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martes, abril 23, 2019

El libro como la insistente lucha contra la desmemoria


Obra de Francine Van Hove
Tal día como hoy del año pasado coincidió la celebración del Día del Libro con la presentación en Sevilla de mi último ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. La coincidencia me animó a arrinconar mi obra durante la primera parte de mi intervención para dedicársela panegíricamente al libro. Parafraseando el título de mi recién alumbrada obra señalé la figura referencial del libro como el triunfo de la inteligencia sobre la desmemoria. Incluso preparé un montaje visual para explicar lo que desde una mirada civilizatoria ha supuesto esta secular victoria frente al dinamismo huidizo y fugaz de las cosas. Unos meses antes había sido bendecido por el privilegio de que me enseñaran privadamente la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, la biblioteca universitaria más antigua de Europa fundada en 1254. Todavía estaba conmovido por los manuscritos y los incunables que mi anfitriona me había mostrado con prolijidad y didactismo. Cualquiera de aquellos ejemplares (alguno único en el mundo) era el paradigma del denuedo imaginativo urdido por nuestros antepasados para que el conocimiento soslayara su evaporación biológica y pudiera ser legado. Era fácil entender en aquella mayestática sala que el libro se erguía como analgesia contra el olvido, como depositario de un saber que hasta su irrupción se transmitía desde la deshilachada oralidad y su inquietante vigencia efímera. Como lector que todas las mañanas habita en las páginas de un libro, prometo que en esos instantes me sentí deudor de todos los amanuenses y sus encorvadas figuras apoyadas en incómodas y arcaicas mesas de madera para manuscribir originales. Simultáneamente sentí pena y rubor por los que se vanaglorian de no leer. 

Uno de los deseos más arraigados en el ser humano es el de encontrar receptáculos en los que refugiar su memoria. La historia de la humanidad es la liza permanente de qué hacer para proteger lo aprendido, qué inventar para guarecer la experiencia biográfica del advenimiento de una muerte que cuando irrumpe hace desaparecer toda la memoria episódica y semántica en la que se condensa una existencia. De ese deseo insujetable y de la multiplicidad de ocurrencias para satisfacerlo nació el libro. La travesía de ese almacenaje variopinto parte desde algo tan poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval (todavía recuerdo el estupor que me supuso escuchar en una clase de Filosofía Antigua y Medieval la escandalosa cifra de corderos degollados para manuscribir la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino), al libro códice, al ingenioso papel chino, a la disruptiva imprenta inventada por Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a las múltiples permutaciones de soportes que facilita la digitalización y su universo de pantallas. Con prosa vibrante y emotiva, el historiador de medios de comunicación Roman Gubern lo relata en un ensayo de título inequívoco, Metamorfosis de la lectura. Es un libro tan hermoso y tan elocuente que desde su publicación hace casi una década lo he regalado unas cuantas veces a personas con las que coincido en que leer absorta e ilustradamente es el mayor acto de pronunciamiento disidente puesto a nuestro alcance en un mundo que privilegia prácticas que señalan justo la dirección opuesta.

En los libros descansa aquello que las mentes más preclaras han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar empalabradamente el desorden en el que se incuban los hallazgos creativos. Este legado se llama cultura, el préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero en sus elucidaciones. Los que dedican un tiempo diario a adentrarse en las páginas de los libros hacen reflexiva la experiencia de vivir al convertir la lectura en espacio de interacción, interpelación y performatividad, y la hacen así porque dotan al cerebro de lenguaje, el nutriente natural con el que se vertebra y dinamiza la estructura lingüística de la cognición. Pero no se trata de un lenguaje cualquiera, sino del lenguaje del que ha estado corrigiendo una y otra vez su escritura hasta encontrar la palabra nítida y exacta que permita que la idea se presente del modo más inteligible y bello posible para ser compartida. Quizá ahora se entienda porque hoy es un día que todos deberíamos celebrar con entusiasmo desde nuestra posición de afortunados prestatarios. Basta con abrir un libro o encender un dispositivo electrónico para sentir la inconmensurable suerte que tenemos de poder aprovecharnos de la encarnizada batalla librada durante siglos para que la inteligencia triunfara sobre la desmemoria. Feliz Día del Libro 2019 a todas y todos.



