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martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



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jueves, febrero 25, 2016

Los tentáculos del poder




Frontera, de Juan Genovés
Siempre que sale a colación el apasionante tema del poder me acuerdo de las palabras que Cervantes colocó en los labios de Sancho Panza. Nuestro campechano personaje estaba cuidando un rebaño de ovejas y de repente sintió una cosquilleante emoción que puede ayudarnos a explicar la deriva del mundo: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». La anatomía del poder es laberíntica y tentacular, pero sus propósitos son muy lineales. Consisten en lograr que alguien  pase de un punto A a un punto B. No hay más. Podemos por tanto definir poder como la capacidad de influir en el otro con el que interactúo, que su voluntad se oriente hacia la dirección que yo apunto. El tránsito de ese punto A al punto B trae implícitas muchas variantes. Puede ocurrir que alguien haga lo que nosotros queremos que haga, pero que esa movilización simultáneamente forme parte de su deseo. Entonces hablamos de influencia, capacidad de persuasión, magnetismo argumentativo. Si alguien hace lo que nosotros queremos que haga, pero contraviniendo su voluntad, entonces hablamos de dominación o imposición.

Hay muchos tipos de poder. En el ensayo Filosofía de la negociación yo cité unos cuantos. Podemos utilizar el poder argumentativo (acumular razones para que alguien se aliste a nuestras ideas), persuasivo (capacidad para operar en el mundo emocional de nuestro interlocutor), físico (utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla), coercitivo (doblegar la voluntad de un tercero por el miedo a recibir un daño), afectivo (lograr concesiones para no lesionar la relación), carismático (el influjo de una personalidad con aura), normativo (el respeto a la ley o el temor a la coactividad en caso de conculcarla), el poder de información (a menor tasa de incertidumbre más posibilidades de manejar mejor el entorno, las situaciones y las personas), poder experto (la especialización en un campo disciplinar), poder económico (quien suministra la financiación se arroga la capacidad de tomar unilateralmente decisiones grupales). A pesar de esta heterogénea pluralidad de poderes, la intención de utilizar el poder señala tan solo tres direcciones. El poder como influencia, como dominación y como empoderamiento. Veamos. Hablamos de influencia cuando intentamos que sea el otro el que se persuada de que le conviene la dirección que le marcamos. La publicidad, la política, las interacciones, se dedican a la incansable producción de influencia. Utilizan los soportes de las leyes de la persuasión y los numerosos mecanismos de la argumentación. Aquí también podemos ubicar la manipulación, que ocurre cuando tratamos de influir en el otro opacando la intención última que nos mueve a ello, puesto que intuimos que desvelarla impediría que el otro se sume a nuestra propuesta. Nos encanta influir en los demás. Dos de los deseos más arraigados en nosotros son la búsqueda de cariño y reconocimiento, que cursan con nuestra necesidad congénita de vinculación social. El reconocimiento emerge cuando hacemos algo valioso para la comunidad  y es aplaudido por alguno de sus miembros. Ese aplauso delata nuestra influencia, y nos reconforta  y nos procura una grata satisfacción que sea así.

Cuando se desea obtener una obediencia no argumentada hablamos de dominación, o de imposición. Max Weber definía la dominación como la probabilidad de que una orden con un contenido específico fuera obedecida por un grupo de personas. En el poder financiero se ve muy claramente. Si el proveedor monetario abastece de dinero a un estado, se erige simultáneamente en el diseñador de sus políticas y en el centinela de su cumplimiento. La dominación puede seducir a quien la utiliza frecuentemente. Su capacidad de hipnotización puede arrastrar a su usuario a esgrimir el poder por el poder, lograr la subordinación del otro al margen de lo que se haga con ella. El poder se emancipa de su condición instrumental y se alza como un fin en sí mismo. Entramos en el territorio de la erótica del poder, el lugar habitado por los tiranos, los déspotas, los dictadores, los elegidos, los vanidosos, los arrogantes, los sátrapas, los autoritarios, los mediocres que compensan su falta de autoridad con el abuso de poder. Como el poder se tiene y se acata, pero la autoridad te la conceden y se respeta, históricamente este poder encaminado a la dominación ha sentido el impulso biológico de investirse de autoridad. La autoridad es poder legítimo, y lo detenta aquel con capacidad para administrar un sistema de premios y castigos.

