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martes, junio 07, 2022

El anhelo de una identidad estable

Obra de Valeria Duca

Enmanuel Mounier afirmó que una persona es una interioridad abierta a los demás. Somos un entrecruzamiento de muchos tues que nos formatean en un yo irrepetible, diálogos afectivos con el exterior que performan nuestro interior y van configurando el misterio de nuestra identidad, o El laberinto de la identidad, que es como se titula el maravilloso blog del profesor Fernando Broncano. Las personas no nacemos con una identidad clausurada, sino que la vamos construyendo en el devenir del día a día, en el amontonamiento de tiempo trufado de millones de decisiones, millones de acciones, millones de omisiones. La identidad está siempre en construcción a través de la adhesión personal a múltiples vectores, y a la capitulación de otros no elegidos, que nos van mágicamente constituyendo como una existencia única e incanjeable. Se trata de un proceso en el que interaccionan nuestros afectos, pensamientos, recuerdos, expectativas, creencias, preferencias, valores, deseos, proyectos, formación cultural, determinaciones de clase, nivel económico, género, edad, actos de lenguaje reiterados (según acuñación de Judith Butler), una unidad narrativa en la que nos vamos empalabrando y dotando de contorno y centro. En La razón también tiene sentimientos denomino a este proceso en perpetua revisión como entramado afectivo. A veces este entramado es una oquedad de una ignota y enigmática maleabilidad, de ahí la dificultad de saber quién se hospeda en nuestros sentimientos, quién vive en las elecciones que adoptamos, quién es exactamente la persona que autorreflexiona sobre sí misma.  Ortega sostenía que cada persona es un punto de vista sobre el universo. No es impertinente preguntarse por tanto quién se acurruca en ese punto de vista que contempla el universo con una mirada irremplazable.

Anhelamos que este proceso identitario siempre en curso sea a la vez estable y que no esté excesivamente expuesto a los vaivenes del azar y las vicisitudes de la vida. Desgraciadamente vivimos tiempos de identidad líquida. Hay mucha prevalencia de provisionalidad, temporalidad, movilidad, precariedad, pobreza, desraizamiento, labilidad, desterritorialización, descompromiso, desvinculación, espontaneidad, despotismo desiderativo, confusión discursiva. Esta identidad líquida promocionada por los postulados neoliberales trae en su reverso sin embargo la pretensión perentoria de identidades estables y sólidas.  Es una aporía muy llamativa. En una clase de Psicología sobre identidad y personalidad pregunté a las alumnas y alumnos quiénes eran. Para mí sorpresa contestaron con su nombre, edad, localidad de nacimiento. Recurrieron mayoritariamente a identidades innatas despojadas de agencia y capacidad decisoria. Era en la dejación de lógicas electivas donde encontraban sus livianos cimientos identitarios. Los tildo de livianos e incluso superfluos porque nadie ha hecho nada, ni meritorio ni reprobable, para tener el nombre que tiene, la edad que está cumpliendo y haber sido nacido en una localización geográfica concreta. 

Esta aparentemente banal anécdota permite entrever un riesgo mayúsculo social. La ideología totalitaria oferta esencias identitarias monolíticas y sin agencia vinculadas al patriotismo, al nacionalismo, al dogmatismo, al fundamentalismo, al fanatismo, al odio al diferente. Elabora esquemas de percepción en el que las personas dejan de ser personas para convertirse en individuos carentes de valor que representan a un colectivo que, juzgado por patrones de odio y estrategias de superioridad jerárquica, merece la expulsión. De aquí surge la xenofobia, el racismo, la aporofobia, la homofobia, la misoginia, el machismo, la inquina a cualquier conato de heterogeneidad. En estos mecanismos de exclusión no hay nada relacionado con el trato considerado a las personas prójimas, a la sensibilidad empática, al marco intersubjetivo en el que los demás nos hacen ser yo, al disenso y la controversia connaturales a las sociedades abiertas y plurales, a algo que curse con lo que Luc Ferry denomina con mucho acierto transcendentalidad horizontal. Al contrario. Todo es transcendencia vertical. He aquí la paradoja. La identidad líquida solidifica en las ficciones gaseosas. Son las que los humanos hemos inventado para sentir calor hogareño cuando afuera arrecia la intemperie.

 

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martes, abril 09, 2019

El ser humano es el ser que no se basta a sí mismo


Fotografía de Serge Najjar

La definición de fascismo que desgrana la filósofa brasileña Marcia Tiburi en su potente ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? es esclarecedora: «El fascismo cancela la oportunidad de pensarnos en común». Me viene a la memoria una afirmación de Emilio Lledó que descansa en el libro Palabras entrevistas: «No existe política, no existe una retícula colectiva, sin que haya una inteligencia en común». Evolutivamente comenzamos a pensarnos comunitariamente porque comprobamos en la práctica vital que nuestra menesterosidad o nuestra insuficiente autarquía solo se superaba con la socialidad. La polis como estructura para la agrupación humana nació de la conciencia de que el animal humano no se bastaba a sí mismo. El homo sapiens atomizado era presa fácil de la inanición y la muerte. Necesitaba la activa participación de los otros para poder colmar sus necesidades más primarias. La soledad exacerbaba su vulnerabilidad, y no contar con donantes de ayuda suponía el acelerado advenimiento de su insoslayable extinción. Nuestros ancestros más tribales sortearon la indigencia a la que les condenaba la biología empleando la inteligencia y su cristalización en un conjunto de creaciones, experiencias y significados compartidos. Inventaron una nueva naturaleza que no estaba en la naturaleza. Inventaron aquello que no existía en el hábitat en el que vivían para medrar en bienestar y estrechar la participación de la precariedad en sus ya de por sí precarias vidas. Crearon el lenguaje, la escritura, la técnica, la música, la ciencia, el derecho, la filosofía, las artes, la medicina, la arquitectura, la religión. Miles de años después nominamos a ese conjunto de invenciones como cultura.

