martes, mayo 02, 2017

La bondad es el punto más elevado de la inteligencia

Obra de Alyssa Monks

Hace unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que el bienestar pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la gratitud. En la arquitectura afectiva coloco la bondad como contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para la extracción de un beneficio), la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser. 

La bondad coaliga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro. Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos también tienen razón, serían los dispositivos afectivos de apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción. Ser bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas palabras. Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor.  Luego amplían el foco a personas que no les importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se puede sintetizar en qué consiste humanizarnos. 

Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadadas en otros contextos, como por ejemplo en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con la persona conocida que con la desconocida, con los miembros de nuestro círculo electivo y de sangre que con los que conforman el regido por lo azaroso y lo interino. Homologar ambos comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos hacer para pasar del círculo íntimo  la arena pública con la misma actitud empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al ámbito de la plaza donde el afecto pierde irradiación. He intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del sentimiento. En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos atañe a todas como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar: «Las virtudes no se aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder aprenderlas». He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje social. Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos ejemplificar. En el plano ético la teoría especulativa es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero para aprenderla necesitamos atestiguarla en personas consideradas valiosas por la comunidad y replicarla con asiduidad en nuestra vida. Pocas tareas precisan tanta participación de la inteligencia, pero pocas agradan tanto cuando se automatizan a través del hábito. Cuando alguien lo logra estamos ante un sabio.


martes, abril 25, 2017

Nunca discutas con un idiota



Obra de Alex katz
Se le atribuye a Kant la genial sentencia en la que se aconseja que «nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Hace unos años parafraseé esta prescripción de mi filósofo favorito alertando del peligro connatural que supone discrepar con un estólido, porque «en cuestión de uno o dos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Admito públicamente que yo muchas veces he sido víctima de este mecanismo, es decir, he sido muy idiota. Lo más grave, y lo que habla muy mal de mí, es que era muy consciente de que lo iba a ser. Presagiaba que en un minúsculo lapso de tiempo me iba a mimetizar en el idiota con el que libremente había decidido practicar un diálogo podado de los mínimos protocolarios para poder llamarlo así. Igual que una pregunta jibariza o amplifica la lucidez de la respuesta, el necio logra ahormarte a su discurso. Ahora se entenderá esta otra celebérrima afirmación, cuya autoría pertenece al novelista  Mark Twain: «No discutas con un estúpido, te hará descender a su  nivel y ahí te vencerá por experiencia». El nivel de una discusión lo instaura siempre el que menos recursos cognitivos, retóricos y sentimentales posee. Si uno acepta que un estulto lo ponga a su altura, debería saber anticipadamente que acabará cayendo muy bajo. El idiota posee la capacidad divina de moldearte a su imagen y semejanza.

Flaubert comentaba que identificamos como tonto a todo aquel que no piensa como nosotros, pero no creo que sea exactamente así. A mí me gusta calificar como idiota a todo aquel cuyo resorte identitario más radical es su impermeabilidad a evaluar los argumentos de su interlocutor, negar la predisposición a intentar comprender al otro, impugnar los argumentos de la contraparte con ocurrencias en las que no hay ni un solo argumento. Los argumentos llevan en germen capacidad demiúrgica y movilizadora, y quien desea amputársela no escuchándolos, cercenándolos con ideas peregrinas,  desdeñándolos y basculándolos hacia el desprecio porque no son suyos, o  subvalorándolos porque otorga una primacía omnímoda a sus ideas, es tonto. En las antípodas se aposenta la actitud del que decide escuchar otras visiones y abrazarse a una evidencia nueva si mejora la anterior. Una mala pedagogía nos hace creer que cambiar de opinión nos degrada. Cambiar de opinión es abyecto cuando significa el incumplimiento de una promesa, pero denota abundante inteligencia cuando uno abandona un argumento esquelético porque ha encontrado otro de aspecto mucho más saludable.

