Obra de Adam Jeppesen |
Es muy fácil responder al interrogante con el
que he titulado el artículo de hoy con motivo de la siempre feliz celebración del Día del
Libro. Leer no nos hace mejores personas, nos hace mejores personas actuar
virtuosamente. En un artículo académico titulado ¿Pero leer novelas nos hace mejores? la filósofa Belén Altuna (autora del recientemente publicado y completísimo ensayo En la piel del otro)
cuestiona que la ficción literaria acarree un desarrollo moral
compendiado en la evolución del razonamiento sobre la justicia. A pesar de defender que la lectura fecunda la imaginación empática, Altuna se apresura a aclarar que los medios de experimentación vicaria del yo (los personajes de las novelas) no
conducen al lector necesariamente a la acción. Inspirado por este argumento, resulta tentador hacer un paralelismo entre la lectura y el mundo de los valores. Del mismo modo que el
conocimiento de los valores no nos mejora éticamente, sino más bien ponerlos en
escena a través de las virtudes y frecuentarlos hasta encarnarlos en hábitos, la lectura se supedita a mecanismos idénticos. Lo que
leemos deviene yermo si no lo transferimos a acciones concretas que a fuerza
de repetirse moldeen el carácter y enriquezcan nuestra personalidad.
Leer no nos hace mejores personas, aunque sí ofrece condiciones de posibilidad para ampliar nuestro horizonte epistémico y confrontarnos con una pluralidad de perspectivas que fortalezcan nuestra imaginación y nuestros resortes empáticos. La lectura ayuda a elegir en tanto que estimula nuestra proyección imaginativa y ensancha los escenarios de lo posible, pero la elección es una acción que le atañe resolver privativamente a nuestra voluntad. Leer azuza la función deliberativa, que es un buen preámbulo para adoptar decisiones sensatas. Nos emplaza a la reflexión empalabrada con la que luego nuestro cerebro lingüístico podrá sopesar qué criterios son los más acertados para fundamentar aquellas acciones que merecen participar en el mundo con el propósito político de mejorarlo y mejorarnos.
La lectura
nos libera de la pobreza de la visión autorreferencial y desplaza la mirada hacia otras realidades y otras concepciones. El contacto con la alteridad nos redime de una mirada
autocentrada incapaz de ver e imaginar nada que sobrepase los confines de ella misma. Con la
lectura nuestra mismidad acepta ser concernida por una otredad que le
posibilita otear el mundo desde emplazamientos vetados a su vida o a las contiguas
con las que conforma su círculo de proximidad. Como técnica que provee experiencia indirecta, la lectura es un factor coadyuvante en la conformación de conocimiento. Faculta un aprendizaje vicario sin el cual las referencias que nos surten de modelos quedarían drásticamente restringidas. Si solo aprendiéramos a través del empirismo que rezuman las vivencias personales, nuestro conocimiento sería paupérrimo y ridículo en comparación con el que
se concita en la heterogénea inmensidad del mundo.
Moralizar la lectura es un error, pero es
un acierto ensalzarla como una actividad que a través de las dinámicas del
hábito nos va a permitir sentir mejor, un
prerriquisito insoslayable para decantar nuestras decisiones hacia lo conveniente
y lo justo. Leer ordena y ejercita la
atención, privilegia la cadencia de la pausa, favorece la precisión conceptual y el manejo crítico de ideas, entrena
la memoria, cultiva la comprensión, forja las estructuras argumentativas. Son desempeños contra los que confabula un mundo que propina la emocracia (el poder de lo emotivo frente a lo deliberativo), la celeridad que rapta placer y sentido a los procesos, el desorden atencional, la expropiación de decisiones cada vez más pastoreadas por la inteligencia algorítmica, la desmemoria por
agotamiento estimular, la deficiente comprensión, la penuria léxica, y la inanición
discursiva fomentada tanto por la pantallización de las
existencias como por el ágora política y su denuedo en polarizar los discursos a despecho de vejar una inteligencia y una bondad que deberían
presidir cualquier intervención pública. Leer se ha alzado en un
acto de insurgencia contra los imperativos de una razón económica obsesionada hasta el delirio por la productividad y la rentabilidad. Leer no nos hace mejores, pero ofrece contención a dinámicas epocales que claramente nos empeoran. Y otro aspecto nada baladí. La lectura pone a disposición de quien lo desee munición para defenderse de muchos de esos dislates con que las personas arramblamos con nosotras mismas.
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