martes, enero 09, 2018

Aporofobia (aversión al pobre), la palabra del año



Obra de David Kassan
Por su interés lingüístico e informativo, Aporofobia ha sido elegida la palabra del año 2017 por la Fundación del Español Urgente. Este neologismo significa el desprecio a las personas en situación de pobreza. Ya aparece en la versión digital del diccionario de la RAE. Es un concepto acuñado por Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de prensa de aquellos días. Desde entonces esa palabra forma parte de la cotidianidad de nuestro vocabulario y nos ha servido para delimitar con precisión ciertas conductas del paisaje social muchas veces nominadas con deliberada inexactitud. Al enterarse de la elección, su autora ha comentado que «me parece oportuno que se ponga sobre el tapete que este fenómeno existe, dándole un nombre». Adela Cortina inventó la palabra para diferenciar la xenofobia de la animadversión al pobre. A veces consideramos xenófobas realidades sociales que sin embargo son aporofóbicas. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y ahora gracias a ella podemos referirnos a la aversión a una persona exclusivamente por su pobreza. El año pasado Cortina publicó un ensayo con el transparente título de Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017), lo que sirvió de trampolín de notoriedad al término. En sus páginas explica en qué consiste exactamente. 

La profesora utiliza el ejemplo de la inmigración para que se distinga claramente entre xenofobia y aporofobia. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina en el ensayo, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad ni se le aplican los Derechos Humanos que jurídicamente trae aparejados). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que conexa la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de recompensa. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil eliminar o al menos atenuar el pauperismo del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien lo padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza, lo disocia del reparto de la riqueza y lo relega a asunto privado.

Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. La ausencia de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de cualquier idea de futuro. En la pobreza no hay posibilidades de autorrealización, que es el referente más radicalmente humano. Dicho de otro modo. La pobreza deshumaniza. La aporofobia amplifica abyectamente esta deshumanización.



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martes, diciembre 19, 2017

Cuidarnos en la alegría



Obra de Antony Williams
Defino como humanidad la conducta en la que un ser humano se preocupa de otro ser humano. Es muy fácil rellenar de contenido este término (humanidad) aparentemente vago y complejo. Basta con acudir a su negación para saber con exactitud de qué estamos hablando. En el lenguaje coloquial existe una fórmula verbal tremendamente delatora. Yo la utilizo a menudo en mis cursos. Cuando decimos de alguien que es «inhumano» estamos señalando subrepticiamente qué entendemos por ser un ser que se conduce con humanidad. Cuando decimos de alguien que «no tiene sentimientos» estamos delineando con escuadra y cartabón qué sentimientos nos gustaría que vehicularan las acciones humanas en el espacio compartido, qué parafernalia sentimental sería bueno que gobernara el nexo entre las alteridades para mejorar su vinculación. Puede parecer una tautología huera, pero el comportamiento humano es ser humano con los seres humanos, incluidos los que exceden la selección de parentesco y las restricciones empáticas. Se trataría de conducirnos con concordia. La palabra concordia proviene de cor, cordis, corazón. Cuando en nuestro comportamiento hay concordia el corazón preside las interacciones con el otro. En ese instante estamos atravesados de cordialidad, una virtud nuclear si aceptamos que los seres humanos somos seres en relación, no entidades insulares ni sujetos atomizados como insiste en hacernos creer el acérrimo individualismo. 

Cuidar a alguien es lo menos pragmático y lo  más humano de todas las actividades posibles que concita la experiencia de vivir. Pragma significa cosa, así que pragmático es el que hace cosas, pero práctico es el que aprende cuestiones relacionadas con la conducta de los sujetos, nada que ver con los objetos. Por eso cuanto más deshumanizado es un contexto lo pragmático acaba subsumiendo a  lo práctico. Los sujetos nos cuidamos prestándonos atención. Esta expresión me resulta excepcionalmente valiosa. Es un  hallazgo léxico de primer nivel que el uso frecuente ha invisibilizado por completo. Cada vez valoro más que alguien me preste su atención (durante un lapso de tiempo su atención es mía) y cada vez presto más atención (entrego mi atención a una otredad) a quien me la presta a mí. Atender es poner la atención en un sitio concreto, y creo que no hay nadie que cuide a nadie si no lo acompaña con su atención. De ahí que cuidar y atender sean sinónimos. Siento decirlo porque adoro los animales, pero el mejor amigo del hombre no es el perro, tampoco el encantador gato, el mejor amigo de cualquiera de nosotros es aquel que nos cuida y se preocupa de cómo va nuestra existencia en el mundo de la vida.  Es decir, aquel que se interesa por nosotros porque le interesamos. Aquel que nos presta su atención. Y nos la presta porque nos quiere. Esta es la concatenación  que explica por qué en su sentido original amar a alguien era cuidarlo.

Se tiende a hablar del cuidado para asistir a nuestros pares en los momentos en los que se les avería el cuerpo, cuando pierden autonomía y no se valen por sí mismos para operaciones primarias, cuando la decrepitud de la carne muestra su poder omnímodo, cuando la precariedad económica oxida sus posibilidades, cuando la vulnerabilidad con sus diferentes rostros muestra sus temibles fauces. Se ha instalado un tropismo que conceptualiza cognitivamente el cuidado como la asistencia al otro en exclusivos episodios de adversidad, quizá porque el antagonismo del cuidado es el daño. De este modo cuidar consiste en evitar que el daño asedie al otro o curarlo en el caso de que ya haya sido asaltado por él.  A mí me provoca perplejidad que muchas personas solo concedan cuidado para amortiguar la tristeza en instantes de mendicidad afectiva o material, pero lo repliegan para la alegría. Acuden a sedar la desgracia, pero no a propiciar la gracia. La tecnología sentimental de la compasión nos enseña a diario que compartir la pena diezma la pena, pero compartir la alegría multiplica la alegría. El cuidado también es participar o hacer partícipe al otro de esta prodigiosa multiplicación. Cuidar es gozar juntos, edulcorar la vida, llenarla de aquello que evapora la sensación de esfuerzo, compartir y degustar el afecto, defender aquello que salvaguarda la dignidad de toda la familia humana (que es como todos nosotros aparecemos citados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en cualquier ensayo que vindique la fraternidad). Cuidar es atender a que la alegría comparezca en la vida del otro, no solo acudir a quitarle la aflicción de encima. Me atrevo a manipular la Regla de Oro y arrimarla a una ética alegre del cuidado: «Cuida al otro como te gustaría que te cuidaran a ti para que no decaiga tu alegría».  Felices días a todos.



