Mostrando entradas con la etiqueta argumentación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta argumentación. Mostrar todas las entradas

martes, octubre 05, 2021

La automanipulación, o los sentimientos como criterio de verificación

Obra de Marcos Beccari

Una mentira es un enunciado en el que se distorsiona la información aderezándola de ficción, o se omiten parcialmente datos nucleares. Se profieren mentiras con el fin de manipular la intención del interlocutor y conducirla hacia una dirección concreta. No es excesivamente complicado vislumbrar los límites fronterizos que separan la manipulación de la persuasión y la argumentación. Si nuestro interlocutor tuviera en su poder toda la información que sin embargo le hemos escamoteado o le hemos tergiversado con recursos imaginativos, adoptaría otra decisión. Este es el motivo de manipularlo. El estudioso de la argumentación Philippe Breton confirma esta finalidad taimada en Argumentar en situaciones difíciles: «La manipulación es una violencia que priva a sus víctimas de capacidad de elección». En el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza expongo que «la manipulación demanda los mismos fines que la persuasión, pero jugaría con la opacidad de la intención última por la que se desea influir». Cuando desde hace un tiempo se habla de la posverdad (fue elegida la palabra del año en 2016) y se la cataloga como manipulación, estamos cometiendo varias inexactitudes. La posverdad no es una astucia manipuladora, un ardid maquiavélico, una martingala habitual en la arena política. Es una forma de mirar y sondear discursivamente lo mirado para que encaje con lo sentimentalmente deseado. Es algo mucho más grave que manipular.

La posverdad no radica en el despliegue de una mentira, aunque se estimula con el concurso de falacias. La posverdad es una predisposición cognitiva y afectiva en la que los datos objetivos poseen menos peso epistémico que la opinión y los sentimientos inducidos por la información mendaz. Los sentimientos y su constelación cognitiva (afectos, creencias, opiniones, argumentos, prejuicios, deseos) se yerguen en criterios de legitimidad, aunque luego los hechos auditados por la evidencia experimental los pongan en cuestión, o directamente los desmientan. Si la realidad y nuestras ideas preconcebidas entran en conflicto, siempre tendrán mayor validez nuestras ideas y los correlatos afectivos que exhalan de ellas. Para no caer en contradicción, asumiremos que la realidad presentada es fruto de artimañas confabuladoras con las que intentan embaucarnos, artificios para invalidar la verdad que nos ha comunidado nuestro corazón con su voz infalible, puesto que según confirma el refranero el corazón nunca yerra. La construcción subjetiva alberga mayor incidencia tanto en la organización del imaginario como en la economía conductual que la cadena de hechos probados. Ortega y Gasset escribió que en las creencias se habita y en las ideas se piensa. La posverdad es una manera de habitar el mundo desautorizando aquello que pueda sancionar nuestras creencias. Es una atrofia del pensamiento, que mantiene consanguinidad con el dogmatismo, el prejuicio, el fundamentalismo. Es la opinión y sus edulcorantes sentimentales desmeritando cualquier hecho que los contradiga. 

En la posverdad el manipulado se automanipula, lo que supone una sofisticación con respecto a las estratagemas de los relatos publicitarios o de las arengas partidistas. Ignoro si existe el término, pero cuando uno se manipula a sí mismo con el fin de que la realidad se ahorme a sus opiniones, y no al revés, está llevando a cabo una técnica de automanipulación. A través de la distorsión o la ocultación de información se generan sentimientos que luego resultan muy difíciles de revocar con datos perfectamente contrastados. Igual que en una disonancia cognitiva alteramos el pensamiento o la interpretación de la realidad con tal de no pillarnos en falta, en la automanipulación modificamos la lectura de la realidad para que la creencia y sus irradiaciones sentimentales sobrevivan a cualquier objeción. Su operatividad replica la del prejuicio. Una vez instaurado el prejuicio en nuestra cognición solo percibimos aquello que valida el propio prejuicio, y desdeñamos aquello que lo desdice. La mediación digital contemporánea es muy propiciatoria para estimular y adscribir estos criterios de verificación, que además se enraízan con fuerza en los imaginarios gracias a los filtros burbuja del mundo pantallizado y al falso consenso que provocan. En Puntos ciegos, ignorancia pública y conocimiento privado, el profesor Fernando Broncano se refiere a la posverdad como indiferencia a la verdad, término mucho más acertado que el a veces sinónimo «mentira emotiva». En la posverdad la verdad es irrelevante. Lo sentido se ubica epistémicamente muy por encima de lo verificado. Bienvenidas y bienvenidos al deceso de la evidencia y la demostración. Bienvenidas y bienvenidos al funeral de la ciencia.

