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martes, octubre 11, 2022

La soledad, el mayor enemigo de lo humano

Obra de Ivana Besevic

El mayor enemigo del ser humano es la ausencia de otro ser humano. En las ficciones hobbesianas se alerta de que el ser humano es un lobo para el ser humano, pero no es necesariamente así. La ausencia de seres humanos despoja a cualquier ser humano de aquello que lo hace humano. ¿Y qué es lo que hace humano a un ser humano? Somos los vínculos que entretejemos mientras estamos siendo. Todos nuestros sentimientos están hechos de tejido vincular, son entramados complejos de cómo nos afecta el mundo compartido. El filósofo Santiago Alba Rico abrevia esta explicación con el lapidario y perpicaz enunciado «soy un somos». Pertenece a su potente ensayo Ser o no ser un cuerpo, y unas páginas más adelante argumenta que «las instituciones son el equivalente humano de las alas de los pájaros y los caparazones de las tortugas». Cambiemos la palabra instituciones por el sintagma los demás y la afirmación mantendrá intacto su significado. Vivir vinculados es lo que nos hace humanos, de ahí que sea fácil alegar que «sin ti no soy yo». Curiosamente padecemos la paradoja de anhelar la libertad de poder desvincularnos, cuando una desvinculación categórica nos haría perder la posibilidad de esa misma libertad. Sin vínculos no hay libertad, sin interdependencia no hay posibilidad de autonomía, la capacidad de elegir los fines con los que queremos brindar de sentido nuestra existencia. 

El antónimo del vínculo es la soledad. Mientras releo el vibrante ensayo de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, me encuentro con una definición que apuntala lo que estoy intentando desmigajar aquí: «Soledad: sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte». Esta definición me recuerda una reflexión de la escritora francesa Nancy Huston depositada en su libro La especie fabuladora: «Nadie aprende a hablar solo. El lenguaje es exactamente la presencia de los demás en nosotros». Esta idea puede servir para desgranar una nueva definición de soledad: la situación prolongada en el tiempo en que no podemos compartir las palabras que nos ayudan a dejar de ser borrosos para convertirnos en seres más nítidos. La soledad arraiga cuando queda cancelada la opción de compartir las historias empalabradas que conforman nuestra biografía y que nos permiten pasar de ser nadie a ser alguien. La soledad nos condena a ser nadie porque bajo su mandato no nos podemos compartir con alguien. He aquí por qué nos duele tanto que no nos escuchen. Cuando nos escuchan nos hacemos al relatarnos, porque el vínculo está hecho de narraciones imbricadas que nos donan identidad y conocimiento, perspectivas para calibrar con menor margen de error nuestra singular y siempre en movimiento ubicación en el mundo. Cuando dos personas se enemistan dejan de hablarse, se desvinculan, porque el vínculo está hecho de intersecciones lingüísticas que designan el mundo común, o lo construyen al declararlo. En las sociedades arcaicas expulsar a un miembro de la tribu era condenarlo a la muerte porque a partir de ese instante no dispondría de oídos que escucharan la palabra en la que habitaba.

La soledad es la desvinculación con el otro, pero a la vez es la confirmación déspota de que somos un cuerpo, porque el dolor que patrocina la soledad no electiva nos engrilleta en sus reducidos confines, nos retiene en ellos, lo que refuerza la presencia hiriente de la soledad en un círculo vicioso que en cada nueva rotación se hace más doliente. Una hermosa casualidad hace que leyendo la novela La ignorancia de Milan Kundera me encuentre con la siguiente reflexión: «La palabra soledad adquiría un sentido más abstracto y más noble: atravesar la vida sin interesar a nadie, hablar sin ser escuchada, sufrir sin inspirar compasión». El párrafo es sobrecogedor y sin proponérselo aclara la diferencia entre que una persona se sienta sola y esté sola. Apunta que la soledad más flagrante es aquella que se manifiesta cuando comprobamos que nadie se siente concernido por nuestro dolor, aunque estemos acompañados, que ese sufrimiento que pesa como el plomo (de aquí deriva la palabra pesadumbre) lo tenemos que cargar a solas, sin el concurso asistencial de ningún semejante. Cargar ese peso es no poder hablarlo, verbalizarlo con la intención de que sea recogido por unos tímpanos, porque sabemos que cuando la tristeza se comparte, la tristeza pierde irradiación y muta en menos triste. La soledad se exhibe en la insularidad de nuestros sentimientos de apertura al otro cuando no hay un otro con quien compartirlos. No existe vinculación. La soledad no es necesariamente sentir vacío, como se suele aducir, sino estar lleno y no poder vaciarse al no hallar ningún puente que nos lleve a la geografía del otro. Nuestra proclividad a formular los enunciados en sentido negativo ha popularizado que «es mejor estar solo que mal acompañado». Es una comparación gratuita y muy fácil de argüir. Volteemos este lugar común y releámoslo en positivo: «Mejor bien acompañado que solo». Cuando esto sucede, se puede experimentar algo contraintuitivo y sorprendente. Cuando se está bien acompañado, la soledad momentánea y voluntaria también es una buena compañía.