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martes, diciembre 12, 2017

Empatía, compasión y Derechos Humanos

Obra de Bo Bartlett
Un nuevo 10 de diciembre volvemos a celebrar el Día de los Derechos Humanos. En esa misma fecha, pero de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida por tercera vez en París firmó la Declaración Universal de esos Derechos Humanos. El documento aloja treinta artículos que se sostienen en la idea de la dignidad humana. Tenemos el derecho de que esa dignidad que nos arrogamos en tanto que somos seres humanos sea protegida, pero también cargamos el deber de cuidarla en los demás. Fue la primera vez en la historia de la humanidad en que la dignidad humana (el valor que nos damos a nosotros mismos los seres humanos por ser seres humanos y el derecho a tener derechos) encontró reconocimiento y protección jurídica. Cualquier ser humano posee unos inalienables derechos sin distinción alguna de su raza, color, sexo, religión, condición política, propiedades, nacionalidad, o país de origen. 

A mí me gusta señalar que los Derechos Humanos son el cénit de la creatividad humana, una invención ética para salvaguardarnos de lo más predador de nosotros mismos. Para demostrar su carácter inventivo, en alguna conferencia he tenido que recordar a los asistentes que esos derechos no vienen del mar, ni se cultivan en la tierra, ni caen de los árboles, ni los llueve el cielo, ni los manuscribió ninguna deidad, ni los bajó nadie en tablas de piedra de ninguna empinada montaña. Nos los hemos inventado para mejorarnos. Son un común denominador para el paisaje humano, los mínimos sin los cuales la dignidad no puede brotar en la vida de una persona. Conviene recordar que esos derechos fueron proclamados tras la espantosa carnicería de la Segunda Guerra Mundial, un hemoclismo (una inundación de sangre, según la acertada expresión del atrocitólogo Matthew White) de dimensiones sobrecogedoras. En Pensamientos arriesgados, Savater recuerda a los despistados que esos derechos «no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras». Cedo a Eleanor Roosevelt, que presidió la comisión que formuló la Declaración Universal, la respuesta a la interesante pregunta «¿dónde empiezan esos derechos?». «Esos derechos empiezan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa... Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano».

Estos días estoy leyendo el voluminoso ensayo Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones de Steven Pinker. En sus páginas aboga por la verificada tesis de que los índices de violencia han descendido extraordinariamente en los últimos siglos. Pinker busca una causa exógena para explicar esa disminución y por ende la mejora en la convivencia y en el proceso civilizador. El hallazgo es soprendente y lógico a la vez. Mejoramos notablemente como especie cuando empezó a importarnos el sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta?  La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. La lectura ensanchó la mente, afiló la sensibilidad, conectó ideas, explicó el sufrimiento ajeno, amplió el círculo empático. Los pensadores de la Ilustración (en cuyas ideas se basan las dos Declaraciones que preceden a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia) son hijos de una empatía estimulada por el poder evocador de los relatos de otras vidas recogidas en los libros. Esa empatía es esencial para la compasión, el sentimiento más radicalmente humano, o el que más incide en la acción humana. 

Curiosamente leo en una entrevista a la escritora especializada en religión comparada Karen Armstromg, galardonada en la última edición con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, que la compasión está desacreditada porque la concebimos erróneamente: «a veces se traduce por misericordia, que significa que yo estoy en una situación de privilegio y entonces siento pena por ti. Pero la compasión tiene que ver con la igualdad. Analizas tu corazón, piensas qué te haría daño y no se lo haces a otro. Esa es la regla de oro». Adela Cortina lo explica de idéntica manera en Aporofobia: «la compasión es sobre todo el reconocimiento de que el otro es un igual con el que existe un vínculo que precede a todo pacto». En el monumental La compasión, una vitud bajo sospecha, Aurelio Arteta ilustra con claridad que la compasión es el germen de la justicia que luego se encarna en instituciones. Estoy convencido de que los Derechos Humanos que están a punto de cumplir su septuagésimo aniversario nacieron del sentimiento de la compasión. Un sentimiento que se fomenta con las creaciones que los seres humanos hemos inventado para narrarnos a nosotros mismos (novelas, canciones, obras de teatro, películas, cuadros, ensayos, poesías, sinfonías, etc.). Cualquiera de estas creaciones es la mejor forma de saber qué siente aquel que no soy yo y con el que nunca podré intercambiar una palabra por lejanía geográfica o brecha afectiva. En Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana y escrutadora del orbe sentimental Martha Nussbaum refrenda esta tesis y anima a relanzar las Humanidades en la oferta curricular en un mundo exorbitado de medios tecnológicos pero anoréxico de fines. El italiano Nuccio Ordine también defiende lo mismo en el enternecedor opúsculo La utilidad de lo inútil. Su argumento es que lo más inútil (para el credo económico y su maximización del beneficio) es lo más útil para vivir y para convivir bien todos juntos. Acabo de explicar a qué aspiran los Derechos Humanos.



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