jueves, marzo 17, 2016

El bienestar y el bienser



Obra de David Jon Kassan
Hacía mucho tiempo que no escuchaba o leía la expresión bienser. Recuerdo que en la Facultad de Filosofía mi profesor de Estética cada vez que hablaba de bienestar citaba el bienser. A pesar de que son dos conceptos que deberían yuxtaponerse, él siempre los contraponía. Aquel profesor era un señor muy austero, pertenecía a una orden religiosa, llevaba una rígida vida monacal, acumulaba cuarenta años levantándose todos lo días a las cinco y media de la mañana para escribir en su celda sus reflexiones, y le enojaba que la palabra bienestar hubiera eliminado de la retórica social la mucho más importante palabra bienser. En mi diaria lectura matinal hoy me he vuelto a encontrar con este término. Estaba repasando un ensayo de Adela Cortina cuando en un determinado momento la autora y profesora cita de soslayo la relevancia del bienestar y el bienser.  Resulta curioso echar la vista atrás y comprobar que tanto en los momentos de eclosión como de normalización de la crisis financiera apenas se haya oído hablar de este binomio conceptual que configuran el bienestar y el bienser. Para alguien que defiende la necesidad de una ética de mínimos (justicia) como condición insoslayable para una ética de máximos (felicidad), es entendible que el bienestar actúe como prerrequisito del bienser. Por eso provoca perplejidad que en la última década se subraye insistentemente el paulatino deterioro del bienestar, pero apenas se cite el adjunto deterioro del bienser. El imperativo biológico del dinero, encarnado en la crisis financiera de 2008 y en todas las crisis incubadas a lo largo de la historia , demuestra que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las prioridades que dan sentido a la vida. Dicho con jerga económica: en el nudo de interacciones que es la realidad, la deflación del mundo ético trae anexionada una inflación de los valores financieros, y viceversa. Es imposible que crezca la titularización de valores económicos si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Basta con estudiar crisis precedentes para advertilo. La de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII fue la primera consignada, pero es tan paradigmática y tan increíblemente rudimentaria y absurda que se torna muy diáfana. Desde entonces siempre se repite el mismo patrón. Crisis de valores, festín de especuladores.

El bienestar es el conjunto de cosas  necesarias para vivir bien. Consistiría en el acceso a la educación y la sanidad, empleo, subsidio por desempleo, disfrute de bienes culturales, prestaciones sociales, ayuda a la dependencia, seguridad social, jubilación. Este listado no es una ocurrencia momentánea, es un resumen de los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el epítome de lo que se entiende (y así lo adoptaron la mayoría de los países miembros de la ONU) como los mínimos sin los cuales no es posible una vida digna. El bienser no figura en el diccionario de la Real Academia. Como cada uno de nosotros somos aquello que quedaría en el supuesto de perderlo todo, podemos definir el bienser como el conjunto de sentimientos y conductas que convierte en valiosos a los sujetos y cuya ejemplaridad mimetizada nos mejoraría en la vitalicia tarea de ser personas. Serían los valores éticos y los valores  personales que consideramos más adecuados en nuestras vidas y en la de nuestros congéneres para que convivir fuera una experiencia de la que enorgullecernos. En los años precrisis se comprobó cómo el bienestar y el bienser entablaron una picajosa relación de vasos comunicantes. El bienestar es primordial para el bienser, pero se verificó que si el bienestar es muy elevado, el bienser se estupidiza al competir por la estima social a través de la comparación del consumo adquisitivo. Por el contrario, si el bienestar flaquea y no alcanza el mínimo, el bienser se desarticula aceleradamente. Surge la pobreza material y todo lo que trae en su anverso y reverso: ausencia de formación, carestía de recursos, depauperización del horizonte vital, cancelación de todo proyecto de autorrealización, defunción de cualquier plan de vida que no sea sobrevivir. El bienestar convertido en compulsiva competición por el reconocimiento social a través de la demostración de la capacidad de sufragar necesidades creadas convierte al bienser en una caricatura. La eliminación del bienestar arroja al bienser a la jungla de la supervivencia.



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martes, marzo 15, 2016

Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto



Obra de Harding Meyer
La mayoría de los conflictos que padecemos no se enquistan sólo porque hablemos poco, sino porque hablamos mal. Además de verbalizar los problemas raquítica y erráticamente, lo que escuchamos de la contraparte lo interpretamos de una manera muy desbrujulada (al escuchar hacemos inseparable exégesis), y lo intentamos refutar con una argumentación extemporánea para el hábitat de las divergencias. Ahora explicaré qué quiero decir. La profesora de Lingüística y experta en la comunicación de las relaciones interpersonales, Deborah Tannen, lo subraya en cada una de las líneas de sus aplaudidos ensayos sobre el significado de las palabras, los mensajes y los metamensajes que se alojan en las conversaciones controvertidas. Ahí están para corroborarlo sus trabajos Lo digo por tu bien, Yo no quise decir eso, Tú no me entiendes. La autora defiende que en muchas ocasiones hablar con alguien del otro sexo es como hablar con alguien de otro mundo, pero se podría ampliar esta corroboración afirmando que incluso en muchas conversaciones que se entablan con las personas del mismo sexo basta con intercambiar un par de frases para asentir que a pesar de habitar el mismo planeta vivimos en universos distintos. Voy a revelar un secreto importantísimo. Pido discreción. Lo tildo de secreto porque en prácticamente todos los libros que he leído de negociación, mediación y gestión y resolución de conflictos no se hace mención a un punto neurálgico en situaciones protagonizadas por la interdependencia y la diferencia: «Estoy convencido de que más del setenta por ciento de los conflictos que no se solucionan se debe a que los implicados no saben distinguir entre un juicio deliberativo y un juicio demostrativo».

En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones, juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso son deliberativos y no demostrativos. Los  juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.

A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.

Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.



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