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martes, abril 27, 2021

Las ideas se piensan, las creencias se habitan

Obra de Nicolás Odinet

Hace unos meses escribí un artículo de título inequívoco para un libro coral: «Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos». Trataba de jugar con sendas palabras porque en muchas ocasiones las utilizamos como sinónimas cuando claramente no lo son. Debatir proviene del prefijo de (que indica de arriba abajo) y battuere, golpear, y dialogar tiene su genética léxica en dia (circular) y logo (palabra). Cuando debatimos golpeamos con nuestros argumentos los argumentos del otro, y para que el golpe sea seco y duro es primordial extremar las posiciones hasta alcanzar la polarización. Polarizar una situación en cualquier campo de la actividad humana estriba en convertir en polos opuestos a los interlocutores. Los argumentos de una de las partes se juzgan como categóricamente veraces, lo que convierte en falsos o erróneos los esgrimidos por la otra, o al contrario. Este dinamismo es ideal para activar la irascibilidad y por lo tanto para montar shows y espectáculos, pero es una estratagema que elimina cualquier posibilidad de alcanzar una convivencia sosegada y sensata. En marcos evaluativos polarizados es imposible hallar zonas de intersección canalizadas por los sentimientos de apertura al otro. Debatir es golpear con argumentos, y nadie que se sienta golpeado con saña quiere saber nada de quien lo golpea. Sin embargo, cuando dialogamos los argumentos de una de las partes polinizan con los argumentos de los de la otra con el propósito de procrear argumentos destinados a mejorar la organización de nuestro destino compartido. Con los debates se consiguen fans, con el diálogo ciudadanos críticos. 

En la política folclórica esta separación epistémica se percibe con dolorosa transparencia. Más todavía. En los debates contemporáneos ya ni tan siquiera es preciso debatir porque los argumentos no son elementos especialmente necesarios. Frente al uso de argumentos (un razonamiento con el que se defiende o refuta una idea o una posición, y que hace compañía a otros razonamientos ulteriores para explicar por qué), ahora se profieren eslóganes para confirmar las creencias y las pertenencias ideológicas de quienes los vean y escuchen. En los debates se apela endémicamente al orbe emocional, a despertar respuestas de reactividad y sentimientos muy primarios y muy enraizados en el entramado afectivo. Ortega y Gasset escribió que en las ideas se piensa, pero en las creencias se habita. Las creencias no se piensan porque su parasitaria condición consustancial al ser que somos las inmuniza al ejercicio racional. Cualquier idea se convierte en creencia cuando no pasa por el tamiz de la evaluación crítica, lo que no la exime de ser utilizada. Esta impermeabilidad al escrutinio discursivo se exacerba con el tiempo porque es inhabitual que alguien se acepte como habitante de una creencia. A veces sí admitimos nuestro alojamiento en la creencia, pero en ese instante de autoconciencia ocurre algo tan involuntario como peligrosísimo.  La creencia activa en nosotros el sesgo de confirmación, y a partir de ese momento la información que recolectamos alberga la finalidad de dar estabilidad a la creencia que habitamos. Solo percibimos aquello que valida nuestras creencias y por supuesto somos incapaces de observar o consideramos falsa toda información que las desdiga o las relegue a la nada. Bienvenidas y bienvenidos al reino de los prejuicios, los estereotipos, el dogmatismo, la desecación discursiva, la cultura política de la posverdad.

Posverdad fue elegida la palabra del año en 2016 por el diccionario Oxford. Si las palabras son la sedimentación lingüística de la experiencia, la posverdad como invención léxica nos arroja a un escenario descorazonador y antiilustrado. Algunos autores minimizan su impacto equiparando el régimen de posverdad a mera propaganda o manipulación, pero el mecanismo de la posverdad es mucho más perverso. Significa la incapacidad de modificar una creencia y sus sentimientos adjuntos a pesar de que el hecho que los originó se corrobore falso. Se trata por tanto de una narración en la que la opinión y la creencia se sobreponen a los hechos. Lo que uno cree y lo que uno opina adquieren carácter de verdad y se inscriben como criterio legítimo. Da igual que el hecho esté empíricamente contrastado, que se demuestre su falsedad. La creencia posee mayor tracción que la realidad y está muy por encima del papel secundario que le atribuimos al suceso. Si Kant nos exhortaba al hermoso «atrévete a hacer uso de tu propia inteligencia», la posverdad nos invita a que nos encastillemos numantinamente en nuestra creencia y cerremos el paso a cualquier dato que la pueda poner en entredicho. Cualquier día escucharemos afirmaciones tan estrambóticas y tergiversadas como «es mi opinión y tengo derecho a que se respete al margen de cualquier dato», «mi opinión es mía y solo mía y no pienso cambiarla por mucho que los hechos demuestren que estoy equivocado», «me parece irrespetuoso que la realidad me cuestione el derecho a tener la opinión que tengo». Es sencillo diagnosticar que ese infausto día estaremos contemplando la esclerosis del pensamiento. La antesala del deceso de la palabra compartida como evento transformador y meliorativo.