Es una pérdida de tiempo exponer argumentos a aquel que no argumenta sus ideas. Este despilfarro de energía y tiempo ocurre muy a menudo. El dogma económico, el credo religioso, las exterioridades sobrenaturales, los prejuicios, las cosmovisiones sesgadas, son sistemas de creencias que se utilizan como argumentos irrefragables cuando sin embargo son tan refutables como cualquier otro. No es una buena idea dialogar con quien en vez de argumentos utiliza creencias tan naturalizadas que las eleva al rango de certezas. Las creencias no se piensan, en las creencias se habita, y es imposible el juego dialéctico de los argumentos con quien prescinde de ellos para acomodarse en el mundo. Podríamos agregar que necio es aquel que niega que la realidad siempre es una interpretación subjetiva y por tanto expuesta a sufrir la oposición de cualquier otra interpretación sin que ocurra nada trágico porque sea así. En otros textos he definido como tolerante al que admite que todo argumento se puede objetar, frente al que defiende que todo argumento por el hecho de serlo debe ser respetado y no criticado. Hay que respetar el derecho a opinar, pero sin que ese derecho obstaculice la posibilidad de refutar el contenido de la opinión. Voy a ir más lejos todavía. En un juicio deliberativo no existe la verdad, ni tan siquiera se puede demostrar si el enunciado es cierto o es falso. En el cosmos de la deliberación solo se puede argumentar. En este universo tan particular el idiota se arroga el monopolio de la verdad. Es amo y señor de ella. Quien se cree propietario de la verdad está incapacitado para enriquecerse del poder transformador de los argumentos del otro. Está esculpido en una creencia. Está petrificado. Momificado. Fanatizado. Ya sabemos anticipadamente en qué nos convertiremos si discutimos con él. 



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sábado, abril 22, 2017

Feliz Día del Libro a los que no conciben vivir sin leer



Obra de Nigel Cox
Hoy es la víspera del Día del Libro. Me encanta esta fecha porque mi relación con los libros es justificadamente apasionada. Yo siempre reivindico mi condición de lector muy por encima de la de autor. No todos los días me dedico a plagar de líneas la brillante pantalla del ordenador, pero sin embargo sentiría una ligera orfandad si un día no leo. No concibo un día en el que las inaugurales horas del día no las dedique a mantener una charla privada con aquellos que en un acto de generosidad han decidido compartir con todos nosotros sus mejores ideas, empaquetarlas en un lenguaje aseado y a veces embellecido, estructurarlas de una manera inteligible, y donarlas para que ahora cualquiera de nosotros pueda aprovecharlas en beneficio propio. A pesar de la habituación, a mí me emociona poder hablar cualquier mañana con las mentes más preclaras de su tiempo, tener la oportunidad de saber qué piensa alguien que ha pensado mucho y bien y lo comparte conmigo por escrito. Esta oportunidad nunca suficientemente laureada nos la permite la existencia de ese soporte del conocimiento llamado Libro.

Recuerdo que en el ensayo Para qué sirve la literatura, su autor Antoine Compagnor daba con la clave: «La literatura ayuda a encontrar las proporciones de la vida». Y unos renglones después añadía: «La literatura preserva y transmite la experiencia de los otros». La lectura absorta además permite la desconexión, la imprescindible ruptura momentánea de conectividad con el exterior para poder hacer labores de minería interior. La prescripción del oráculo de Delfos se logra de manera inmediata con una buena lectura. Leer no es leer lo que aparece en las páginas del libro que uno lee, es leerte a ti a través de lo que el autor ha escrito en su libro. Más todavía. Leer es un acto de disidencia, es pura insumisión a un mundo que pugna por atrapar nuestra atención para dispersarla todavía más. Parecerá una hipérbole, pero cuando veo a alguien leyendo embelesada e inmóvilmente veo en esa persona a alguien que le está sacando la lengua a un mundo que solicita exclusividad para la utilidad contable y los aspectos mercantiles. Es una estampa excitante e insurrecta, una esperanzadora prueba de que no todo está perdido. No puedo por menos de recomendar encarecidamente aquí y en vísperas de un día como el que yo ya estoy celebrando la lectura del ensayo Metamorfosis de la lectura del historiador de medios de comunicación Roman Gubern. Pocas veces he sentido tan epidérmicamente el esfuerzo de la humanidad por encontrar contenedores duraderos en los que depositar el conocimiento. Nuestros antepasados se desvivieron por encontrar fórmulas y envases para evitar la temible desmemoria. Fue así como a través de mutaciones increíblemente creativas surgió el libro, un  pequeño recipiente al que recurrir para combatir la ignorancia aprovisionándonos de lo legado por los que nos precedieron. Quizá ahora se entienda porque es un día tan maravilloso que todos deberíamos celebrar desde nuestro rango de afortunados prestatarios.