 

    Artículos relacionados:

    En el pensar todos somos principiantes.

 

 

martes, abril 27, 2021

Las ideas se piensan, las creencias se habitan

Obra de Nicolás Odinet

Hace unos meses escribí un artículo de título inequívoco para un libro coral: «Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos». Trataba de jugar con sendas palabras porque en muchas ocasiones las utilizamos como sinónimas cuando claramente no lo son. Debatir proviene del prefijo de (que indica de arriba abajo) y battuere, golpear, y dialogar tiene su genética léxica en dia (circular) y logo (palabra). Cuando debatimos golpeamos con nuestros argumentos los argumentos del otro, y para que el golpe sea seco y duro es primordial extremar las posiciones hasta alcanzar la polarización. Polarizar una situación en cualquier campo de la actividad humana estriba en convertir en polos opuestos a los interlocutores. Los argumentos de una de las partes se juzgan como categóricamente veraces, lo que convierte en falsos o erróneos los esgrimidos por la otra, o al contrario. Este dinamismo es ideal para activar la irascibilidad y por lo tanto para montar shows y espectáculos, pero es una estratagema que elimina cualquier posibilidad de alcanzar una convivencia sosegada y sensata. En marcos evaluativos polarizados es imposible hallar zonas de intersección canalizadas por los sentimientos de apertura al otro. Debatir es golpear con argumentos, y nadie que se sienta golpeado con saña quiere saber nada de quien lo golpea. Sin embargo, cuando dialogamos los argumentos de una de las partes polinizan con los argumentos de los de la otra con el propósito de procrear argumentos destinados a mejorar la organización de nuestro destino compartido. Con los debates se consiguen fans, con el diálogo ciudadanos críticos. 

En la política folclórica esta separación epistémica se percibe con dolorosa transparencia. Más todavía. En los debates contemporáneos ya ni tan siquiera es preciso debatir porque los argumentos no son elementos especialmente necesarios. Frente al uso de argumentos (un razonamiento con el que se defiende o refuta una idea o una posición, y que hace compañía a otros razonamientos ulteriores para explicar por qué), ahora se profieren eslóganes para confirmar las creencias y las pertenencias ideológicas de quienes los vean y escuchen. En los debates se apela endémicamente al orbe emocional, a despertar respuestas de reactividad y sentimientos muy primarios y muy enraizados en el entramado afectivo. Ortega y Gasset escribió que en las ideas se piensa, pero en las creencias se habita. Las creencias no se piensan porque su parasitaria condición consustancial al ser que somos las inmuniza al ejercicio racional. Cualquier idea se convierte en creencia cuando no pasa por el tamiz de la evaluación crítica, lo que no la exime de ser utilizada. Esta impermeabilidad al escrutinio discursivo se exacerba con el tiempo porque es inhabitual que alguien se acepte como habitante de una creencia. A veces sí admitimos nuestro alojamiento en la creencia, pero en ese instante de autoconciencia ocurre algo tan involuntario como peligrosísimo.  La creencia activa en nosotros el sesgo de confirmación, y a partir de ese momento la información que recolectamos alberga la finalidad de dar estabilidad a la creencia que habitamos. Solo percibimos aquello que valida nuestras creencias y por supuesto somos incapaces de observar o consideramos falsa toda información que las desdiga o las relegue a la nada. Bienvenidas y bienvenidos al reino de los prejuicios, los estereotipos, el dogmatismo, la desecación discursiva, la cultura política de la posverdad.

