martes, febrero 16, 2016

El incentivo económico




Obra de Cornelius Voelker
El credo neoliberal insiste en que el incentivo económico es el único acicate que moviliza energía en las personas. Nos movemos o para la adquisición de dinero, o por el miedo a perder el que atesoramos. Este dogma se ha extendido tanto que incluso lo esgrimen en sus conversaciones aquellos que lo desmienten con sus propios actos. Al parecer los individuos somos seres cuyo repertorio de comportamientos se rige en exclusividad por la razón económica. La dogmática tesis se puede resumir en que nadie acometería un curso de acción costoso si no recolectase en él tarde o temprano beneficios monetarios. Nuestras elecciones racionales pivotan en torno a la maximización de la utilidad, que a su vez desemboca inequívocamente en un delta de significado monetarista. Es una afirmación muy atrevida y muy reduccionista. También es una visión muy empobrecedora del ser humano. Cuando me he encontrado en medio de debates en los que se hace hincapié en esta concepción crematística del mundo, siempre he preguntado a sus defensores por qué entonces ellos decidieron tener hijos, medida con la que no solo no aumentan los ingresos, sino que mengua la capacidad adquisitiva. ¿Había una exclusiva razón económica en esa elección, o había otras dimensiones desvinculadas por completo de la esfera mercantil? Más todavía. Basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo la gente sale a correr, aprende idiomas, hace yoga, va a nadar, sale a pescar, practica deportes rarísimos, madruga los domingos para juntarse con el grupo de senderismo, escribe poemas, pinta cuadros, escucha o compone música, toca en grupos, inventa novelas (que no necesariamente verán la luz), juega al fútbol, pasea, se castiga en un gimnasio, escribe en blogs, organiza el mantenimiento y la limpieza de animales abandonados, frecuenta talleres creativos, escala montañas, hace bricolaje, queda con los amigos, ve películas, interpreta obras de teatro, se retira al campo, disfruta de la naturaleza, conoce ciudades, investiga por la delectación del hallazgo, hace voluntariado, ayuda y comparte su tiempo con gente que no conoce pero que necesita conectividad, participa en organizaciones no lucrativas, cuida a personas vulnerables, cultiva huertos urbanos, lee, baila, monta en bici, acude a exposiciones, participa en movimientos vecinales, medita, piensa. Toda esta panoplia de actividades no procura recompensa económica alguna. Al revés. En muchos casos hay que desembolsar cantidades pingües para poder realizar alguna de ellas, pero lo aceptamos gustosamente porque a las personas nos encanta crear, superarnos, desafiarnos, mejorarnos, transcendernos, retarnos, relacionarnos, divertirnos, relajarnos.

A pesar de toda esta miríada de acciones que abrillantan la vida y las ganas de vivirla, ciertas concepciones insisten en hipotetizar que si las personas tuvieran lo mínimo garantizado se dedicarían a haraganear.  Deducen que el ser humano tiende a la inacción y saber con antelación que su subsistencia material no corre riesgo lo convertiría en un ser irresoluto. Es un argumento  muy endeble. Tener lo mínimo no significa que no haya que trabajar, significaría que no hay que estar desesperado por no poder hacerlo.  El ser humano ha trabajado siempre (aunque su pugna por la subsistencia no se denominaba trabajo), lo que supone una novedad muy reciente en la evolución es el trabajo asalariado, recibir un salario con el que intentar sufragar recursos básicos a cambio de generar plusvalías para un tercero. Hace un siglo Bertrand Russell contemplaba maravillado los avances de la tecnología. Comprobó que se habían sofisticado tanto los procesos que se podrían rebajar las horas de trabajo sin menoscabo de seguir cubriendo las demandas básicas de los seres humanos. En su Elogio de la ociosidad calculó, como buen matemático, que trabajando todos cuatro horas al día bastaría para que la humanidad viviera muy confortablemente. Al dedicar cuatro horas a trabajar las personas podrían consagrar el resto de su tiempo a sus preferencias. La alta productividad propiciada por las máquinas permitía subvertir los tamaños del tiempo remunerado y del tiempo libre. 

Esta disponibilidad de tiempo y una mínima holgura material conquistada con el salario del trabajo facilitaba que las personas pudieran destinar más horas a su propia autorrealización, a los proyectos de genealogía propia, a estratificar su vida en función de sus valores, a satisfacer el contenido privado de su felicidad. Russell incluso veía muy claramente que esta inercia acabaría generando nuevos empleos que fueran sustituyendo a los innecesarios, puesto que las satisfacciones solicitadas por el impulso de la felicidad abrirían inéditos nichos de mercado. Los nuevos trabajos se cimentarían sobre la felicidad, y no sobre la desesperación del que para acceder a bienes sociales primarios necesita trabajar en lo que sea. Nos ahorraríamos la invención de trabajos absurdos, los horarios dementes, la manipulación social de los deseos para estimular el consumo, la producción de cosas innecesarias para mantener lo necesario (que no es el empleo, sino los ingresos del empleado), la propia divinización del trabajo como elemento identitario. El análisis de Russell era irreprochable, pero confundió por completo la teleología del trabajo. 