Pero a mí me gusta dar un paso más al frente. Leer no es solo disfrutar, como pregonan los divulgadores de la relevancia de la lectura olvidándose de que son muchos los que no disfrutan leyendo, ni un acto de disidencia, ni de instrospección. Es mucho más que eso. Leer es la actividad con la que mejor se alimenta nuestro cerebro. Las palabras son su nutriente natural. Nuestra relación tanto con nosotros mismos como con los demás es una relación lingüística. La palabra configura la textura humana. Nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias es una condición que se sostiene en una estructura empalabrada. Somos seres narrativos. Somos las palabras con las que nos historiamos y con las que intentamos que la aparente fragmentación en la que entrechocan los acontecimientos se convierta en narración sinóptica para intentar aproximarnos a comprender qué nos ocurre. Nos volvemos nítidos cuando un texto nos descubre aquellas palabras que al ignorarlas nos hacían borrosos, cuando nos invita a pensar en puntos ciegos de nuestra conducta que solo una mirada ajena nos puede aclarar. Vivimos en el relato con el que nos autobiografiamos sin necesidad ni de manuscribir en un papel ni de encender ningún dispositivo electrónico en el que teclear. Nuestra imaginación ética dota de sentido ese relato para construir el eje axiológico en el que orbita nuestra vida. Por enésima vez citaré que el alma de cada uno de nosotros no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada segundo lo que hacemos a cada instante. En un mundo que reivindica insistentemente que hay que cuidar la imagen, yo siempre matizo que es mucho más necesario cuidar las palabras. Las que decimos, las que nos decimos y las que nos dicen. La lectura es el mejor aliado para cumplir bien esta tarea. Benditos libros.



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martes, abril 18, 2017

Nadie puede decir que es humilde

Obra de Sean Cheethman

He titulado este texto de un modo provocativo y paradójico. El título parece afirmar que nadie es humilde, pero su lectura no es exactamente así. Significa que quien se sabe humilde para poder anunciarlo no es humilde, no sólo por verbalizarlo sino también por el hecho de saberlo.  He ahí la paradoja. Nadie humilde puede reconocer la humildad en él, porque entonces dejaría de serlo. El humilde no percibe su humildad, se la perciben. Si uno cree ser humilde, entonces ya no es humilde. La humildad no es un sentimiento porque nadie puede sentirla en su fuero interno, pero sí percibirla como una virtud en los otros. En el aforismo 424 del impresionante libro Aflorismos, Carlos Castilla del Pino aclara que «las virtudes se practican, no se proclaman. Hablar de la propia virtud es una obscenidad». Recuerdo otro aforismo en el que el psiquiatra cordobés se refería a la elegancia. Decía que «la elegancia no se exhibe, se advierte». Con la humildad ocurre lo mismo. Etimológicamente proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, de aquí que el humilde es el que vive pegado a la tierra, no se le ha olvidado que «polvo eres y en polvo te convertirás». Ahora mismo me viene a la cabeza una antigua canción de mi admirado Battiato en la que afirmaba querer dormir en un saco tirado en el suelo para, precisamente, no perder el sentido de la tierra. La humildad sería conducirse siendo consciente de la propia debilidad humana, sentir la insignificancia de nuestra vida en el océano tumultuoso de la vida. En griego significa pequeño. De aquí también procede la palabra humillar, que es poner a la vista la pequeñez de un tercero sin su consentimiento. Si esa pequeñez es espontánea hablamos de humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de humillación. 

