martes, marzo 12, 2019

La producción de miedo


Obra de Yvan Favre
El miedo es una de las emociones básicas con las que la naturaleza nos ha dotado genéticamente. Cuando la emoción del miedo es pensada o anticipada, entonces deviene sentimiento que nace ante la presencia real o apócrifa de una amenaza que pone en riesgo nuestro equilibrio,  nuestro bienestar, nuestras expectativas, o que puede  contrariar vehementemente nuestros intereses y entregarnos al dolor o al sufrimiento. Su función es alertarnos o anticipar la llegada de un peligro. Este aviso ocurre para que despleguemos las respuestas de la huida (cuando aventuramos que saldremos malparados), la lucha (prepararnos y encararnos a la amenaza para intentar derrocarla), o la quietud (postergar el enfrentamiento, o claudicar y aceptar la derrota sin haber pugnado por la posibilidad de la victoria). Los marcadores somáticos del miedo son muy palmarios, lo que facilita entablar frecuentes diálogos con él. El miedo es displacentero y, como todo aquello que produce displacer, fácilmente detectable. Esta función tan pragmática acarrea dos riesgos de considerable tamaño, como muy bien recalca la definición de la RAE. En su diccionario se puede leer que el miedo es «angustia por un riesgo o daño real o imaginario». El peligro del que nos avisa la emoción del miedo puede ser real, pero también puede ser ficticio debido a las muchas charlas que entablan la imaginación y el futuro (primer riesgo), y además no provenir del resultado de servirnos de las funciones evaluadoras y reflexivas de nuestra cognición, sino de escuchar y aceptar acríticamente el relato de un tercero que busca un beneficio personal con la inoculación de ese miedo en nuestra afectividad (segundo riesgo, tan frecuente o más que el primero).

Esta fluctuación entre lo real y lo imaginado confiere al miedo un estatuto central en el entramado afectivo, pero también en los paisajes de la acción política. El miedo como emoción y también como sentimiento se alza así en instrumento político, en arma de dominación y control, en el lugar exacto en el que la domesticación y la mansedumbre florecen reverdecidas y frondosas. Naomi Klein nos recuerda en La doctrina del shock que todo momento de shock, de miedo cerval e inopinado, es una oportunidad fantástica para aplicar credos políticos y económicos que fuera de ese contexto serían profundamente rechazados. El miedo paraliza y produce servidumbre en quien lo padece, un caldo de cultivo afectivo y cognitivo idóneo para  aceptar lo que en marcos de reflexión ausentes de miedo se catalogaría de indigno, inaceptable, abyecto. Hace años definí el auténtico poder como la capacidad de una persona para orientar en la dirección deseada por ella la voluntad de otra, pero contando con su beneplácito. Esta apostilla es primordial y es la que permite conceder a ese poder la vitola de genuino. El miedo es una herramienta propicia para coronar este sibilino propósito. La política del miedo es generosa en entregar réditos inmediatos al que la emplea, y es espléndida y abundante porque los seres humanos no somos tan racionales como alardeamos. Somos racionales, pero también irracionales, y esa irracionalidad con la que en muchas ocasiones construimos nuestros juicios es un verdadero vergel para que germine el miedo irreflexivo del que emanan la irresolución y la aceptación o sumisión, que a su vez inyectan más irracionalidad en nuestros juicios, que así multiplican la idoneidad para la llegada de nuevas cantidades de miedo. Bienvenidos a un bucle que puede reducir a un ser humano en un ser apocado, dócil, absolutamente servil. 