Unos y otros necesitaban la ayuda de los demás, la construcción de lo común para sobrevivir como individualidades. Así nació el ciudadano, el habitante de una estructura civilizada. Cedo aquí la palabra a Marcia Tiburi: «Cuando hablamos de lo común nos referimos a aquello que construimos entre nosotros en términos políticos y que está hecho de una aleación de singularidad y alteridad». Se trata de una experiencia circular que nos enriquece en cada nueva rotación, porque la política es la articulación de la vida en común, y la vida en común es el palpitar de las subjetividades que se despliega en la recepción política. Emilio Lledó tiene una preciosa definición de política en la que señala que se trata de «la construcción de la mismidad con los otros». La política es la forma en que nuestra subjetividad se va perfilando y singularizando gracias a la interacción con los otros. Ahora se entenderá mejor porque lo político es personal y lo personal es político.

La construcción de nuestro entramado afectivo en un marco de socialidad nos impele a compartir con el otro la autoría del ser que somos. Marcia Tiburi postula algo medular sobre ese otro con el que mantenemos perpetua interacción: «El otro nunca está dado, siempre es pensado. Siempre es, en cierto modo, construido, más aún, es materializado, performatizado». La otredad es una entidad cuya edificación en nuestro imaginario está mediatizada por la práctica discursiva, por los procesos de categorización y estereotipia, por la inercia del favoritismo endogrupal, por la fácil mecánica de azuzar sentimientos de odio al exogrupo para producir cohesión intragrupal, por releer dicotómica y maniqueamente la realidad. El otro coautor de mi mismidad lo pensamos desde todos estos posibles ángulos de reflexión.  El otro es una abstracción, y como toda relación con lo abstracto nuestra relación con él depende de nuestra capacidad cognitiva y afectiva cristalizada en prácticas lingüísticas. La preponderancia de unos afectos u otros determina nuestra manera de tratar imaginariamente a ese otro que nunca conoceremos.

La imposibilidad de encuentro con todos los que conforman el grupo de los otros facilita que sea sencillo caer en prejuicios grupales, que a su vez pueden desembocar en conductas discriminatorias y en actitudes hostiles. Resulta preciso subrayar que el planeta Tierra está habitado por ocho mil millones de personas (para 2050 se presume que la cifra ascenderá a diez mil millones), y que cualquiera de nosotros teje vínculos de cierta raigambre con un diminuto número de ellas. Nuestra relación con el resto, que es prácticamente toda la humanidad, es a través de construcciones textuales que delimitan territorios mentales e imaginativos. Nunca realizaremos inmersión afectiva con ellos, nunca llevaremos a cabo interacción alguna ni con sus identidades ni con sus obras. Nos relacionamos con la ciudadanía planetaria a través de nuestra imaginación ética, que es una imaginación mediada, y que puede estar orientada a la promoción de sentimientos de apertura o de clausura del otro. A expandir el círculo empático o a miniaturizarlo endogámicamente.

Este conjunto de discursividades que dan forma a la construcción imaginaria del otro puede ser dogmático, crédulo, fundamentalista, xenófobo, fascista, aporofóbico, misógino, homofóbico, machista, misántropo, prejuicioso, o cosificador; pero también puede formatearse en reflexivo, deliberativo, autocrítico, bondadoso, hospitalario, sinérgico, inclusivo, amable.  El lenguaje como instrumento performativo determina nuestra concepción de ese otro que nunca conoceremos aunque viva hospedado en nuestro argumentario, y condiciona por completo nuestra reflexividad y nuestras acciones políticas entendidas como forma de pensarnos en la gigantesca intersección en la que florece la vida humana. El acto del lenguaje no solo enuncia y permite pensar el mundo, también lo hace. La palabra entra en nuestras vidas y se hace existencia. Hablar, pensar y hacer son sinónimos, aunque ningún diccionario sancione esta consanguinidad semántica. He aquí la importancia de pertrecharnos de recursos críticos para deconstruir el impacto y la disputa de esa mediación en nuestro imaginario, y la exigencia democrática de deliberación bien argumentada y no emotividad incendiaria ni eslóganes hueros en la mercadoctecnia electoral. La categorización banal y osada disuelve las particularidades de la idiosincrasia individual como primer paso para la entrada de prejuicios e ideas peyorativas o fascistas que convertirán al otro en algo más próximo a un objeto que a un sujeto, el momento inequívoco en el que la dignidad entra en crisis. Como bien apunta nuestra filósofa brasileña, «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». Si negamos a la alteridad la equiparación del reconocimiento que solicitamos para nuestra subjetividad, es imposible establecer condiciones para pensar lo común.



 
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