La humildad es justo lo contrario al séquito en el que se encarnan las desmesuras del ego (a las que por cierto he dedicado uno de los epígrafes más extensos del ensayo La razón también tiene sentimientos -ver-). El soberbio es aquel que se cree superior a los demás, y para reafirmar su superioridad los ningunea o los subvalora. Ignora, o actúa como si lo ignorase, que participa de las mismas limitaciones que cualquiera de sus semejantes, y por eso la soberbia colinda con la idiotez. Los griegos llamaban idiota a aquel que creía que podía prescindir de los demás. Aristóteles lo resalta en la más célebre de sus sentencias: «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El humilde es aquel que ha descubierto que no puede prescindir de los demás si quiere satisfacer la más banal de sus necesidades. Sin la presencia colaboradora del otro no puede vivir bien. Como la soberbia y la estulticia comparten vecindad afectiva, la modestia es la vergüenza que nos provoca alejarnos de la humildad, aproximarnos a las provincias sentimentales en las que el ego cae en el desmedimiento y por tanto se vuelve idiota.

Existe una definición de humilde que yo deconstruyo habitualmente. Se dice que una persona es humilde cuando se quita importancia, pero yo creo que el genuinamente humilde no necesita quitársela porque en ningún momento se la ha autootorgado. Mi definición se escora hacia otros derroteros. Humilde es el que con sus actos habla de la vida minúscula y contingente que le confiere ser un animal humano. El humilde advierte su aleatoria intranscendencia como una persona que habita un lugar poblado por ocho mil millones de personas más, y que ve en sí mismo la fragilidad, la finitud, la vulnerabilidad, la debilidad, lo azaroso, la labilidad, que comparte con todas ellas por ser semejante a ellas, y a las que necesita para conjurar parte de su insuficiencia. La humildad nace del ejercicio prospectivo de la inteligencia, del mismo modo que la vanidad, que es el envés de la humildad, nace de la ausencia de inteligencia o de una inteligencia utilizada muy mal. Por eso la inteligencia y la vanidad se repelen. Es categóricamente imposible ser inteligente y no ser humilde, aunque quiero agregar que inteligente no es el que sabe mucho, sino el que sabe que por mucho que sepa siempre sabrá muy poco, que es una de las manifestaciones más cristalinas de la humildad y de la sabiduría. El humilde conoce sus límites personales, pero también la pequeñez insoslayable a la que lo arroja su textura humana. Es un ser humano, y saberlo y actuar en consecuencia le hace tratar a los demás como absolutamente iguales. Sabe que los necesita para ser el ser humano que es. Y si no lo sabe, o es un dios o es un idiota.

 


martes, abril 11, 2017

Las personas ya no se mueren, ahora se van



Obra de Borba Bonafuente
Cada vez se practica con más asiduidad el ejercicio de llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo. El lenguaje configura la realidad, así que si no puedes modificar la realidad puedes intentar cambiar el lenguaje. Una de las torsiones más malabares del lenguaje es el eufemismo. Consiste en canjear una palabra por otra, aunque su consanguinidad semántica sea discutible. El eufemismo sirve para evitar pronunciar una palabra con connotaciones ásperas sustituyéndola por una menos abrasiva que dulcifica el mensaje. De este modo se suaviza la transferencia de la información, se amortigua la carga negativa de la palabra a la que queremos referirnos al ser suplantada por otra más almibarada o más acendrada. Esta herramienta guarda sentido cuando la palabra canjeada puede resultar muy grosera o muy franca, pero la sombra del eufemismo se ha alargado tentacularmente y ahora se mutan palabras en las que no se detecta ni aspereza ni rugosidad ni franqueza. A mí me llama tremendamente la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada del vocabulario cotidiano. Al ser humano la muerte siempre le ha espeluznado e históricamente son innumerables los eufemismos desplegados para evitar citarla por su verdadero nombre: la señora de negro, la señora de la guadaña, la oscuridad, el último hálito. También existen expresiones como «dormir el sueño eterno», «realizar el último viaje», o «pasar a mejor vida». A mí me gustaba mucho la expresión que le leí a un novelista, por elegante y descriptiva: «doblar la servilleta». Nada que ver con los eufemismos contemporáneos.