El miedo alberga muchos gradientes como para hablar genéricamente de él sin escamotear la multiplicidad de matices con que la realidad caricaturiza las reflexiones maximalistas. Ahí están la ansiedad (miedo diagonal e irracional no justificado), la angustia (miedo existencial sin concreción ni geográfica ni sentimental de fecunda tendencia entrópica), el estrés (miedo a no poder cumplir con un objetivo por falta de competencia o por carestía de tiempo), el pánico (una voluminosa cantidad de miedo súbito y de alta intensidad ante algo impredecible que desborda nuestra habilidad de recepción y sujeción), el susto (miedo lacónico que rápidamente se neutraliza para volver a la inmediatez del equilibrio perdido),  el terror (miedo exacerbado ante algo o alguien que intuimos interferirá en algo cardinal para nuestros intereses, incluida la posibilidad de eliminación de la propia vida). Algunos autores defienden que el miedo es una emoción y un sentimiento sin contrario. El argumentario esgrimido es que el miedo, tanto el inoculado con deliberación como el real e incluso como el apócrifo, nos hace tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad como seres humanos arrojados a una existencia. Esa vulnerabilidad es consustancial al evento de estar vivo y por tanto resulta inatajable. Si estamos vivos, somos vulnerables, si somos vulnerables, tendremos miedo a que esa vulnerabilidad que nos constituye interfiera y ocluya nuestros planes. Ser dañables nos hace daño incluso cuando nada ni nadie nos esté dañando. Basta con tomar conciencia de que somos constitutivamente vulnerables para que el miedo nos enseñe su condición de eterno acompañante. Precisamente esta corroboración ha impedido que este artículo se titule Vivir sin miedo, que era lo que había pensado en un primer momento. No se puede vivir sin miedo, pero sí con un miedo compatible con la acción y la emancipación, un miedo contestado con valentía. El valiente siente la presencia acuciante del miedo, pero su conducta lo determina a invertir energía y estrategias para que no se frustren sus propósitos. Acaso la pasión que actúa como contrapunto del miedo sea la tranquilidad. Cuando hablo de tranquilidad me refiero a calma, serenidad, aceptación, estoicismo, paz interior, ataraxia. De ahí que para ilustrar este texto haya eligido esta preciosa obra de Yvan Favre en la que aparece una lectora abducida por la apacibilidad, y a su lado un gato o gata, animal que irradia paz y sosiego.

El miedo consigue muchos efectos, pero hay varios especialmente sustantivos. El miedo nos hace olvidar que la mayoría de nuestras acciones y su orquestación en el tejido social se basan en ficciones, y que toda ficción es fruto de la imaginación, y en tanto que es así puede ser revocada, rehusada, marginada, revisada, puntualizada, mejorada. El ser humano articula su vida en torno a ficciones e irrealidades que patentizan que la realidad no es algo dado y concluso, sino algo dinámico y siempre inacabado porque en ella se pueden incluir posibilidades. Es aquí donde el miedo cobra plena centralidad en nuestros modos de conversar con la ficción de lo posible. Cuando respondemos al sentimiento del miedo con conductas como la cobardía o el amedrentamiento, es fácil que autocensuremos nuestra inventiva pero que sin embargo seamos crédulos ante la ajena, que cancelemos la irrupcion de nuevas ficciones, que nos repleguemos ante la posibilidad de refutar lo establecido, o que abandonemos la duda como forma de habitar en los juicios que pergeñamos o en los que nos endilgan. El miedo provoca la mutilación de horizontes (en preciosa expresión de Julián Marías) y quien claudica ante su presencia asume la condición de espectador en detrimento de la de autor. Espectador irresoluto, por supuesto.

Para inhibir la imaginación y cejar en la producción de ficciones inéditas que articulen el mundo de otra manera, es suficiente adueñarse de la legitimidad del discurso del sentido común y estigmatizar y desacreditar, o amenazar con consecuencias desventajosas (es decir, producir miedo), aquello que lo pone en entredicho. Lo que no se atiene a lo que señalan los autoproclamados propietarios del discurso hegemónico del sentido común será adjetivado como imposible, demagógico, ignorante, radical, populista, o cualquier otra calificación denostativa. La imaginación es la capacidad de pensar posibilidades, discernir con criterios novedosos, proveernos de perspectivas críticas, hipotetizar sobre cómo serían las cosas si empleamos premisas diferentes a la hora de deliberar y urdir conclusiones. La capacidad creadora del ser humano consiste en hacer existir lo que antes no existía, es decir, hacer posible lo que antes nos resultaba imposible. Imaginar la posibilidad es el paso previo para hacerla posible. Dicho en sentido negativo. Es imposible hacer posible lo que no se imagina como posibilidad. Como la atracción gravitatoria del miedo miniaturiza la imaginación, urge producir tranquilidad, disponer de un ánimo sosegado que sepa relativizar, deconstruir ficciones, ver irrealidades para hacerlas reales. Tranquilidad para ser valientes, para ser críticos e inquisitivos con las creencias y los dogmas que nos habitan y habitamos, para disentir de los que nos hurtan una vida digna afirmando que no hay alternativas a otras formas de vivirla. Vivir sin miedo para dotar de vida la vida, que es nuestro tesoro más preciado.  



