martes, abril 30, 2024

Pensar las ideas, no aceptarlas o rechazarlas sin más

Obra de Rui Veiga

Hace poco uno de mis mejores amigos me confesaba que ha declinado inmiscuirse en conversaciones en las que los interlocutores creen deliberar en torno a una idea. Su dimisión estaba férreamente fundamentada. Las personas no deliberamos, no acudimos al diálogo con el afán de que los argumentos de unos y otros polinicen y se mejoren en un ejercicio de racionalidad cooperativa, sino que la supuesta deliberación nace uncida al yugo de la adhesión incondicional «a los nuestros». Este «a los nuestros» no se restringe solo a la pertenencia política a unas siglas, sino que abarca todo aquello en lo que cada persona encuentra refugio, identificación y calor emotivo. Es indiferente qué idea se aborde y qué argumentos y contraargumentos entren en liza. Tanto el punto de partida como el punto de llegada discursivo es siempre el mismo: la opinión consiste en posicionarse al lado «de los míos». La soberanía del agente racional se disuelve en una servitud que rinde vasallaje intelectual a la idea que sostienen «los míos», que en esferas polarizadas suele tratarse de una idea diametralmente antagónica a la que postulan «los otros». Evidentemente esta predisposición a comulgar de forma incondicional con «los míos» cancela cualquier dimensión deliberativa, lo que anticipa la muerte del diálogo entre la ciudadanía y el funeral parlamentario en la arena política. El parlamento deviene estéril porque se le anula la actividad que le da nombre: parlamentar en torno a lo conveniente y lo justo. Descorazona advertir que en el parlamento no se dialoga porque se sabe de antemano que nadie aprobará ninguna idea proveniente de «los otros». Proliferarán apelaciones reiteradas a la fatalización de cualquier propuesta de «ellos» inflamadas con retórica apocalíptica y desconsiderada. Ocurre en cualquier parlamento, pero es fácilmente perceptible en las aulas, en los reductos laborales, en las ágoras digitales, en la conversación entablada en el espacio público. 

Esta mecánica discursiva encarna el pernicioso aunque muy poco conocido sesgo de la devaluación reactiva. La validez de una idea no está en su configuración y en su lucidez creativa, sino en quién la defiende. Una idea nos resulta convincente o desechable no por lo que proponga, sino por quién la propone. Es una deflación discursiva que verifica el poder de la emocracia frente al del pensamiento crítico y el juicio independiente. La devaluación reactiva se desata como potencia contaminante política a través del odio a «los otros» y militancia ciega a «los míos». Confundimos deliberación con adhesión u oposición, pero deliberar no consiste en aceptar o impugnar una idea en su totalidad, sino en diseccionarla, pensarla, matizarla, limarle aristas, encontrarle contradicciones, adjuntarle mejoras, perfeccionarla. No se trata de eludir la confrontación argumentada de puntos de vista divergentes, sino que lo que merece impugnación es que ese disenso emerge al saber que son  «los otros» quienes aportan la idea. La divergencia se zanja con una intransigencia absoluta no a admitir el punto de vista ajeno, sino ni tan siquiera a contemplarlo como posibilidad. Esta cerrazón a examinar propuestas de «los otros» trae consigo una pérdida de capital de confianza cuyos costes sociales precisarán de abundante energía política para poder ser reembolsados. Es muy barato hacer daño a la vida pública. Es costosísimo repararlo. 

Frente a la mostración de argumentaciones sólidas y educadas, se depauperan los razonamientos hasta simplificarlos y rebajarlos a eslóganes o mensajes que no sobrepasen los pocos caracteres con los que las comunidades digitales constriñen los pronunciamientos. La encarnizada competición por el voto y la escasez de atención o la inducida despolitización entre quienes votan favorecen un ecosistema en el que se sustituye la crítica razonada en favor del exabrupto y la afirmación inexacta pero estridente para producir ambivalencia y crispación mediáticas. La omisión de deliberación deviene en un preocupante déficit democrático con graves efectos contaminantes sobre la conversación pública. Fomenta un pensamiento dicotómico («o con los míos o contra mí») que empobrece una convivencia necesitada de inexorables interdependencias para su despliegue y mejora. Lo he escrito más veces, aunque no me importa caer en la repetición. Un argumento confiere fortaleza cívica a la ciudadanía que lo escucha, un eslogan la rebaja a la condición de hooligan instigado a gritar más que sus rivales. Y una buena noticia entre tanta desazón. Del mismo modo que se elige tratar como hinchas a los electores, también se puede elegir tratarlos como ciudadanía con capacidad de discernimiento. Para esto último basta con  que cualquier propuesta esté empaquetada con educación, inteligencia argumentativa y bondad. Y que exista por parte de todas las personas implicadas la voluntad de escucharla al margen de su procedencia.  