 

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martes, marzo 02, 2021

Consumismo espiritual

Obra de Milt Kobayasi

Los macrorrelatos legisladores han procurado secularmente gigantescos esquemas narrativos para vertebrar la vida y los deseos. De este modo se confería ordenación y semántica al acontecimiento misterioso de existir. Gracias a esta subordinación se incubaban de una manera gregaria hábitos incuestionados de sentir, pensar y actuar. Bastaba con alinearse al lado de sus prescripciones para admitir como sensato y logrado lo que se hacía con la existencia. La eliminación de estos marcos referenciales ha desorientado al sujeto contemporáneo arrojándolo a la absurdidad, o a la ardua tarea de brindarle un sentido a su vida. Las narraciones de genealogía mítica, religiosa o de destino de clase, han sido arrumbadas por el universo tecnocientífico y ahora tan solo nos queda la redacción de relatos de cariz individual para resituar el valor de nuestra agenda. El martes pasado escribí en este mismo espacio que algunos autores defienden que esta tarea es monopolio de una inteligencia que conceptúan espiritual. Creo que es suficiente con denominar a este proceso como discernimiento y valoración. Al margen de cómo lo llamemos, el pensar, a diferencia del conocimiento, siempre nos pone en conversación con el sentido.

Mueren unos relatos, pero nacen otros. El neoliberalismo sentimental ha rellenado el hueco producido por la muerte o el desfallecimiento de los macrorrelatos. Lo reduce todo a un yo autárquico desposeído de tejido comunitario («la sociedad no existe, existe el sujeto y la familia» proclamaba Margaret Thatcher). En las páginas de La razón también tiene sentimientos escribí que «la desmitificación del mundo ha santificado la voluntad en abstracto. Se seculariza la vida como evento biológico, se sacraliza como experiencia privada». Si la voluntad personal y la moral meritocrática («querer es poder», «con esfuerzo todo se consigue», «tienes lo que te mereces», «eres el dueño de tus sueños») ocupan el lugar de los macrorrelatos periclitados, se entenderá por qué la construcción de sentido pasa por una autorrealización personal engranada con la dimensión laboral y económica. El itinerario vital de un ser humano se piramiza en su ubicación productora y en el valor de mercado que poseen sus habilidades. Al entronizar la voluntad como omnímoda capacidad autodeterminadora, el sujeto asume una responsabilidad faraónica, porque en las evaluaciones sobre su instalación y valor en el mundo las condiciones políticas, económicas y estructurales son directamente negligidas. Solo importa el resultado, no el medioambiente contextual tan determinante en el resultado. 

La economía consumista y la mercadización totalitaria (feliz expresión que Giorgo Ruffolo utiliza en El capitalismo tiene los siglos contados) han convertido la antropológica necesidad de crear sentido en un nicho de mercado. Existe una eclosión de consumismo espiritual originado por la disolución de vínculos afectivos, relatos y comunidad. Este paisaje induce a que muchas personas deleguen en terceros la tarea de dar sentido al acontecimiento de existir. Suele ocurrir que ante el advenimiento de precariedad laboral, devaluación de ingresos económicos, incertidumbre vital y soledad afectiva, advertimos no la desaparición de los fines y el sentido, sino que su construcción era tan pusilánime y errática que cualquier contratiempo los pone en crisis o directamente se los lleva por delante. Es el ecosistema idóneo para que se asiente un pensamiento enclenque que receta simplicidades a cuestiones complejas, vacuidad deliberativa que no requiere la sedimentación cognoscitiva y afectiva del día a día que lo convierta en memoria y aprendizaje. 

Al cerebro le extenúa pensar, pero anhela la tranquilidad, así que la frugalidad discursiva de la literatura de autoayuda se encuentra con todas las puertas abiertas en el mundo líquido (Bauman), la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), el yo saturado (Kenneth J. Gergen), la sociedad del riesgo (Ullrich Beck), o en una época en la que estamos deseosos de desaparecer de sí (Andre Le Breton).  La serie Wild Wild Country, que recoge la vida de Osho y la idolatría de sus prosélitos, lo refleja de un modo muy elocuente. Urge pensar sobre el sentido, pero también utilizar el enorme acervo acumulado en la biografía de la humanidad. Los vínculos afectivos han servido como analgesia contra el sufrimiento en cualquiera de sus manifestaciones, pero esos vínculos necesitan tiempos, espacios y lenguajes para tejerse, imbricarse, formar potentes ecosistemas lingüísticos que constituyan pensamiento y afecto. Estas tareas necesitan el concurso del largo plazo. Y nos interpelan políticamente a todas y todos. 


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martes, mayo 26, 2020

Los afectos son la manera de ubicar lo que nos afecta


Petra Kaindel
Ayer mantuve una entretenida conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de nuestro trato con el mundo. 

La afectabilidad faculta que el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que nos hacen sentir vivos.

Un afecto puede impugnar o recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo. 
  


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