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martes, marzo 05, 2019

¿En qué deseamos convertirnos?


Silvio Porzionato
El sentimiento de admiración es un sentimiento muy olvidado en el mapa político y ético. Sin embargo, a mí me parece un sentimiento sustantivo en la acción humana. Las virtudes, o los valores en su acepción contemporánea, se aprenden observando primero y emulando después la conducta plausible de personas significativas para nosotros. Las palabras entronizadas por el discurso ético como respeto, dignidad, consideración, empatía, bondad, generosidad, amabilidad, equidad, no hay que enseñarlas, hay que practicarlas, que es la forma de aprenderlas una vez observadas en la corporeidad de los actos. Wittgenstein escribió que la estética y la ética no se enseñan, se muestran. Si queremos una absorción pedagógica, después de contemplar el contenido ético hay que practicarlo y repetirlo hasta transformarlo en hábito y memoria. Aristóteles afirmaba que los aprendizajes que consisten en hacer se aprenden haciéndolos. Una de las grandes decepciones de la humanidad advino cuando los próceres de Las Luces descubrieron que el acceso al conocimiento no nos hizo mejores. Ni la cognición liberada de los dogmas y la superstición, ni el avance epistémico, ni el progreso científico, trajeron adjuntado un progreso ético. Esta constatación no debería arrojarnos al desánimo, sino exhortarnos a cultivar con más ahínco la tarea siempre inconclusa de pensar, que no guarda homología con adquirir conocimiento. Pensar es la experiencia que puede polinizar el conocimiento en práctica de vida. Aunque parezca contraintuitivo, pensar y hacer son sinónimos. Ya lo dijo Catón el joven: «Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo».

No es fácil cultivar el pensamiento. En la civilización del trabajo, vida y empleo (cada vez más precario) van indisolublemente soldados. Ocurre que el requisito más demandado por las industrias de la empleabilidad es la acreditación oficial de los saberes técnicos. Parasitada a esta exigencia se ha levantado una vasta mercaduría dedicada a la venta de titulaciones que santifican la capacidad productiva y desdeñan la reflexiva. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización privada del beneficio monetario. La conclusión es que la intelección y todas sus actividades satélite (reflexión, comprensión, deliberación, pensamiento, diálogo, sensibilidad ética, narración de sentido) sufren una acusada minusvaloración en la segregación y estandarización meritocrática de la empleabilidad. Hay una gestión instrumental de la inteligencia desvinculada de la capacidad de dar forma digna a la experiencia humana.

Sin embargo, para edificar el sentimiento de admiración es cardinal el concurso de la axiología, el pensamiento entregado a encontrar nuevos ángulos de valoración acordes con nuestra capacidad creativa de otear posibilidades, la participación de una afectividad crítica que sepa escindir inteligentemente lo admirable de lo que no lo es, porque podemos admirar comportamientos muy poco admirables o incluso reprensibles.  Como se puede admirar a alguien o a algo poco o nada admirable, no nos queda más remedio que discurrir qué es lo admirable, acotar su territorio, delimitar el comportamiento que merece esta calificación de la que no. Dejaríamos atrás la razón instrumental y entraríamos en los dominios de la deliberación, aquello que puede ser de una pluralidad de maneras y que por tanto requiere la intervención de una razón discursiva afanada en instituir prioridades y valores. Lo admirable para mí puede ser algo deleznable para otro, así que en el mundo de la deliberación es imperativo pensar juntos. Ese pensar juntos a su vez solicita el principio fundacional consistente en responder qué vida queremos para la agenda humana que compartimos en nuestra irreversible condición de existencias al unísono. En la contestación que nos demos podremos levantar las fronteras de lo admirable de lo que no lo es, lo digno de lo indigno, lo  vivible de lo invivible. Aquí la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para estratificar el sentido cobran una centralidad categórica. 

