Obra de Elizabeth Peyton |
En la literatura del conflicto se reitera
la centralidad de hablar y escuchar, pero muy poco la de callar, cuando proferir
ocurrencias irreflexivas es emborronar innecesariamente la orografía sobre la
que se intenta deliberar. Decir lo que uno piensa sin pensar lo que uno dice es degradar la sacralidad de la palabra en la que estamos sucediendo para el que nos escucha. Como diría Emilio Lledó, «desarraiga sus palabras de la vida». Como nuestro pauperismo discursivo confunde opinión con
derecho a opinar, el silencio o la ausencia de opinión rara vez se presenta como alternativa. Que tengamos derecho a opinar no significa que sea obligatorio opinar. Suele ser muy habitual que cuando
alguien empaqueta diferentes argumentos en una opinión, y recibe alguna
crítica, acto seguido se parapete en que es su opinión y por tanto tenemos el deber de
respetarla. No, no es así. Estamos obligados a respetar su derecho a opinar,
pero no a compartir el contenido de esa opinión, que puede ser argumentativamente muy frágil y estar construido con razonamientos muy equívocos o directamente disparatados. Más todavía. Si alguien comparte su opinión,
al mismo tiempo está accediendo a que su argumento pueda ser refutado por otro
argumento sin victimizarse por ello. Cuando se admite esta posibilidad, que es la que convierte al diálogo en un zigzagueo de ideas que se afinan mutuamente, aumentan
las probabilidades de no opinar sobre aquello sobre lo que no se tiene opinión, no al menos una opinión que pueda polinizar con otra opinión para fecundar una opinión mejor.
Estos días
estoy preparando un artículo para un libro de autoría coral. Trata sobre la
importancia del diálogo y lo nefasto del debate para la construcción de paisajes compartidos. Desgraciadamente, las personas debatimos
mucho, pero dialogamos muy poco, quizá por un mero mimetismo con los resortes dialécticos que se esgrimen tanto en la política folclórica como en las industrias de la persuasión que azuzan ese folclore tan poco dado a expresar contenidos de naturaleza verdaderamente reflexiva y sin embargo encantado de monocultivar la reacción emotiva y febril. Dialogar no es solo la práctica en
la que se comparten y se funden argumentos para alcanzar el encuentro con el otro, es la predisposición sentimental a
que la excursión argumentativa de nuestro interlocutor pueda modificar e incluso eliminar nuestros argumentos en favor de los suyos. Cuando ocurre algo así, una buena
pedagogía discursiva nos debería exhortar a releer esta experiencia como una victoria deliberativa en la que gracias al poder
transformador de los argumentos uno acaba hospedado en un argumento más confortable que
el anterior. Nos convencemos a nosotros mismos aunque los argumentos puedan provenir de alguien que no somos nosotros, puesto que los hacemos nuestros a través de la inexpropiable convicción personal. Recuerdo que una amiga mía se quejaba de que siempre que
hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día me lanzó una queja:
«¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer mi ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo,
y no pude por menos de exclamar mientras compartía mi risa: «¡Creo que deberías volver a leer el
libro, o debería reescribirlo para explicarme mejor». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, pero tampoco convencidos. Hay hospitalidad y autoconvencimiento. Cuando en alguna ocasión alguien me ha dicho que lo he convencido, le he respondido inmediatamente que no, que no es así: «Utilizando algunos de mis argumentos, te has convencido tú solo». Es un instante increíblemente mágico. La autonomía personal con la que intervenimos en el mundo se autodetermina para ganar en autonomía. Cuando contemplo esta maravilla, siento que el diálogo es lo que nos hace humanos.