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martes, mayo 03, 2022

«Las cosas no son como fueron, son como se recuerdan»

Obra de Alice Neel

Cada vez me parece más incontestable que la imponderabilidad horada el mundo y convierte las certezas sobre el porvenir no solo en material inservible, sino en premoniciones sin sentido. La imponderabilidad se agazapa detrás de lo ordinario, merodea a hurtadillas el día a día, hasta que de pronto irrumpe de modo fundacional y la cotidianidad queda desarbolada de congruencia. Lo inesperado acaece cuando menos nos lo esperamos, porque si lo estamos esperando ya no puede ser tildado de inesperado. La volubilidad, la falta de firmeza, el mundo agujerado por los imponderables, rigen nuestra minúscula vida, y sin embargo apenas les concedemos participación cuando nos repasamos o revisitamos el ayer para entender un poco mejor en quiénes nos estamos constituyendo ahora mismo. Al retrotraernos, los acontecimientos pretéritos surgen ordenados simétricamente en nuestras evocaciones. Desglosamos el pasado con una disciplina cartesiana que sin embargo era inexistente cuando los hechos se abalanzaron sobre nuestra vida. En las narraciones retrospectivas apenas concedemos participación al azar al coreografiarlas con una secuencialidad y una coherencia inéditas en la versión original. Convertimos en causalidad aquello que cuando sobrevino en nuestra biografía no pertenecía al dominio de lo predictivo. En la rememoración no hay espacio para el azar, tampoco para la atonía y lo anodino, para esa inmensidad de días sin lustre, solo hay imaginativa y poluta comprensión para el plantel de hitos identitarios que desde el presente consideramos merecen protección contra la desmemoria. Enhebramos el pasado de tal modo que al narrarnos nos reconstruimos. Esta reconstrucción se llama biografía, que no siempre concuerda con la historia.  Gabriel García Márquez  nos dijo que «las cosas no son como fueron, son como se recuerdan». Y se recuerdan según sea la operación mental con que nos las contamos.

Con tal de domesticar el desorden, que es el alborotado magma en el que late la vida, la memoria trampea consigo misma para que todo encaje. Me acuerdo ahora de una declaración sorprendente de un neurocientífico que en las primeras líneas de un estudio sobre el cerebro afirmaba que lo más alucinante de nuestros recuerdos es que alguno de ellos fuera cierto. La explicación de esta tendencia a lo apócrifo estriba en que nos fabulamos todo el rato. En el fantástico Lo peligroso de estar cuerda leo a la gran Rosa Montero que «los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido».  La novelista cita la celebérrima sentencia de Epicteto en la que afirma que no somos lo que nos sucede, sino cómo nos contamos lo que nos sucede. Entre lo uno y lo otro se abre un hiato que rellenamos con hermenéutica, suposiciones y fabulaciones, y quizá también con mentiras piadosas que el paso del tiempo va transfigurando en hechos que pasamos a considerar veraces. Nos vamos construyendo narrativamente con la locuacidad silenciosa de las palabras que deambulan por los vericuetos de nuestros soliloquios y nuestros recuerdos. El doctor Oliver Sacks comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. Unas páginas más adelante Rosa Montero confirma que «somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia». En el ensayo que acabo de publicar, Leer para sentir mejor, dedico un epígrafe a esta sorprendente costumbre humana de estar relatándonos a cada momento lo que nos ocurre a cada instante para luego examinarnos con una mirada paisajística y transformadora: «La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo».

¿Por qué somos presa sencilla de esta proclividad narrativa con la que abolimos el azar, lo ambiguo, la imprecisión, la borrosidad, lo resbaladizo, la propia ignorancia? ¿Por qué en nuestros análisis el mundo encaja con una delineada perfección matemática que la vida en presente se encarga de desmentir a cada paso? El filósofo y profesor Santiago Beruete da una posible respuesta en una entrevista: «Tenemos muy poca tolerancia a la incertidumbre y una asombrosa tolerancia a la mentira. Hemos metabolizado este engaño consentido». Quizá todo se debe a algo tan humano como evitar la intemperie, el descampado, el desvalimiento. Son realidades incómodas que retumban en nuestros miedos y conexan con nuestra vulnerabilidad ontológica. Tenemos miedo a que algo se rompa dentro de nosotros y el relato en el que se hace especificidad llevadera nuestra vida devenga insensatez indómita, absurdidad amarga, un sinsentido que nos anegue de zozobra primero y pesadumbre sobrecogedora después. El miedo es monárquico, como explica muy bien Martha Nussbaum, no concede ni voz ni voto a nadie que no sea él mismo, vuelve solipsista a quien lo padece, encarcela en una individualidad mísera a sus víctimas. Una forma eficaz de combatir el miedo es fabularnos de tal modo que la narración no conceda espacio a aquellas dimensiones que puedan fragmentarlo en episodios sin congruencia alguna. El relente de la incertidumbre y de la vulnerabilidad no se corrige con mentiras, aunque nuestro cerebro siente atracción y galopa a toda velocidad para fundirse en un profundo y balsámico abrazo con ellas. Luego las reviste de certezas a través del ejercicio narrativo en el que el yo y yo que somos no paran de hablarse y de glosar confidencias.  Rosa Montero nos da una explicación escueta pero definitiva de por qué hacemos esta aparente excentricidad: «Si cambias el relato, cambias la vida».  Al final todo consiste en llevarnos más o menos bien con ese huésped que nos habita y que por más tiempo que pasamos con él nunca llegamos a saber muy bien quién es. Tampoco en qué consiste su vida en nuestro cuerpo. 