 
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martes, marzo 15, 2022

Retórica de mercado para hablar de nuestra persona

Obra de Kasiq Jungwoo

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser revaluado como una maravillosa oportunidad estimulaba un escenario idóneo para la mansedumbre, el espíritu acrítico y la sumisión. Es fácil comprobar esta deriva analizando algunos de sus postulados. Este potente nicho editorial y sus narrativas anatematizan la indignación y la tildan como la incapacidad de adaptarnos a lo que nos ocurre. Penalizan la tristeza acusándola de disfunción anímica o torpeza para resignificar los acontecimientos con positividad. Estigmatizan el sosiego vital prescribiendo que hay que salir de la zona de confort. Indican que el resultado indeseado surge por la escasez de cantidad de esfuerzo invertido, o porque no se empleó la energía necesaria para que la ley de la atracción funcionara óptimamente. Exhortan a que abracemos la llegada de cualquier crisis como una palanca de autoafirmación que no admite desánimo, etc. La autoayuda culpabiliza de toda expectativa incumplida a la falta de esfuerzo individual. Para este ejercicio necesita ignorar las circunstancias y las situaciones que determinan lo real y trazan el itinerario de muchas vidas, sobre todo de quienes poseen exiguo poder adquisitivo (que, según el despotismo meritocrático, se lo merecen por no haberse esforzado más). Todo depende en exclusividad de la persona individual, como si no hubiera contextos, estructuras, clases, medidas políticas, urdimbres económicas, escenarios de competición, desigualdades materiales, asimetría de oportunidades, estrategias institucionales en la redistribución de la riqueza, acceso desigual a privilegios, etc. La autoayuda insiste en que en vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. El problema no es la injusticia. El problema es que lo injusto les provoca indignación.

También se hace más comprensible que desde este discurso se prescriba ser empresa de nosotros mismos, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque es una mercancía más, un objeto para las dinámicas de producción y no un sujeto con dignidad. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica configura toda una constelación de emanaciones sentimentales. Se ha naturalizado hablar de la gestión del yo, la revalorización del sí mismo, la conversión de nuestra vida en marca personal, la inversión en  nuestra persona, la administración de emociones, el consumo de experiencias, la felicidad como un activo que incrementa la productividad, la vuelta al mercado (cuando  se deja de tener una pareja pero se aspira a encontrar otra), el hecho de reivindicarnos (hacer una tarea bien). Todo es pura retórica mercantil para cuestiones que no tienen nada que ver con el mercado. La homogenización del discurso gerencial es el primer paso para entender la vida como un negocio y destinarla en exclusividad a su mercantilización. Verbalizarla así inspira vivirla así.

Al igual que ocurre en el mundo de la empresa, se trata de lograr la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen las personas prójimas, despolitizar el pensamiento de la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo a la esfera de las mercancías. La autoayuda ofrece escenarios disyuntivos en vez de copulativos, competitivos en vez de cooperativos. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural. Este egocentrismo exacerbado es ideal para la devastación de lo que anhelamos como humano, porque, como escribe Ana Carrasco en Decir el mal:  «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Habría que pormenorizar que esa destrucción se hipertrofia cuando se deja de sentir al otro como un igual, una equivalencia, un ser humano que merece respeto, una entidad valiosa que ha de ser cuidada al margen de todo lo demás. Como su propio nombre indica, la autoayuda prescinde de la otredad, del vínculo relacional, de la analgesia más eficaz de todas que es la compañía cuidadosa de los demás y medidas políticas que tengan en cuenta nuestra dimensión comunitaria. Considera a las personas seres autárquicos. Toda solución recae sobre los recursos subjetivos de la persona, como si no hubiera necesidades comunes y problemas colectivos que requieren medidas políticas y ciudadanas. «Solo vinculándonos con la comunidad a la que pertenecemos podemos sentirnos fuertes; que no es posible sentir fuera, ni seguridad, ni poder si estamos solos, que la individualidad es solo una fantasía», esribe Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad. Evidentemente hay un pensamiento que ve el mundo de otro antagonista modo. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras».

