir que se lo lleve la corriente se debe a que «no te has esforzado como lo requería la situación» o «has asimilado la incertidumbre como una amenaza a tu zona de confort en vez de como un desafío a tus competencias, lo que te provoca un desánimo nocivo». En las páginas finales del libro, la autora recuerda que el envés del pensamiento positivo no es la desesperanza. Es el pensamiento crítico, el análisis concienzudo, la observación empírica, el ensayo y error, el realismo, los argumentos científicos, el pesimismo defensivo para confeccionar estrategias anticipadas para escenarios aciagos. Pensar para intervenir en la realidad política y social. Y cambiarla.



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jueves, agosto 14, 2014

Las percepciones



Georgia O'keeffe. Wave night, 1928
La abundante bibliografía del conflicto señala que uno de los motivos centrales por el que las desavenencias se cronifican no se debe a que los actores posean percepciones distintas de lo ocurrido, sino más bien a que cada uno de ellos trata de deslegitimar la diferente percepción del otro. Aunque resulte una ironia, la percepción es un larguísimo proceso que finaliza enseguida. Otorgamos un significado a la información que recibimos o a los acontecimientos que nos envuelven para poder contextualizarlos y saber rápidamente a qué atenernos. Huelga añadir aquí que lo que más le incomoda a nuestro cerebro es la inquietante presencia de la incertidumbre, así que de manera impulsiva trata de permutar lo incierto en inmediata certeza. La construcción de la percepción no varía mucho de unas personas a otras, lo que sí es sustancialmente distinto es el contenido. Un mismo hecho se puede percibir o releer de muchas maneras en tanto que en esa organización de datos e información intervienen en red muchos constructos de cariz estrictamente personal. 

De modo simultáneo y enredándose en una apretada maraña entran en escena los juicios de valor (evaluación de personas, hechos e ideas desde nuestro código de conducta y nuestros ángulos de observación morales), la estratificación de valores (aquello que es importante para nosotros y que no necesariamente lo es para otros), los prejuicios (y su propensión a aceptar como únicamente válida la información que corrobora nuestras creencias), las suposiciones (contenidos con los que rellamos vacíos informativos), los sesgos (inclinación a procesar la información de una determinada manera), el bagaje existencial (cotejamos los nuevos acontecimientos con los resultados obtenidos en parecidas situaciones a lo largo de nuestra biografía), la educación sentimental (nuestros sentimientos son el resultado de la omnipresente evaluación que el intelecto hace de la incursión de nuestros deseos en la realidad), las fluctuaciones de nuestro estado de ánimo (que tiende al análisis laxo cuando es elevado y a un exceso de inquisición cuando es bajo), la economía cognitiva (empaquetamos de un modo económico la información enfatizando la velocidad de absorción y un bajo coste cognitivo en la operación). El ensamblaje de todos estos elementos levanta la gigantesca arquitectura de nuestra percepción sobre la eventualidad más diminuta. Si el acervo popular afirma que la cara es el espejo del alma, la percepción que tenemos de las cosas es el escaparate de nuestra subjetividad. Kant lo sintetizó con la lacónica y luminosa expresión «vemos lo que somos». Asumir esta realidad puede ayudar a entender muchos aspectos, pero sobre todo a convivir con el más habitual en la emergencia de un conflicto. Que las dos partes enfrentadas tengan razón y no halla ninguna contradicción en ello.