Obra de Nigel Cox |
En su último ensayo La tiranía del mérito, el probablemente más popular profesor de filosofía del mundo, Michael J. Sandel, desmonta la narración creada en torno a la ficción del mérito. El diccionario de la RAE apunta que el mérito es una acción o conducta digna de premio o alabanza que lleva a cabo una persona. Esta definición nos aclara algo primordial para entender lo que quiero exponer en este texto: además de pertenecer a las habilidades cognitivas y epistémicas, el mérito también forma parte de las morales. Lo que sostiene Michael Sandel es que en las sociedades meritocráticas erróneamente llamamos mérito a aquello que más bien tiene como peculiaridad la posesión de alto valor de uso en el mercado. Admitimos mérito en quien tiene competencias generosamente retribuidas por el mercado, competencias que normalmente son asignadas y reforzadas por quienes quieren perpetuar sus intereses y ventajas personales. A partir de segregar el mérito del valor de mercado y a la vez ensamblarlo con la moral, se justifican muchas conductas que no tienen nada que ver ni con el mérito ni por supuesto con la virtud.
El mal llamado mérito sería un estándar de mercado que ubica a las personas en diferentes extracciones sociales, normalmente estadios tremendamente verticales con retribuciones económicas obscenamente desiguales. La meritocracia sería el subterfugio neoliberal para que broten relaciones de subyugación, alienación e incluso cosificación, con el agravante de que quien las sufre se las atribuye como merecidas por su carestía de méritos, por haber alcanzado un lugar ínfimo en la competición meritocrática. Es un paisaje desolador y horrible en el que subyace un principio de justicia inmisericorde: el que no posea méritos puede ser explotado. El lúcido César Rendueles afirma en Contra la igualdad de oportunidades que «no me cuesta imaginar un futuro en el que la meritocracia sea vista como un ideal tan infantil y patético como los títulos nobiliarios del feudalismo». A mí tampoco me supone ninguna operación extraimaginativa predecir que nuestros descendientes se van a asombrar cuando vean cómo en las sociedades meritocráticas el erróneamente llamado mérito, pero sobre todo su ausencia, valida comportamientos abyectos y desigualdades faraónicas en el acceso a medios de vida. De hecho, uno de los motivos por los que me fastidia tener que morirme es que me perderé saber qué opinarán de nosotros y de nuestras ideas quienes nos estudien dentro de trescientos años. Estoy seguro de que sentirán una estupefacción similar a la que sentimos cuando analizamos el medievo y todos sus desmanes y tropelías respaldados por el destino de clase.
En la sociedad meritocrática hay más sinonimias
perversas, pero sobre todo una que vive su gran mediodía en los relatos del
activismo neoliberal y en la literatura gerencial. Desde hace unas décadas se ha emparejado mérito con esfuerzo. En la esfera
laboral es un mantra. Quien obtiene un empleo se lo autoatribuye por su
esfuerzo, como si los demás que competían por ese mismo recurso no se hubieran
esforzado. Habrá que recordar que el esfuerzo no es un resultado, es una condición de posibilidad. Al
emparejar mérito con esfuerzo, es decir, al releer el mérito como una virtud personal,
se produce un doble movimiento que tiende a deshilachar el tejido sentimental
comunitario. Por un lado, se incrementa la soberbia de quienes tienen éxito
(alcanzando el insoportable narcisismo patológico, que es la teoría que postula Marie-France
Hirigoyen en Los narcisos han tomado el
poder), y por otro lado se espolea el resentimiento entre los
desfavorecidos. Esta tendencia bidireccional es perfecta para engendrar cismas y dificultar la convivencia.
El pobre, el desempleado, el ya inempleable, quien forma parte del excedente laboral necesario para la depreciación salarial, los acuciados por la precariedad, viven una dolorosa pérdida de estima y acaso culpa merced a la moralización que supone asociar en exclusiva el empleo con el mérito y el esfuerzo, y desgajarlo por completo del valor de uso en el mercado (y de la extracción de valor en ese mismo mercado, que es la distinción central que realiza Mariana Mazzucato en El valor de las cosas). Este emparejamiento conceptual es mórbido para la membrana social, para el espacio y los intereses que nuestra vida requiere para compartirse y devenir vida humana. Aquí radica la explicación de la tan divulgada política del resentimiento. Además de disponer de ingresos ridículos, o directamente no tenerlos, los desfavorecidos han de soportar la estigmatización o la aporofobia de los que están económicamente por encima de ellos. Gracias a las aviesas ideas de la meritocracia se les acusa de vagos y haraganes, es decir, se merecen la pobreza en la que viven. Normal que una parte de esta extracción se haya abrazado a políticas populistas de odio como forma de castigar la política convencional que tanto los recrimina, tanto mancilla su dignidad y tan irresoluta se muestra para ofrecer soluciones a problemas claramente estructurales. No es que se acerquen al fascismo. Se alejan de quienes los denostan.
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