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sábado, abril 22, 2017

Feliz Día del Libro a los que no conciben vivir sin leer



Obra de Nigel Cox
Hoy es la víspera del Día del Libro. Me encanta esta fecha porque mi relación con los libros es justificadamente apasionada. Yo siempre reivindico mi condición de lector muy por encima de la de autor. No todos los días me dedico a plagar de líneas la brillante pantalla del ordenador, pero sin embargo sentiría una ligera orfandad si un día no leo. No concibo un día en el que las inaugurales horas del día no las dedique a mantener una charla privada con aquellos que en un acto de generosidad han decidido compartir con todos nosotros sus mejores ideas, empaquetarlas en un lenguaje aseado y a veces embellecido, estructurarlas de una manera inteligible, y donarlas para que ahora cualquiera de nosotros pueda aprovecharlas en beneficio propio. A pesar de la habituación, a mí me emociona poder hablar cualquier mañana con las mentes más preclaras de su tiempo, tener la oportunidad de saber qué piensa alguien que ha pensado mucho y bien y lo comparte conmigo por escrito. Esta oportunidad nunca suficientemente laureada nos la permite la existencia de ese soporte del conocimiento llamado Libro.

Recuerdo que en el ensayo Para qué sirve la literatura, su autor Antoine Compagnor daba con la clave: «La literatura ayuda a encontrar las proporciones de la vida». Y unos renglones después añadía: «La literatura preserva y transmite la experiencia de los otros». La lectura absorta además permite la desconexión, la imprescindible ruptura momentánea de conectividad con el exterior para poder hacer labores de minería interior. La prescripción del oráculo de Delfos se logra de manera inmediata con una buena lectura. Leer no es leer lo que aparece en las páginas del libro que uno lee, es leerte a ti a través de lo que el autor ha escrito en su libro. Más todavía. Leer es un acto de disidencia, es pura insumisión a un mundo que pugna por atrapar nuestra atención para dispersarla todavía más. Parecerá una hipérbole, pero cuando veo a alguien leyendo embelesada e inmóvilmente veo en esa persona a alguien que le está sacando la lengua a un mundo que solicita exclusividad para la utilidad contable y los aspectos mercantiles. Es una estampa excitante e insurrecta, una esperanzadora prueba de que no todo está perdido. No puedo por menos de recomendar encarecidamente aquí y en vísperas de un día como el que yo ya estoy celebrando la lectura del ensayo Metamorfosis de la lectura del historiador de medios de comunicación Roman Gubern. Pocas veces he sentido tan epidérmicamente el esfuerzo de la humanidad por encontrar contenedores duraderos en los que depositar el conocimiento. Nuestros antepasados se desvivieron por encontrar fórmulas y envases para evitar la temible desmemoria. Fue así como a través de mutaciones increíblemente creativas surgió el libro, un  pequeño recipiente al que recurrir para combatir la ignorancia aprovisionándonos de lo legado por los que nos precedieron. Quizá ahora se entienda porque es un día tan maravilloso que todos deberíamos celebrar desde nuestro rango de afortunados prestatarios.

Pero a mí me gusta dar un paso más al frente. Leer no es solo disfrutar, como pregonan los divulgadores de la relevancia de la lectura olvidándose de que son muchos los que no disfrutan leyendo, ni un acto de disidencia, ni de instrospección. Es mucho más que eso. Leer es la actividad con la que mejor se alimenta nuestro cerebro. Las palabras son su nutriente natural. Nuestra relación tanto con nosotros mismos como con los demás es una relación lingüística. La palabra configura la textura humana. Nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias es una condición que se sostiene en una estructura empalabrada. Somos seres narrativos. Somos las palabras con las que nos historiamos y con las que intentamos que la aparente fragmentación en la que entrechocan los acontecimientos se convierta en narración sinóptica para intentar aproximarnos a comprender qué nos ocurre. Nos volvemos nítidos cuando un texto nos descubre aquellas palabras que al ignorarlas nos hacían borrosos, cuando nos invita a pensar en puntos ciegos de nuestra conducta que solo una mirada ajena nos puede aclarar. Vivimos en el relato con el que nos autobiografiamos sin necesidad ni de manuscribir en un papel ni de encender ningún dispositivo electrónico en el que teclear. Nuestra imaginación ética dota de sentido ese relato para construir el eje axiológico en el que orbita nuestra vida. Por enésima vez citaré que el alma de cada uno de nosotros no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada segundo lo que hacemos a cada instante. En un mundo que reivindica insistentemente que hay que cuidar la imagen, yo siempre matizo que es mucho más necesario cuidar las palabras. Las que decimos, las que nos decimos y las que nos dicen. La lectura es el mejor aliado para cumplir bien esta tarea. Benditos libros.