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viernes, abril 17, 2020

La inteligencia se mide por el volumen de incertidumbre capaz de soportar


Obra de Malcom T. Liepke
Hace unos días me preguntaban por qué hay tanta gente que necesita imperiosamente encontrar culpables y no concibe la presencia de acontecimientos alrededor de su vida sin la intervención explícita de una voluntad humana. En conflictología se insiste mucho en esta idea. La frecuente obnubilación de los actores en conflicto hace que en vez de rastrear soluciones dediquen toda su capacidad cognitiva y sentimental a la señalización de culpables y a la pureza de los motivos que les impulsa a concluir así. Encontrar culpables no elimina el conflicto, normalmente lo recrudece y lo cronifica, lo que no es óbice para que esa búsqueda presida mayoritariamente estos procesos. Esta derivada se puede contemplar estos días con la catástrofe vírica del covid-19. Es llamativo el afán de muchas personas de inculpar a un tercero por la pandemia que estamos padeciendo y las consecuencias que trae anexadas. Cuando uno se siente víctima busca la criminalización de alguien que brinde sentido a su victimización. El coronavirus como agente patógeno tiene un origen inatribuible a una intencionalidad, o sea, a nadie, y ese nadie choca frontalmente con la necesidad de un alguien que pretexte esa predicción y certidumbre a la que aspira el funcionamiento de nuestro cerebro en episodios de miedo, frustración, impotencia, abatimiento, duelo, resignación. Este afán de inculpación se agrava y se filtra todavía más en los imaginarios cuando simultáneamente la política folclórica persigue lo mismo en el adversario parlamentario en aras de extraer ventajismo electoral. 

Sabemos muy bien que cuando el cerebro no dispone de toda la información rápidamente suple ese vacío informativo con la elasticidad fantasiosa de las suposiciones. Se aprovisiona de economía cognitiva y sesga la realidad sin ningún remilgo epistemológico para que la realidad encaje perfectamente en los esquemas narrativos previamente redactados. En su ensayo Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman ilustra con ejemplos muy elocuentes este tropismo en la construcción de juicios. Ante un marcado déficit de certezas nuestra inteligencia se encarga de mirar allí donde se corrobora la suposición, que por tanto deja de ser un supuesto para releerse como evidencia, pero falla estrepitosamente cuando no se da cuenta de que la aparta inmediata e involuntariamente del sitio en donde el diagnóstico de la suposición es objetado y desbaratado. Se trata de un peligroso sesgo de confirmación. A esta inercia prejuiciosa la denominé hace años como Efecto Richelieu, y la desmenucé con una anécdota paradigmática de este sesgo atribuida al célebre cardenal. Nuestra atención solo se encamina hacia el lugar donde encuentra información que verifica lo que vaticina. En vez de admitir honestamente la ignorancia que albergamos sobre la vastedad de nuestra propia ignorancia, nos ufanamos de conocerlo todo aunque sea a expensas de levantar ficciones más empeñadas en su condición inculpatoria, o ansiolítica, o balsámica, que en su compromiso con lo veraz. Normal que abunden las teorías conspiratorias, los bulos, las tramas que hipotetizan relatos de hegemonía geopolítica, las tesis de imbricados complots, las confabulaciones distópicas, etc. Nos cuesta aceptar que a la vida no le importa lo más mínimo nuestra vida, que una amenaza inintencional puede llevarse por delante nuestra existencia, esa a la que al parecer el coronavirus le ha devuelto su condición vulnerable y mortal.  

Nuestro cerebro tolera tan mal la falta de certezas que Kant llegó a afirmar que la inteligencia de un individuo se puede medir por el volumen de incertidumbre que es capaz de soportar. Esta incertidumbre se amontona de manera muy variada pero muy persistente en nuestra vida. Ahí están la impredicibilidad (la comparecencia de algo que no se podía augurar), la aleatoriedad (lo azaroso como prescriptor biográfico goza de mucha más centralidad en nuestras vidas de lo que somos capaces de admitir), la contingencia (la posibilidad de que las cosas sucedan o no, y que no pasa nada ni por lo uno ni por lo otro), la imponderabilidad (los sucesos que no tienen cabida en nuestras programaciones y que por tanto nos pillan siempre de imprevisto), lo accidental (un acontecimiento adverso independizado de nuestra voluntad pero que altera la regularidad en la que se intenta acomodar nuestra vida ordinaria), lo arriesgado (cursos de acción que pueden salir bien o malograrse al interponerse en su trayectoria un actor o actores con intereses incompatibles con los nuestros). A lo largo de su historia el ser humano ha inventado una retahíla de sustantivos que sirven para dar respuesta a las interrogaciones en las que no encontró respuesta. Son comodines conceptuales o imaginaciones empalabradas para que las piezas encajen cuando precisamente no hay forma humana de ensamblarlas. Confundir opiniones acríticas con hechos concretos y creencias confortables con certezas acérrimas predispone al dogmatismo, al fundamentalismo, a lo prejuicioso. Estos días de cuarentena es fácil descubrir comodines y sesgos por todas partes. Lo difícil es aceptar que estamos infectados por ellos y que se propagan con la misma celeridad que la pandemia que tratamos de combatir con el aislamiento social. Esta es su fortaleza. Este es su corrosivo peligro.


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.
















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