 

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martes, febrero 15, 2022

Hablemos del amor

Obra de James Coates

Suelo desconfiar de la afirmación que señala que el amor tiene fecha de caducidad. Cuando en alguna conversación ha salido este tema y alguien ha defendido que el amor se destiñe apresuradamente hasta perder su color inicial, rápidamente refuto esta idea. También recelo de quienes sostienen que el amor es eterno y una vez que irrumpe ya nada puede certificar su defunción. No sé por qué, pero en el lenguaje afectivo tendemos a utilizar lugares narrativos repletos de maximalismos dicotómicos. Cada vez que un enunciado aparece encabezado por los adverbios todo o nada, siempre o nunca, siento que lo afirmado aparecerá inflamado de hipérbole y radicalización y a la vez deshabitado de las sutilezas y las puntualizaciones inherentes a los muy alambicados trasuntos humanos. El pensamiento dicotómico neglige la modulación en la que sin embargo se despliega gradacionalmente la misteriosa vida. Como ayer fue el día de San Valentín, volví a escuchar afirmaciones muy taxativas que le negaban longevidad al amor, pero también llegaron a mis oídos aseveraciones en oposición frontal a las teorías de la brevedad que convertían el amor en una experiencia blindada a la descomposición y al punto final (sobre todo si venía escoltado del epíteto «verdadero»). La polarización que preside algunas esferas de la experiencia humana también coloniza los indicadores verbales del amor.

El amor en una relación de pareja puede durar toda la vida, o no; puede ser cronológicamente efímero, o no; puede ser inmarchitable, o no; puede biodegradarse, o no; y que se incline a un lado o a otro del péndulo depende de tantas circunstancias particulares, de los hábitats biográficos y del bricolaje afectivo  y cognitivo de quienes conforman el diptongo sentimental que resulta osado expresar un juicio válidamente universal. En la interseccionalidad en la que habitan los afectos y los sentimientos hay tanta imprevisibilidad, tanta posible contradicción y tantas excepciones que escamotearlas de nuestras deliberaciones habla mal de nuestra pedagogía argumentativa y del puntillismo discursivo que requiere la exploración de la complejidad.  La unicidad incanjeable y a la vez dinámica que somos cada persona anima a ser cautos cuando en temas deliberativos sentimos la tentación de hacer ciencia. Si el amor fuera un mero objeto científico, no habría miles y miles de narraciones acerca de sus impredecibles y laberínticas trayectorias. Ortega y Gasset escribió que cada vida es un punto de vista sobre el universo. Es fácil parafrasearlo. Cada pareja es un punto de vista sobre los poliédricos imaginarios del amor. He aquí la dificultad de emitir diagnósticos.

Al celebrarse ayer el día de los enamorados aproveché para reflexionar con mis alumnas y alumnos de cómo los lenguajes afectivos en torno al amor romántico rara vez son inocuos y rara vez dejan de ser muy injustos. Como representación icónica de los maximalismos dicotómicos citados antes les pregunté qué les parecía ese lugar común en el que, para enfatizar el enlace amoroso, una de las partes de la relación declara a la otra que «sin ti no soy nada». Les pedí que hicieran el ejercicio argumentativo de releer en positivo este tópico, es decir, afirmar nuestro amor pero sin necesidad de caer en la devaluación identitaria que supone considerarnos una nada si a nuestro lado no hay alguien. Les recordé que cómo nos narramos es un mecanismo de regulación que preconiza en cada palabra cómo viviremos la situación en la que nos estamos narrando. Para mi sorpresa esta sencilla tarea discursiva les costó un esfuerzo hercúleo. Resignificarse como entidades valiosas preparadas para edificar un proyecto afectivo con otra persona les provocaba una sobrecarga creativa que los obnubilaba. Era como si el secular discurso del amor romántico les hubiera confiscado las palabras que les permitieran hablarse de un modo emancipador. Frente al «sin ti no soy nada» les propuse un marco epistémico multiplicador: «Contigo soy más». A partir de ahí diseccionamos otras posibilidades descriptivas y enumeramos otras formas más bonitas y benévolas de relatarnos. «A tu lado me multiplico».  «Juntos somos mejores». «A tu lado el alrededor me resulta un lugar más acogedor». «Puedo vivir sin ti, pero mi vida me gusta más si estás tú en ella». «Que te importe le da importancia a muchas cosas que antes no la tenían». «En común el mundo es el doble de hermoso». 

