Obra de Stephen Wrigth |
Las necesidades primarias las podemos cubrir gracias a la cohabitación con otras existencias en un entorno intersubjetivo
orquestado para ese cometido. Siempre que hablo con
alguien de las necesidades a las que estamos uncidos como seres vivos mi interlocutor
me interpela afirmando que habría que matizar qué entendemos por necesidades. La respuesta es muy sencilla. Entiendo
por necesidad aquello en lo que cualquier persona piensa de manera
monotemática a partir de un lapso de tiempo de padecer su ausencia ante el
miedo de que su vida se desbarate irreversiblemente o llegue incluso a expirar. Aristóteles definía como necesario «aquello sin lo cual
no se puede vivir, por ejemplo, el respirar o la alimentación». Yo lo defino con una mirada más panorámica y más contemporánea:
«Una necesidad es aquello cuya satisfacción es tan rutinariamente urgente que si
no está estructuralmente colmada impide que un sujeto pueda establecer planes
de vida». «La escasez es el origen de la
ciudad», escribió Platón. En terminología de Lledó, el carácter menesteroso de
nuestra biología fue lo que nos inspiró a «la empresa de construir lo humano». El
ser humano que somos cada uno de nosotros es una existencia quebradiza, precaria, frágil, muy muy vulnerable. Humano proviene de humus, tierra, y significa pequeño, insignificante. En esta explicación descansa por
qué los griegos daban mayor prelación a la condición de ciudadano que a la de
persona. Era imposible llegar a ser persona (la individualidad que elige qué fines quiere para su vida y que se va desplegando en el conjunto de acciones encaminadas a colmarnos) lejos de la polis. Ser persona sólo era posible desde la condición de ciudadano. De aquí el drama que supone, y que Josep Ramoneda explica con su habitual maestría en Contra la indiferencia,
que hayamos perdido paulatinamente la c de ciudadanos en favor de las
tres ces que nos señalan como clientes, contribuyentes y comparsas. La
conclusión es triste. Cuanto más nos desintegramos como ciudadanos, mayor
dificultad para ser personas.
Lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde hay necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay autonomía, que es la vitrina de nuestra dignidad. Ser autónomo es elegir por uno mismo con qué fines quiere uno conducir su propia vida. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos más o menos satisfechas nuestras necesidades primarias. De aquí se colige algo que los redactores de los Derechos Humanos subrayaron en la redacción de la Carta Magna. Sin la garantía de unos mínimos es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Esos mínimos son los treinta artículos de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada uno rellena el contenido de su felicidad, los fines con los que da sentido a su existencia en el mundo de la vida, con los que va convirtiéndose en una expresión de particularidad, una mismidad diferente a todas las demás. Somos una existencia singularizada que limita por todos lados con todas las
existencias también singularizadas porque las necesitamos para acceder a una vida digna. Por eso más
que ser existencias adyacentes yo prefiero utilizar la expresión existencias al
unísono (así se titula la trilogía a cuya redacción me he dedicado estos últimos
años -ver-). Al ser al unísono queda enfatizada la vinculación afectiva y política irrenunciables para existir. Nuestra existencia tal y como es o cómo nos gustaría que fuese sería
inaccesible desde la insularidad o desde la soledad. El yo no puede expatriarse de los dominios interconectados de la convivencia. La política debería ser una mirada reflexiva y bondadosa sobre cómo articular la organización de las existencias al unísono con el objeto de que todos satisfagamos nuestras necesidades y podamos dedicarnos de este modo a aquellos fines elegidos desde la autonomía. Ser animales políticos es lo que nos permite ser animales éticos.
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Cooperar para unos mínimos, competir para unos máximos.
Somos existencias al unísono.
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