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jueves, febrero 11, 2016

El miedo encoge la imaginación


White doors, de Andrej Glusgold
El miedo es un poderoso instrumento para doblegar voluntades. Es una de las emociones básicas con las que la naturaleza nos ha dotado genéticamente. Su función es avisarnos de una amenaza, o anticipar la llegada de un peligro que contraviene nuestro equilibrio. Esta función tan pragmática acarrea dos riesgos añadidos de considerable tamaño. El peligro del que nos avisa la emoción del miedo puede ser real pero también puede ser ficticio, y además no provenir del resultado de servirnos de nuestra propia inteligencia, sino de escuchar y aceptar acríticamente el relato de un tercero que busca un beneficio personal. Hace años definí el auténtico poder como la capacidad de una persona para orientar en la dirección deseada por ella la voluntad de otra, pero contando con su beneplácito. Esta apostilla es fundamental y es la que permite conceder a ese poder la vitola de genuino. Si alguien necesita amenazarnos para que hagamos su voluntad, esa persona tiene muy poco poder sobre nosotros. En el curso de la universidad Loyola Andalucía he deliberado en clase sobre una celebérrima frase atribuida al gángster Al Capone: «Se puede conseguir más con una pistola y una palabra bonita que solo con una palabra bonita». Es una concepción muy ruda del poder. No es genuino poder. Comparto aquí mi nueva definición: «Tiene poder aquella persona, organización o institución que a través del miedo es capaz de atrofiar nuestra imaginación, o llevarla a un ángulo muerto para que no percibamos otras posibilidades que las dictadas por ellos».

En la literatura de la negociación se estudia cómo la ausencia de una alternativa al mejor acuerdo negociado (BATNA según el acrónimo en inglés) nos hace muy vulnerables a las propuestas de la contraparte. Se inicia así una negociación desigual nacida de una asimetría de posibilidades o, y esta disyunción es nuclear, una asimetría en la percepción de las alternativas. Como el miedo inhibe la creatividad, la trampa cognitiva  consiste en que percibamos que no hay alternativas, lo que no significa que no las haya. He titulado inexactamente este artículo porque el miedo encoge nuestra imaginación en la dirección en que salimos airosos, por supuesto, pero la estira en aquella otra en la que fantaseamos un resultado desfavorecedor. Basta con despertar esta respuesta tan primaria para sojuzgar a una persona o a millones de ellas. El miedo es primitivo, pertenece a nuestra programación genética, no necesita la venia de la racionalidad para activarse. El miedo puede rebajar a cualquier ciudadano a la condición de súbdito, a cualquier persona a la condición de subordinado de otra. Fumigar de miedo un paisaje es muy sencillo en entornos piramidales y muy sencillo también en entramados sociales si se dispone de los artefactos necesarios para llevar a cabo la fumigación. El ser humano ha inventado la forma verbal del futuro para que el presente tenga un lugar a donde ir, pero es en ese futuro donde el miedo adquiere carta de naturaleza. Toda amenaza se ubica en el futuro, y es allí donde también se empadronan los miedos, tanto los reales como los apócrifos. La mayor parte de nuestros miedos deliberan sobre cosas que nunca sucederán. Nuestro cerebro es una compleja máquina de producir predicciones, pero en ocasiones el miedo le hace embaucarse así mismo, o dejarse embaucar, e inhabilita al pensamiento a pensar alternativas. No hay mejor mecanismo de sumisión.



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martes, febrero 09, 2016

La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma

Afternoon-Light, obra de Carrie Graber
Las emociones básicas forman parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en nuestros circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio, «marcadores somáticos», señales de cómo  nuestro organismo procesa la situación. Cuando somos conscientes de las emociones se convierten en sentimientos. No podemos modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos variar la respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo ensayo La regulación de las emociones, sus autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento introvertido, de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición léxica por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la desolación, la congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un indefinido día para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy concreta. Esto significa que cada vez que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones, singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también para nosotros mismos. En momentos tristes no siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos desdibuja.

Experimentamos tristeza cuando un suceso desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo deseado no ensambla en el mundo como habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que supone la angustia, en la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de una expectativa incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta cuando este desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La tristeza inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado cosechado. Ha habido una pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor de introspección. La tristeza nos expatria del mundo. A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». 

Los psicólogos predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias fisiológicas encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son una clara y muy visible petición de ayuda para que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una paradoja muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a la vez solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al contagio, quizá porque resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de esfuerzo, no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al contrario, pocas actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al propio sujeto que la padece como decisión personal. Al permitir que los acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna y acaso el desánimo entren en su vida. Como una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No entristecerse nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en que en clase se explica lo más interesante de la asignatura.



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