 

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martes, febrero 01, 2022

Escuchar, el verbo que nos hace humanos

Obra de Michael Carson

Aristóteles decía que los humanos somos el único animal que habla. Este rasgo distintivo no serviría para nada si no fuéramos simultáneamente el animal que escucha. Erróneamente solemos decir que a las personas nos encanta hablar, pero más bien lo que ocurre es que nos encanta que nos escuchen. Somos propensos a quejarnos de las personas que hablan en exceso, pero por más que he investigado no conozco ni una sola crítica destinada a quienes escuchan mucho. Jamás he oído a nadie lamentarse de que «esa persona me escucha tanto que me marea», «cuando coge carrerilla no para de escuchar», «escucha por los codos», «al escuchar no tiene ninguna mesura», «escucha tanto que no sé cómo decirle que deje escuchar a los demás». Cuando una persona habla mucho la intitulamos como locuaz o verborreica, pero aún no hemos inventado un adjetivo para calificar a quien escucha en cantidades mayúsculas. Quizá esta carestía de vocabulario denota que este hecho es tan inusual que ni tan siquiera hemos necesitado nominarlo. Nos contentamos con afirmar que es un buen oyente, lo que tampoco es exacto, porque no se dedica a la disposición biológica de oír, sino a la decisión volitiva de escuchar.

En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que «prefiero escuchar a hablar, porque lo que voy a decir ya me lo sé de memoria. Sin embargo, ignoro lo que me van a decir». El Dalai Lama sentencia del mismo modo: «cuando hablas, solo repites lo que ya sabes, pero cuando escuchas, quizás aprendas algo totalmente nuevo». Es cierto que la escucha permite aprendizajes novedosos, nos pone en contacto con la heterogeneidad, con la gigantesca polifonía humana, pero a pesar de saberlo hablar continúa brindándonos mucha más delectación que escuchar. De hecho, el mayor castigo que se podía infligir a alguien en las tribus arcaicas era la expulsión de la propia tribu. Si un miembro era desgajado de la pertenencia al grupo se le condenaba al más lacerante de los castigos. No es que esta persona sancionada no pudiera hablar con nadie, sino más bien se trataba de que no tuviera a nadie que le escuchara. Cualquiera puede hablar a solas, pero a solas es imposible que te escuche alguien. Es la ausencia de un oyente la característica definitoria de la soledad, y su mayor punición. El ser humano escindido de la tribu es un ser sepultado en vida, porque a partir de ese instante sufrirá la sanción de no encontrar unos tímpanos en los que sus palabras cobren sentido y tejan vínculo humano. Si nadie te escucha, entonces el que se fosiliza en nadie eres tú.

Las tecnologías de la comunicación han eclosionado de una manera fulgurante debido a este deseo consustancial al animal humano. Son tecnologías que facilitan que la palabra emitida o escrita y la palabra escuchada o leída puedan encontrarse en una intersección por muy abisal que sea la distancia física que segregue a sus agentes. A mí me gusta fijarme críticamente en lo poquísimo que hablan en las películas, parquedad que se acentúa si la comparamos con la extensión kilométrica de los parlamentos que pronunciamos en la cotidianidad. Los humanos hablamos tanto que sería imposible reproducirlo con un mínimo de exactitud en una película cuya duración se estandariza en torno a las dos horas. Nos encanta hablar, pero insisto en que esa acción deviene insuficiente si no hay alguien que nos escuche. Frente al «pienso, luego existo» de Descartes, propongo «me escuchas, luego existo». Y no existo de un modo cualquiera, existo como ser humano, es decir, con una vida compartida con otras vidas, que son las que me dan vida y permiten la ordenación de mi mundo afectivo. Gracias al material léxico y semántico que compartimos en esta doble acción conversada de hablar y escuchar hemos ido constituyendo el espacio compartido de nuestra humanidad. La mismidad en quien nos constituimos es el resultado incesante de las interacciones que entablamos con otras mismidades que denominamos otredades para distinguirlas de la nuestra. Al escucharnos nos prestan atención, y cuando nos atienden comprobamos que somos valiosas, que alguien nos concede un préstamo (eso es prestar atención) porque nos considera una persona importante para su mundo. Ser escuchado es el refugio en el que la interioridad que estamos siendo encuentra calor hogareño y sentido existencial. Que nos escuchen nos descosifica y nos hace personas. El dicho popular nos recuerda proverbialmente que las cosas hay que hablarlas. Sí, así es, pero sobre todo las cosas hay que escucharlas. Y a quien sobre todo hay que escuchar es a las personas.

 

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