Aunque parezca increíble, la gente ya no se muere, ahora se va. Es muy inusual escuchar que tal persona ha muerto, pero sí lo es escuchar que tal persona se ha ido, aunque nadie de los que utilizan la expresión agregue a qué sitio exactamente. Otro eufemismo un tanto banal es que la persona ya está descansando, como si se hubiera ido a echar la siesta. Descansar quita pesantez y alivia la experiencia de morir, pero su significado es cesar en el trabajo, reposar, dormir un rato. El eufemismo que ya ha alcanzado el estatuto de manido y por tanto vive instalado en el guión cultural colectivo es señalar que alguien nos ha abandonado en vez de afirmar que ha muerto. «Nos abandonó en la madrugada de ayer», «nos abandonó de repente, nadie se lo esperaba». Este eufemismo riza el rizo, porque cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y normalmente la muerte irrumpe contra la voluntad del finado. Abandonar es dejar solo a alguien o interrumpir su cuidado, y cuando decimos que alguien nos ha abandonado,  o nos ha dejado, parece que estamos reprochando que ese alguien desdeñe nuestra presencia, o que incumpla sus promesas, o que haya decidido deliberadamente inasistir a una cita. Cuando una persona abandona algo está ejerciciendo su plena autonomización. Morir es justo perderla.

La derrota del pensamiento (como escribió Alain Finkielkraut), la infantilización del mundo, la sociedad del espectáculo (gran definición de Guy Debord en la que ser es tener y tener es parecer), la ligereza de los tiempos (como describe en su último ensayo Guilles Lipovetsky),  la inconsistencia de los vínculos y de los deseos (el mundo líquido tan genialmente  acotado por Zygmunt Bauman), quizá tengan algo que decir al respecto de este cortejo de palabras trucadas para no pronunciar la palabra muerte. La muerte requiere pensamiento para ser entendida en su vacía totalidad, finiquita el espectáculo, despide la ligereza, enseña los verdaderos vínculos a los que no se mueren, patentiza sin miramientos qué es ser y qué es tener. La muerte es un evento biológico, pero la finitud es la conciencia de que ese evento tarde o temprano prorrumpirá en nuestras vidas. La posibilidad de esa conciencia es la que nos humaniza y nos permite jerarquizar el sentido de aquello que realizamos en este tracto que llamamos vida. Que nos resulte poco decoroso llamar a la muerte por su nombre es preocupante, porque el conocimiento de que vamos a morir es la quintaesencia de la vida humana. Morir es clausurar el proyecto que somos mientras estamos vivos. La definición más precisa de la muerte que yo he leído jamás la descubrí hace muchos años en una obra de Heidegger. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades. Nada que ver con irse, abandonar, o descansar.



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martes, abril 04, 2017

¿Por qué lo llaman emociones cuando quieren decir sentimientos?


Obra de Sean Cheetham
Resulta sorprendente cómo ciertos términos obtienen el consenso social de un modo rápido y se instalan cómodamente en el argumentario colectivo. Uno de ellos es el de inteligencia emocional.  En todo mi periplo académico como alumno de Filosofía no lo escuché ni una sola vez, y eso que  muchas disciplinas trataban con profundidad vertiginosa temas nucleares que ahora parecen propios y exclusivos de la inteligencia emocional, el desarrollo personal y el coaching (cada vez somos más conscientes del carácter pluridisciplinario del conocimiento, pero cada vez levantamos más fronteras nominales entre las disciplinas para delimitar nuestra empleabilidad). En la facultad nosotros llamábamos a aquellas ramas del saber filosófico de otra manera mucho más académica que jamás despertaría la curiosidad de un lector, y sí probablemente su rauda deserción. Podría poner ejemplos, pero no quiero asustar a nadie.