Como somos existencias abrazadas a otras existencias y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. «El ser humano se hace al elegir», escribió Sartre en El existencialismo es un humanismo, pero agregó páginas después de esa primera aserción que «no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al ser humano que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del ser humano tal como consideramos que debe ser». Yuval Noa Harari clausura su ensayo Sapiens, de animales a dioses interpelando a los lectores con dos interrogantes vertiginosos: ¿En qué deseamos convertirnos? ¿Qué queremos desear, y añado yo, como la encarnación viva de ese sapiens en perpetua mutación en tanto especie no fijada?  Me atrevo a añadir una tercera pregunta. ¿Qué conducta nos gustaría considerar como admirable? Me aventuro a responderla. Sería admirable aquella conducta que trata al otro con dignidad y respeto, que en sus deliberaciones previas a la acción conversa con la preocupación por el otro y los modos de erradicar el motivo de esa inquietud, inclinación discursiva medular para forjar ideas de equidad y justicia. Solo así se puede saltar de la ética a la política, del yo a la primera persona del plural, que es la forma en la que habitamos la vida. Incomprensiblemente las democracias y los ciudadanos hemos delegado la respuesta en la inteligencia empecinada en aumentar los márgenes.



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martes, febrero 26, 2019

El amor no se mendiga


Obra de Clare Elsaesser
Este artículo está mal titulado. Un título mucho más ajustado y veraz hubiese sido «El amor no debería mendigarse». Ese debería prescriptivo de este segundo enunciado indica la existencia de mendicidad en los dominios de la relación romántica (entendida como la relación presidida por lazos apasionados, atracción sexual, admiración mutua, creencia indiscutida de que sin el otro la vida no tendría sentido). Desgraciadamente cuando un miembro de la pareja declara la defunción de su amor y por lo tanto la irrevocable clausura del vínculo, puede ocurrir que la parte afectada limosnee ese amor perdido con el fin de recuperarlo y mantener la relación, auque sea incluso en términos desfavorables para sus intereses.  Como ha mistificado que «sin ti no soy nada», emprende lo que haga falta para seguir siendo algo. Hay una brutal disonancia entre estos dos corazones que ya habitan en relatos dispares. Probablemente uno considera derruido el proyecto tras una lenta y meditada maduración de la decisión, y el otro se encuentra con la sorpresa informativa de la ruptura decidida, con su impugnación y su frontal desacuerdo, con el asedio numantino de sentimientos de aflicción y abandono. En esta situación es probable que el que se resiste a la despedida enumere alguna capitulación que sirva de estímulo para que su pareja revise la medida adoptada, recapacite, amplíe los ángulos de valoración, imagine nuevas posibilidades de reencuentro. Todo con el objeto de que se retracte. Si la decisión de poner punto final se mantiene firme, el listado de praxis para evitar ese fatídico punto de no retorno puede ampliarse. Se realizarán nuevas concesiones, renuncias, estrategias acomodaticias, o incluso abdicaciones vinculadas con el autorrespeto, para evitar que la contraparte cumpla lo anunciado.

Traducir la pervivencia del amor en capitulaciones, o en sacrificios que conllevan anulación, o en una pautada espera, o en mutar el régimen sentimental hasta la inmolación, no suele devolver el amor al desenamorado, pero sí puede provocar en el mendicante la corrosiva decepción de amarse poco y muy mal. Hace unos días la escritora, y estudiosa de lo romántico como construcción política, Coral Herrera, que estos días promociona su libro Hombres que ya no hacen sufrir por amor. Transformando las masculinidades, continuación de Mujeres que ya no sufren por amor. Transformando el mito romántico, publicó un artículo titulado Consecuencias de estar con alguien que no te ama. En el texto hablaba de esas situaciones que se dan cuando en una relación uno de los miembros no está enamorado, o no sabe querer bien, o le da miedo, o no se encuentra en el momento idóneo para comprometerse en un proyecto común. Aunque se pespuntean varias ideas, la idea central del texto es que no debemos amar a cualquier precio. Su tesis es que el amor se da o no se da, y por tanto mendigarlo es no entender su genuina semántica. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un epígrafe muy extenso en el que postulaba nuestra condición de sujetos pasivos en la experiencia del enamoramiento. En el lenguaje cotidiano solemos decir «me he enamorado», cuando el descriptor más preciso es el de «he sido enamorado». En mis años de estudiante de Filosofía tuve un profesor que calificaba este tipo de vivencias, que se pueden extrapolar a otras magnitudes de la acción humana, como deponencia ontonoética, es decir, acciones en las que el sujeto en vez de activo deviene pasivo, lo que no le impide la recepción de una experiencia. Cuando alguien afirma que se ha enamorado, suelo preguntarle qué ha hecho para lograrlo, y la mayoría de las respuestas se reducen a un lacónico «nada». He aquí la deponencia del sujeto. Si no podemos hacer nada para enamorarnos, resulta poco sensato solicitar al otro el nacimiento o el mantenimiento de un amor sobre el que no alberga soberanía. Nadie puede amar a nadie porque se lo rueguen, así que pedirlo sobra. Si el amor se ha disipado, lo más honesto es disolver la estructura que lo cobijaba, o no levantarla si esa era la aspiración. 