 
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martes, abril 23, 2024

¿Leer nos hace mejores personas?

Obra de Adam Jeppesen

Es muy fácil responder al interrogante con el que he titulado el artículo de hoy con motivo de la siempre feliz celebración del Día del Libro. Leer no nos hace mejores personas, nos hace mejores personas actuar virtuosamente. En un artículo académico titulado ¿Pero leer novelas nos hace mejores? la filósofa Belén Altuna (autora del recientemente publicado y completísimo ensayo En la piel del otro) cuestiona que la ficción literaria acarree un desarrollo moral compendiado en la evolución del razonamiento sobre la justicia. A pesar de defender que la lectura fecunda la imaginación empática, Altuna se apresura a aclarar que los medios de experimentación vicaria del yo (los personajes de las novelas) no conducen al lector necesariamente a la acción. Inspirado por este argumento, resulta tentador hacer un paralelismo entre la lectura y el mundo de los valores. Del mismo modo que el conocimiento de los valores no nos mejora éticamente, sino más bien ponerlos en escena a través de las virtudes y frecuentarlos hasta encarnarlos en hábitos, la lectura se supedita a mecanismos idénticos. Lo que leemos deviene yermo si no lo transferimos a acciones concretas que a fuerza de repetirse moldeen el carácter y enriquezcan nuestra personalidad.

Leer no nos hace mejores personas, aunque sí ofrece condiciones de posibilidad para ampliar nuestro horizonte epistémico y confrontarnos con una pluralidad de perspectivas que fortalezcan nuestra imaginación y nuestros resortes empáticos. La lectura ayuda a elegir en tanto que estimula nuestra proyección imaginativa y ensancha los escenarios de lo posible, pero la elección es una acción que le atañe resolver privativamente a nuestra voluntad. Leer azuza la función deliberativa, que es un buen preámbulo para adoptar decisiones sensatas. Nos emplaza a la reflexión empalabrada con la que luego nuestro cerebro lingüístico podrá sopesar qué criterios son los más acertados para fundamentar aquellas acciones que merecen participar en el mundo con el propósito político de mejorarlo y mejorarnos. 

La lectura nos libera de la pobreza de la visión autorreferencial y desplaza la mirada hacia otras realidades y otras concepciones. El contacto con la alteridad nos redime de una mirada autocentrada incapaz de ver e imaginar nada que sobrepase los confines de ella misma. Con la lectura nuestra mismidad acepta ser concernida por una otredad que le posibilita otear el mundo desde emplazamientos vetados a su vida o a las contiguas con las que conforma su círculo de proximidad. Como técnica que provee experiencia indirecta, la lectura es un factor coadyuvante en la conformación de conocimiento. Faculta un aprendizaje vicario sin el cual las referencias que nos surten de modelos quedarían drásticamente restringidas. Si solo aprendiéramos a través del empirismo que rezuman las vivencias personales, nuestro conocimiento sería paupérrimo y ridículo en comparación con el que se concita en la heterogénea inmensidad del mundo.

Moralizar la lectura es un error, pero es un acierto ensalzarla como una actividad que a través de las dinámicas del hábito nos va a permitir sentir mejor, un prerriquisito insoslayable para decantar nuestras decisiones hacia lo conveniente y lo justo. Leer ordena y ejercita la atención, privilegia la cadencia de la pausa, favorece la precisión conceptual y el manejo crítico de ideas, entrena la memoria, cultiva la comprensión, forja las estructuras argumentativas. Son desempeños contra los que confabula un mundo que propina la emocracia (el poder de lo emotivo frente a lo deliberativo), la celeridad que rapta placer y sentido a los procesos, el desorden atencional, la expropiación de decisiones cada vez más pastoreadas por la inteligencia algorítmica, la desmemoria por agotamiento estimular, la deficiente comprensión, la penuria léxica, y la inanición discursiva fomentada tanto por la pantallización de las existencias como por el ágora política y su denuedo en polarizar los discursos a despecho de vejar una inteligencia y una bondad que deberían presidir cualquier intervención pública. Leer se ha alzado en un acto de insurgencia contra los imperativos de una razón económica obsesionada hasta el delirio por la productividad y la rentabilidad. Leer no nos hace mejores, pero ofrece contención a dinámicas epocales que claramente nos empeoran. Y otro aspecto nada baladí. La lectura pone a disposición de quien lo desee munición para defenderse de muchos de esos dislates con que las personas arramblamos con nosotras mismas.

 
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