Y nos queda la tercera y última dirección. Cuando la influencia se utiliza con el afán de ayudar a que un tercero convierta sus potencialidades en realidades hablamos de empoderamiento. La educación es un mecanismo que persigue que la persona se pertreche de recursos para alcanzar su autonomía, que es el antónimo de la obediencia ciega. Se trata de erradicar la ovejización del otro, la sumisión a la que aboca la ignorancia, ayudarlo para que finalmente tenga la valentía de servirse de su propia inteligencia y abandonar la minoría de edad (feliz definición de Kant para explicar qué era la Ilustración). Esta tercera dirección también guarda riesgos. A veces la educación se contamina de adiestramiento o adoctrinamiento que busca influir, modelar o subyugar; a veces el conocimiento se eleva a conocimiento experto a través de la legitimidad de instituciones financiadas por quienes buscan la dominación; a veces el empoderamiento del otro es la excusa para perpetuar los valores dominantes que no son sino prerrogativas de quien ejerce la autoridad. Las tres grandes intenciones del poder tienden a mantener relaciones promiscuas, y estos cruces lo enredan todo sobremanera. De ahí la dificultad de detectar la genuina dirección del poder en nuestras interacciones, de averiguar con exactitud qué quieren hacer con nuestra voluntad, o qué desea realmente hacer nuestra voluntad con la voluntad de otros. Recuerdo una anécdota que le ocurrió a Marco Aurelio. Cito de memoria y creo que la leí en sus célebres Meditaciones. Al ser elegido emperador romano, en vez de mostrar  la alegría que suponía ser el dueño del mundo, su rostro delataba pena. Su madre le preguntó qué le ocurría, por qué ese semblante afligido en el momento en que cualquiera estaría abrumado de felicidad. Marco Aurelio le contestó: «¿No te das cuentas lo triste que es tener que mandar a alguien?».



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jueves, enero 08, 2015

La mirada fanática



Obra de Juldmar Vicente
Ser tolerante no es sólo aceptar serenamente que los demás no piensen igual que tú, sino sobre todo admitir que tu opinión puede ser refutada por ellos del mismo modo que tú puedes poner en crisis la suya. Es una visión de la tolerancia que muta la orientación del foco, que siempre se ancla en la aceptación del pensamiento ajeno, y muy rara vez en la objeción que puedan hacer los demás del propio. Una de las funciones básicas de la educación y, al cabo, de la cultura, es promocionar que los actores participantes en una conversación o en la construcción de un relato social acepten pacíficamente que en temas deliberativos todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento. En un debate o en una puja de ideas el argumento mejor confeccionado y mejor investido de autoridad será el que resplandezca y opaque a los demás, lo que no significa ni mucho menos que nuestro interlocutor se adhiera a él. Lo he escrito otras veces. La violencia es todo acto destinado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo. Cuando el diálogo no interviene en la modificación de la voluntad de las alteridades irrumpe la fuerza, la producción de miedo encaminada a generar cobardía y por tanto sumisión (el miedo es una emoción, pero la cobardía es un comportamiento), la amenaza explícita o velada, la generación de autocensura.  Si fuera más puntilloso, tendría que escribir que en realidad con el empleo de la fuerza o su amenaza no se muta la voluntad del sujeto, que es privativa de toda la arquitectura de la convicción, sino que más bien se pliega su conducta. 