La primera vez que escuché la nomenclatura inteligencia emocional fue en el departamento de I+D de una empresa madrileña de formación en la que entré a trabajar. Eran los años en que mucha gente empezaba a relacionarse con el mundo emotivo de una manera febril, Daniel Goleman se estaba convirtiendo en una celebridad y su libro Inteligencia emocional estaba a punto de aurolearse como betseller. Recuerdo que una compañera me lo dejó para que lo leyera. Al entregármelo lo hizo con la misma sacralidad que si me estuviese entregando el Santo Grial para su custodia. He necesitado veinte años de estudio y la redacción de muchos textos para poder afirmar sin ningún equívoco que las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Las emociones son dispositivos innatos de  una plausible eficacia, pero adolecen de falta de esa inteligencia que ahora las acompaña cada vez que son citadas. Otra cosa distinta es el aparataje sentimental, que está erizado de inteligencia, aunque a veces esa inteligencia se emplee de manera errática, roma o calamitosa. La emoción pensada y articulada se metamorfosea en sentimiento.

Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones vinculadas a la inteligencia emocional, pero bautizándolas como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora se acercó a mí y me confesó que le había llamado la atención que empleara la palabra sentimental. Le comenté que los sentimientos son una construcción de la cognición humana que a veces se aprovechan de la dotación genética de las emociones, pero otras veces no, y que para las estrategias vitales a las que nos estábamos refieriendo era mucho más acertado hablar de sentimientos que de emociones. Añadí que toda la educación se basa en manipular el deseo, que elicita sentimientos, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity define la inteligencia como «una suministradora de razones para discriminar». Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas impulsadas por la inteligencia, fundamentales para domeñar la carga deseante y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Ignoro por qué lo llaman emociones cuando se refieren a sentimientos, transferencia nominal que provoca conclusiones borrosas, pero sospecho que algo tendrá que ver el hecho de que el lenguaje académico se haya apropiado del término emocional y el lenguaje poético del vocablo sentimental. En mi ensayo Los sentimientos también tienen razón. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) siempre utilizo el adjetivo sentimental. Me parece muchísimo más acertado porque en los sentimientos ya está inserta la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para jerarquizar el sentido. En las emociones, no. Me inclino por la denominación poética frente a la científica. No sé si la poesía es un arma cargada de futuro, pero en este caso la poesía se ha apropiado de un término más preciso que el de la ciencia. Es una victoria que me maravilla.

miércoles, marzo 29, 2017

El problema es la persona y la persona es el problema



Obra de Michaele del Campo
A mí me gusta refutar que un volumen elevado de conflictos no emerge por un déficit de comunicación, sino más bien por una tenaz carestía de comprensión. Parece lo mismo, pero no lo es. No comprender al otro, o no ser comprendido por él, introduce a sus protagonistas en una zona de desacuerdo o de altas tasas de incomprensión recíproca, que es la que comporta la solidificación del conflicto. Cuando en los años setenta Roger Fischer y William Ury se propusieron encontrar el método más eficaz para que los seres humanos resolviéramos nuestras diferencias de una manera aseada y mutuamente satisfactoria, esgrimieron cuatro grandes principios. El primero era el aparentemente irrefragable de «separar a las personas del problema». Esta propuesta ha gozado de enorme notoriedad en las disciplinas relacionadas con la articulación del conflicto, pero desde visiones holísticas la escisión  que prescribe es irrealizable. El problema es la persona y la persona es el problema, y no podemos segregarlos o trocearlos sin que estemos viciando el análisis o desoyendo el palpitar integral de la vida. Esta imposibilidad parece una mala noticia, pero no lo es. En el muy bien hilado y profundo ensayo Inteligencia relacional y negociación, de los profesores chilenos Jaime García y Carlos Canhueza, ambos de la universidad Adolfo Ibáñez, realizaban también este giro copernicano con respecto a lo postulado por el celebérrimo método de Harvard: «El problema no tiene existencia independiente de las personas que tienen el problema».  En su argumentación citaban permanentemente las tesis de Humberto Maturana.

La comprensión del otro se tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación, que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.

La mayoría de los conflictos nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada.  Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar:  a través de la bondad y de la inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan, sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.



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