Eva Illouz escribió el ensayo Por qué duele el amor, pero en realidad lo que nos duele no es el amor, sino el desamor, el desamparo afectivo al que nos arroja el final de una relación cuyos lazos se entretejen con lo más profundo y recóndito del ser irreemplazable que somos. Mis adorados 091 cantan entre guitarras eléctricas que «el amor es como el filo de un hacha al cortar», pero también ellos equivocan el sustantivo. Es el desamor el que hace tanto daño que urdimos lo posible y lo imposible para no caer en su poder. Hay una insistencia doctrinal en repetir que el amor no es eterno para apaciguar el dolor que supone separar el diptongo amoroso. Yo estoy en profundo desacuerdo. El amor puede ser biodegradable o no, puede ser efímero o no, puede ser sempiterno o no. Ahora bien, cuando una de las partes confiesa que el amor se le ha evaporado y por tanto ha perimitado, es argumento suficiente para dar por concluido el contrato más peculiar que podemos rubricar a lo largo de nuestra vida. Para que dos personas estén juntas o formen una sociedad (por emplear vocabulario económico) es necesario que ambas deseen estarlo, pero basta con que una no quiera para que el contrato se rescinda unilateralmente sin que se cometa ninguna ilicitud. En la unión es necesaria una ineluctable coparticipación, pero se torna innecesaria en la disolución.

En el esclarecedor El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz afirma que «los enamorados contemporáneos presentan al mismo tiempo la personalidad de consumidores posmodernos y la de trabajadores racionales». El amor como bien de consumo se deshecha una vez se ha consumido. La temporalidad y la precariedad que presiden la esfera laboral ha penetrado en una esfera sentimental construida a imagen y semejanza de un contrato de trabajo. Marina Garcés sintetiza la similitud señalando que hemos pasado de liberar el amor a liberalizarlo. A pesar de todas estas devaluaciones, el amor continúa ubicado en los lugares honoríficos de los elementos gestores de la vida humana. Precisamente la posibilidad de que se produzca la temible rescisión unilateral ha debilitado las relaciones y la inversión sentimental en ellas en tanto que pueden fenecer en cualquier inopinado instante, y uno se quede sin amortizar los costes, o sin recibir contrapartidas. De nuevo se releen con operatividad economicista los vaivenes sentimentales, cuando sin embargo toda relación devuelve lo que uno pone en ella, que es lo que ocurre con todo lo adosado al mundo de los afectos. Dicho todo esto, ¿por qué querer estar con alguien que ya no quiere continuar con nosotros?, ¿por qué solicitar amor a alguien que afirma no sentirlo ya?  La derogación del contrato encarnada en la ruptura nos puede entristecer, nos puede arrojar a un estado de pesadumbre, pero no debería envilecernos, ni autohumillarnos, ni adelgazar de contenido la idea de lo que consideramos que debe proveer una relación. No es literal, pero recuerdo una reflexión de Walter Riso en la que afirmaba que hay lazos de dependencia afectiva que más que lazos son la soga con la que nos acabaremos ahorcando. Es cierto. Cuando nos podemos matar metafóricamente por mantener vivo el vínculo que la otra parte rechaza, el amor ya está muerto, o lanzando los estertores que anuncian su muerte. Ahí sí que el amor es como el filo de un hacha al cortar.



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