martes, diciembre 28, 2021

Lee, lee, lee, y ensancha el alma

Obra de Alexander Deinek

El título de este texto parafrasea el título de la canción de Extremoduro «Ama, ama, ama, y ensancha el alma». Leer permite este ejercicio de autocolonización expansiva, pero merece tomarse con cautela ese cliché teórico que pregona que leer nos hace mejores personas. No caigamos en el error de moralizar el acto de leer. Leer sobre virtudes no nos hace virtuosos, lo que nos hace virtuosos es practicarlas. Cuento esto porque estoy inmerso en la escritura de un libro titulado Leer para sentir mejor. Es un ensayo muy atípico porque en su redacción he invertido mis habituales procesos creativos. Cuando me llaman para pronunciar una conferencia utilizo las ideas diseminadas en mis ensayos para vertebrarla, pero en esta ocasión he utilizado el contenido de una conferencia para desarrollar argumentativamente un ensayo. Mi deseo para el inminente nuevo año es que cuando el libro se publique lo pueda presentar en librerías y bibliotecas, los dos lugares fuera de mi casa en los que más tiempo he vivido.

Leer hilvana nuestro mundo con otros mundos porque leer es una manera de escuchar a la otredad. Ayer mismo leí una entrevista de la siempre lúcida y amable Irene Vallejo en la que comentaba que «leer es la forma de introducirte en la mente de otra persona». Precisamente esa infiltración permite comprender la diferenciación y la historicidad del otro, que a su vez nos recuerda lo tremendamente idénticos que somos en tanto miembros de la familia humana, hallazgos reflexivos para neutralizar la producción de odio y prejuicios. El prestigioso crítico Harold Bloom solía decir que él leía para entrar en contacto con mentes más originales que la suya y así aprender de ellas. A mí me ocurre que cada vez que inauguro una lectura siento el cosquilleo preconizante de que su autor me presentará cosas que no sé y de este modo me enseñará a nombrarlas. El filósofo Joan-Carles Mèlich afirma en La sabiduría de lo incierto que lo contrario de la palabra no es el silencio, sino el ruido. Es fácil colegir que habitar en las palabras escritas es una forma de amortiguar lo ensordecedor del mundo. También adoro que la lectura cultive mi imaginación para permitir la expansión de mis ideas y la deliberación en torno a otros horizontes posibles. Hace dos semanas me mostraron un estudio bibliotecario en el que la mayor valoración e identificación que hacían las mil quinientas personas participantes de veintiocho países era que «leer ofrece una ventana abierta a la imaginación». El valor cognitivo de la imaginación es tan ubicuo que no somos capaces de mesurarlo. Gracias a su carácter adivinatorio y anticipatorio la vida humana es posible tal y como la conocemos. Todo lo que ahora existe y nos parece de una obviedad que no merece detenernos nació gracias a que alguien una vez tuvo la osadía de imaginarlo. 

Como este es el último artículo de este año quiero dar las públicas gracias a quienes se demoran en este espacio de reflexión para leer las ocurrencias que sedimento en escritura. Es un gesto al que le confiero muchísimo valor. Como los días siguen teniendo veinticuatro horas como hace siglos, pero el cómputo de tareas que introducimos en ellas se ha multiplicado en las últimas décadas, cada vez disponemos de menos tiempo de calidad para emplearlo en nuestras elecciones personales. Hablando hace poco con un amigo muy lector, pero ahora agobiado por la falta de tiempo para leer, me dijo riéndose de sí mismo: «Antes me daba mucho reparo dejar un libro a medias, ahora los dejo sin empezar». En la gigantesca y a la vez fantástica Una historia de la lectura, Alberto Manguel recuerda algo palmario pero proclive a olvidársenos: «Los libros no piensan por nosotros. Las grandes bibliotecas son objetos inertes, requieren de nuestra voluntad para cobrar vida». En mi condición de autor reconozco que sin el concurso lector de quienes visitan este pergamino digital mi palabra es palabra muerta. Este texto que escribo ahora es palabra difunta, aunque sé que resucitará en el instante en que alguien dialogue con ella a través de su lectura. Muchas gracias por ello. Que todas y todos paséis unos días bonitos. Y que el 2022 sea ese sitio en el que haya oportunidad de hacer existir aquello que ahora no existe y que sabemos nos donará vida. Mucha suerte.