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sábado, abril 23, 2016

Leer es dejar de ser borroso (Feliz Día del Libro)


No creo aportar originalidad alguna si afirmo que la lectura está muy mal promocionada. No sé si esta laxitud se debe a que la lectura todavía posee valor estatuario y esta cotización implícita provoca desidia divulgativa. Cada vez que veo algún cartel del Día del Libro y mis ojos sufren sus eslóganes asiento con la cabeza y reitero mi pequeña acusación. La mayoría de los relatos publicitarios que tratan de incitar a la lectura podrían servir para anunciar cualquier entretenimiento banal. Bastaría con cambiar el verbo leer por otro y el estandarizado eslogan mantendría intacto su sentido. El gran error de todos los que promulgan las bondades del libro y la lectura es haberlos supeditado casi en exclusiva al placer o al recreo. Claro que la lectura permite la amenidad, pero también otros logros muchísimo más interesantes y muchísimo más relevantes para la vida de cualquiera de nosotros. Por eso me resulta una visión muy reduccionista emparejarlo con la órbita ludista y olvidarnos de otras recompensas mucho más impactantes. Se invita a leer apelando a cuestiones que yo al menos considero secundarias: leer te facilita viajar sin mover los pies, puedes prácticar idiomas, puedes convertirte momentáneamente en un héroe  o en un villano, puedes suplantar otras vidas, te estimula la capacidad ensoñadora, puedes experimentar empáticamente un surtido de emociones acaso vetadas a tu biografía, pasarás un buen rato, es placentero, entretiene, divierte, distrae, ilustra, aprendes. Resumiendo. Te ofrece lo mismo que un videojuego, una película, una conversación, un paseo, o rellenar un crucigrama. Un eslogan muy utilizado hace unos años recordaba que «leer es un placer». Yo siempre lo refutaba aduciendo que para algunos sí lo será, pero para otros leer puede ser una actividad horripilantemente tediosa. A mí con algunos libros y algunos textos me ocurre. 

Lo he dicho alguna vez en este espacio, pero me sigue maravillando el hecho de que alguien en algún sitio decida ordenar sus ideas, las escriba, las acicale y luego las ponga a disposición de los demás empaquetándolas cuidadosamente en las páginas de un libro. Aunque existe un sinfín de definiciones sobre la experiencia de la lectura, leer no es otra cosa que mantener una charla privada con personas que han tenido la delicadeza de compartir contigo sus mejores ocurrencias. Cualquiera de nosotros abriga la posibilidad de sostener entre sus manos un libro de la mente más preclara de una época y poder hablar tranquilamente con ella, de tú a tú, sin intermediarios, sólo los dos en un lapso concreto y pausado. Lograr algo así es el resultado de una larga e ingeniosa evolución en la que la inteligencia se estrujó a sí misma hasta dar con un recipiente en el que el ser humano pudiera preservar y legar su conocimiento, un forcejeo brutal para impedir la invasión de la desmemoria (el año pasado, tal día como hoy, relaté qué fue sucediendo para pasar de la escritura cuneiforme plasmada en tablas de arcilla al libro electrónico -ver-). Que todos tengamos ahora a nuestra disposición las ideas más luminosas de la historia de la humanidad y podamos granjear amistad con sus autores es un regalo que no se puede mensurar, pero la habituación ha invisibilizado algo tan maravilloso, o lo ha devaluado, o directamente lo ha desdeñado con desafortunadas frases lapidarias. Hay gente que desatiende la lectura argumentando que «leer no me aporta nada» (en algunos casos es así, porque uno no lee lo que está en los libros, sino que se lee a sí mismo a través del libro), que «la sabiduría no está en los libros, sino en la vida» (quien ningunea los libros no puede sentir mucha delectación por el saber), o que «aprendo más con una buena conversación» (como si departir con alguien rivalizara con los libros e impidiera luego sumergirse en la lectura, que además es una conversación profunda, como escribí antes). Son comentarios que no hablan mal de la experiencia de leer, sino de la persona que se justifica de por qué no lee.

Al margen de todo esto, hay todavía otro aspecto más laudatorio de la lectura, su punto neurálgico, y que curiosamente rara vez se resalta en un día como hoy. Como nuestro cerebro opera con códigos lingüísticos, leer es nutrir de palabras el cerebro, alimentarlo con su nutriente natural para que funcione de un modo óptimo. Somos lo que sabemos decir, y lo que no sabemos decir no existe para nosotros, no al menos de un modo inteligible. Desde luego yo sólo sé orquestadamente lo que pienso cuando leo lo que he escrito, o cuando leo lo que han escrito otros. El libro como un lugar atestado de palabras articuladas a través de la sintaxis y de relatos sobre nuestra condición humana ayuda a que el mundo que tenemos delante de nuestros ojos pierda su condición nebulosa y adquiera un contorno. Leer abrillanta la realidad. Leer da nitidez al ser que somos al ayudarnos a expresarnos y entendernos mejor. La lectura se alista a nuestro lado para que seamos menos borrosos. Feliz Día del Libro 2016 a todos y todas.



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lunes, julio 13, 2015

¿Para qué sirve la literatura?