El fanatismo de cualquier índole, pero especialmente el religioso puesto que se apropia de la soberanía de entidades sobrenaturales dotadas de infalibilidad, es la creencia enfatizada de que mis argumentos son la verdad y por extensión la creencia anexionada de que aquellos que difieren son falsos y merecedores de aniquilación. En la claustrofóbica reclusión de la mirada fanática nada se discute, existe la obediencia ciega, la aceptación sin tacha, la decrepitud hasta el óbito de la inteligencia como herramienta para dudar, el blindaje del dogma, el cortejo fúnebre de las ideas, el prejuicio que sólo percibe aquello que lo engorda obesamente y lo corrobora con complacencia en un bucle inacabable. El fanatismo exacerbado incuba odio al otro, la acumulación de odio degenera en ira, y la ira fanática no sólo es la acción virulenta y sin estilismos en la que se trata de infligir daño a los díscolos de pensamiento, sino que brinca temiblemente la supresión del tabú de matar. Todo esto viene a colación por los atentados yihadistas de ayer en París contra las personas que formaban parte del semanario Cherlie Hebdo. Dicen que la  matanza se debe a haber publicado viñetas de Mahoma, pero es una lectura peligrosa que razona el asesinato. No sólo fue un ataque contra la libertad de prensa. Fue un tiroteo contra los que piensan de un modo divergente y se atreven a explicar por qué. Freud lo resumió muy bien. La civilización se inauguró el día en que un congénere insultó a otro en vez de atacarle con un sílex. La regresión a la selva se desprecinta cada vez que alguien ataca a un semejante con cualquier cosa que no sea un argumento.



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miércoles, octubre 08, 2014

¿Lápiz o pistola?


Leo en la prensa una frase preciosa: «Un lápiz es más poderoso que una pistola». La pronuncia en el silencio solidificado de la tinta Malala, la niña paquistaní herida de muerte por querer seguir yendo a la escuela. Los talibanes intentaron enterrarle una bala en la cabeza como castigo a su desobediencia. La niña tuvo mucha suerte. La bala entró por debajo de su ojo izquierdo, horadó la carne y huyó por el hombro. Malala salvó milagrosamente la vida y desde entonces se dedica a divulgar los beneficios de la educación, su condición de único antibiótico válido contra el integrismo que repudia el conocimiento, contra todos aquellos que viven cloroformizados en sus creencias e inquisitorial y violentamente combaten las de los demás por heréticas. Al leer esta frase me acuerdo al instante de otra que representa su antítesis. Su autoría pertenece al célebre gánster Al Capone y yo la he utilizado mucho en cursos a la hora de debatir sobre las lógicas del diálogo y la violencia. El gánster se jactaba mientras blandía en la mano una automática: «Se consigue más con unas palabras bonitas y un arma que con unas palabras bonitas simplemente».  

¿Qué es exactamente lo que se consigue con una pistola, qué es lo que emana del uso del lápiz? En la diminuta geografía del aquí y ahora es mucho más resolutiva una pistola para doblegar la voluntad ajena, pero en las incesantes aglomeraciones de tiempo concreto que es la vida es infinitamente más eficaz un lápiz. En la genealogía del poder se insiste en que acumula poder quien puede controlar el comportamiento de otras personas, pero se excluye que haya verdadero poder cuando un individuo necesita emplear la coerción para encoger la voluntad del otro como si fuera un animal asustado Ese acto es sometimiento, subyugación, coacción, pero no poder. El genuino poder consiste en modificar la voluntad de una persona sin recurrir ni a la fuerza ni a la amenaza. Esa modificación sólo es patrimonio del diálogo que a través del uso de la palabra puede alcanzar la proeza de convencer al otro de que tome la dirección que se le propone. La convicción sólo se construye con argumentos que, aunque provengan de fuera, uno acepta como suyos tras metabolizarlos intelectualmente y aceptar que son más válidos y férreos que los desgranados por él.Un lápiz es una metáfora de esas miríadas de palabras que zigzaguean en los diálogos pacíficos y educados hasta que las hacemos nuestras en forma de opinión personal. Hasta que nos convencen. 



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