 
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martes, diciembre 21, 2021

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío

Obra de James Coates

Con la inminente llegada de estos días navideños me acuerdo de la campaña «siente un pobre en su mesa» caricaturizada  en la película Plácido (1961) del irónico Luis Berlanga. Se trataba de que las rentas más altas acogieran a un pobre para compartir la presumiblemente opípara cena de Nochebuena. Era una forma de higienizar la conciencia sustituyendo políticas de justicia social por la optativa caridad, dejar la solución política que todo problema estructural requiere en manos de una opción emotiva y personal. El gesto samaritano de la cena no resolvía nada del problema de la pobreza, pero tranquilizaba a quien incuestionaba o apoyaba las distribuciones disparatadas y obscenas de la riqueza que lo provocan. Recuerdo hace unos años cómo en un encuentro con los sintecho de Europa, el Papa Francisco los exhortaba a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos forma al futuro para orientar el presente. En la pobreza, el despotismo del aquí y ahora disuelve la idea de porvenir. Nadie vive tan intensamente el alabado carpe diem como una persona asolada por la penuria.

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío, no es solo el sinhogarismo o el sintechismo, es tener una vida en la que no hay condiciones de posibilidad para poder tener planes de vida. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del vocabulario la palabra proyecto. Es cierto que tanto la pobreza como la riqueza son relativas, y que difiere mucho ser pobre de sentirse pobre. Una persona se puede sentir rica o pobre con los mismos ingresos dependiendo del contexto económico en el que se despliegue su vida. Construimos nuestro conocimiento valorativo y nuestra cultura sentimental a través del ejercicio evaluativo de la comparación, y este es el sencillo argumento que explica lo corrosiva y desestabilizadora que puede resultar la riqueza campando ostentóreamente en medio de la pobreza. Se suele aseverar que la pobreza irrumpe en la vida de una persona cuando no dispone de ingresos para satisfacer el mínimo necesario para la subsistencia, pero esta aseveración es muy ambigua y volátil. Los mínimos varían mucho para unas y otros. Para evitar discusiones bizantinas, está consensuado el criterio de que una persona está en riesgo de pobreza si vive en un hogar cuya renta es inferior al 60% de la renta mediana de su país. Cuando los ingresos monetarios son inferiores a ese porcentaje decimos que se ha franqueado el umbral de la pobreza. El precariado y el cognitariado se ubican en este umbral. 

Una persona es una entidad elaboradora de comportamientos orientados a diferentes propósitos en marcos de estrategias vitales. La pobreza elimina estos marcos, desdibuja los propósitos y diluye la capacidad de decisión. Hay varias expresiones en el lenguaje cotidiano que explican muy bien este destino que habla tan mal de cómo articulamos la vida en común. Cuando afirmamos coloquialmente de alguien que es una persona sin recursos, lo que queremos decir es que no posee instrumentos para crear y ampliar posibilidades. Un recurso es un medio para conseguir un fin. De aquí surge la expresión «medio de vida», el instrumento con el que obtener ingresos para poder sufragar los gastos que origina tener una existencia en un ecosistema social y un tiempo histórico concretos. Si se carece de medios de vida, si no hay medios, no hay fines, y si no hay fines, no hay ni orientación ni sentido vital.  De la alusión a la posibilidad se deriva otra expresión tremendamente elocuente: «es una persona sin posibles», es decir, es una persona con una vida inaccesible a las posibilidades, abocada por tanto a padecer el despliegue de una realidad idéntica y momificada que no puede revertir. Galtung define la violencia estructural como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. Los humanos nos atribuimos el valor común de la dignidad porque advertimos que poseemos autonomía, nos podemos dar leyes con la que regir el devenir de nuestra vida, podemos decidir, optar, escoger, elaborar fines y sentido vital. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica humana, el humano es menos humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia consustancial a la pobreza y el deber político de combatirla.

 


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