Recuerdo que en una entrevista relacionada con el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, me preguntaron qué cambiaría del actual sistema educativo. Tragué saliva y respondí con temeraria honestidad: «no lo sé, no soy la persona adecuada para responder a algo así». De repente, la entrevistadora me regaló un silencio áspero e incómodo, como reprochándome una contestación tan prosaica en alguien que llevaba varios años reflexionando sobre temas educativos, así que agregué con la misma temeridad que en mi anterior respuesta: «Creo que existe una tecnificación excesiva. Aprendemos medios y técnicas, pero nos olvidamos de los fines, de preguntarnos para qué hacemos lo que hacemos. Y no me refiero sólo al sistema educativo». La entrevista continuó y la rematé con un final atrevido, máxime después de sincerarme afirmando que no tenía ni idea de la mayoría de las cosas que me preguntaban: «Debemos exigirnos a aprender a tratar a los demás con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros». Al salir del estudio me acordé de la definición de consideración del sociólogo Erving Goffman: «la consideración es tratar al otro con el respeto y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma». 

Leyendo este fin de semana ¿Para qué sirve la literatura? del catedrático de literatura francesa Antoine Compagnon (Acantilado, 2008), advierto que sus respuestas están decididamente encaminadas a lograr este propósito tan noble. La pertinencia de la literatura en nuestras vidas estriba en que la lectura de relatos de vidas ajenas favorece ir al encuentro del otro, dirige las emociones y la empatía, «recorre regiones de la experiencia que los otros discursos desdeñan, pero que la ficción reconoce en los menores detalles». En la república de las letras se explican la conducta y las motivaciones humanas, se transmite casi epidérmicamente la experiencia de los otros, se favorece la comprensión y se esclarece la vida, pero también se permite la inclusión de la duda y la interrogación, el cuestionamiento de lo establecido y lo convencional. «La literatura nos enseña las complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales los discursos del conocimiento se pierden». En las ficciones uno no lee la vida de los demás, se lee así mismo a través de esas vidas, y leerse de ese modo es comprender, contrastar, discernir, escoger, vivenciar, aprender, dudar, advertir la diversidad y la pluralidad de cosmovisiones, aceptar la complejidad, asumir que la indeterminación y la aleatoriedad se erigen en coautores legítimos de la biografía de cualquiera de nosotros.

La literatura y cualquier forma narrativa en la que aparece el otro nos instan a empatizar con él, sentir que estamos ante un congénere, ante alguien que perfectamente podríamos ser nosotros. Se propala con abusiva retórica mercantilista que la literatura (y por extensión las Humanidades –arte, cine, teatro, música-) es una inversión carente de réditos, que posee valor de uso (placer lúdico, entretenimiento, ocio, pasatiempo), pero adolece de falta de valor de cambio. Dicho de un modo franco: no sirve para nada más allá de pasar un buen rato, si es que te gusta leer. La literatura no instruye para el mercado, no te acopia de técnicas y destrezas para desempeñar un oficio, no amplifica la empleabilidad, no estimula la obtención de renta (en muy feliz definición de la filósofa Martha Nussbaum acuñada en su ensayo Sin fines de lucro). Todo esto es cierto. Pero las Humanidades en general y la literatura en particular te ayudan a preguntarte para qué, que es con diferencia la pregunta más importante que puede hacerse cualquiera de nosotros en cualquier sitio y en cualquier momento. Si abdicamos de hacernos esta pregunta de vez en cuando, no tengo la menor duda de que en la urdimbre social se entronizará todo lo que nos deshumaniza. Me refiero a más todavía.



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jueves, abril 23, 2015

El libro contra la desmemoria


Uno de los deseos más arraigados en el ser humano es el de encontrar soportes duraderos en los que depositar su memoria. La historia de la humanidad es la liza permanente de qué hacer para guarecerse del olvido, qué inventar para evitar que la experiencia adquirida se diluya con el advenimiento de la muerte. De ese deseo y sus múltiples ocurrencias para satisfacerlo nació el libro. Nuestra cultura es acumulativa y la humanidad ha agotado mucho tiempo en concebir artificios que inmunizaran la información y el conocimiento contra la desmemoria. La travesía de ese almacenaje parte desde algo tan poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval, al libro códice, al alucinante papel chino, a la increíble imprenta de Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a las nuevas y múltiples metamorfosis de soportes que propone la mutación digital. En los libros descansa aquello que las mentes más preclaras de la humanidad han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar el desorden en el que se incuban los hallazgos creativos, encontrar la palabra nítida y exacta, corregir una y otra vez hasta hacer que la idea se presente del modo más inteligible posible para ser compartida. Este legado se llama cultura, el préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero ni en sus elucubraciones ni en la elección de recursos. Basta con abrir un libro o encender un dispositivo electrónico para sentir la infinita suerte que tenemos de poder aprovecharnos del triunfo de la memoria frente al olvido. Feliz Día del Libro a todos.



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