Posverdad fue elegida la palabra del año en 2016 por el diccionario Oxford. Si las palabras son la sedimentación lingüística de la experiencia, la posverdad como invención léxica nos arroja a un escenario descorazonador y antiilustrado. Algunos autores minimizan su impacto equiparando el régimen de posverdad a mera propaganda o manipulación, pero el mecanismo de la posverdad es mucho más perverso. Significa la incapacidad de modificar una creencia y sus sentimientos adjuntos a pesar de que el hecho que los originó se corrobore falso. Se trata por tanto de una narración en la que la opinión y la creencia se sobreponen a los hechos. Lo que uno cree y lo que uno opina adquieren carácter de verdad y se inscriben como criterio legítimo. Da igual que el hecho esté empíricamente contrastado, que se demuestre su falsedad. La creencia posee mayor tracción que la realidad y está muy por encima del papel secundario que le atribuimos al suceso. Si Kant nos exhortaba al hermoso «atrévete a hacer uso de tu propia inteligencia», la posverdad nos invita a que nos encastillemos numantinamente en nuestra creencia y cerremos el paso a cualquier dato que la pueda poner en entredicho. Cualquier día escucharemos afirmaciones tan estrambóticas y tergiversadas como «es mi opinión y tengo derecho a que se respete al margen de cualquier dato», «mi opinión es mía y solo mía y no pienso cambiarla por mucho que los hechos demuestren que estoy equivocado», «me parece irrespetuoso que la realidad me cuestione el derecho a tener la opinión que tengo». Es sencillo diagnosticar que ese infausto día estaremos contemplando la esclerosis del pensamiento. La antesala del deceso de la palabra compartida como evento transformador y meliorativo.

 

   Artículos relacionados:

   Cuando la inteligencia se trastabilla consigo misma.

martes, enero 12, 2021

Año nuevo, vida nueva

Obra de Daliah Ammar

Me encanta que cada vez que desprecintamos un año simultáneamente nos hagamos propósitos que añadir a nuestra vida. En ocasiones el agregado de propósitos es tan elevado, o cobra tanta relevancia para nosotros, que hablamos incluso de vida nueva. La inauguración de un año nuevo nos activa a estrenar una vida en la que nos gustaría introducir primicias. Nos entusiasma proponernos novedades que den brillo a nuestra instalación en el mundo. A este hecho tan netamente humano lo llamamos deseo, o proyecto. Un deseo es la conciencia súbita de una carencia que queremos erradicar, o algo apetecible cuya permanencia anhelamos. Sin embargo, un proyecto es la imaginación de una idea sostenida en el tiempo que intentamos llevar a cabo, algo que interpretamos como posible y que genera y orienta una energía en una dirección con el fin de que la posibilidad configurada en nuestros esquemas cognitivos se haga realidad. Los proyectos pueden ser de genealogía muy variada. Pueden ser creativos, deportivos, económicos, laborales, afectivos, sentimentales. Cuando el mundo concede derecho de admisión a alguno de nuestros proyectos sentimos que la vida se alía con nosotros y esa alianza nos suministra altos niveles de una fuerza que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. En ese instante sentimos cómo nos invade la alegría, el sentimiento al que se subordina el grueso de las acciones del rebaño humano. Todo aquello que no colabora con nuestra alegría lo arrumbamos al desván de las cosas no deseables.

Según la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, los animales humanos poseemos conciencia de nuestra mortalidad; pasamos toda la duración de la vida dentro de un cuerpo; nos resulta imperativo comer y beber para mantenernos vivos; precisamos refugio contra el frío, el calor, la lluvia, el viento, la nieve y las heladas; poseemos apetito libidinal sin condicionantes periódicos; disponemos de la capacidad de discernir el dolor y el placer; estamos pertrechados de percepción, imaginación y pensamiento; aprendemos desde muy temprano, planificamos y dirigimos nuestra vida; vivimos para y con otras y otros, nos relacionamos junto a animales y plantas; nos reímos y nos divertimos; y a pesar de nuestra irreversible socialidad vivimos nuestras experiencias individualmente solos desde que nacemos hasta que morimos. Si tuviera que decantarme por alguno de estos atributos que nos singulariza del resto de seres vivos con los que compartimos el planeta Tierra, elegiría nuestro estado de proyecto. Nietzsche escribió que los seres humanos somos una especie no prefijada. Podemos autoderminarnos, pero también podemos configurar el mundo que habitamos. Somos proyecto porque podemos imaginar, como señala Nussbaum, y poner todo nuestro empeño para que lo visualizado en nuestra imaginación finalmente suceda fuera de ella.  El neurólogo David Bueno lo explica muy bien en el capítulo con el que participa en el libro coral Humanidades en acción. El emblema distintivo de los seres humanos es que «somos los únicos que podemos imaginar conscientemente futuros alternativos». 

Imaginar es dar forma al futuro para orientar nuestra energía en el presente, aprovecharnos para ello del concurso del conocimiento adquirido en el pasado, y transitar desde la incubación a la cristalización de la idea. Llegamos al futuro mucho antes de que lleguen nuestros pies, y esta circunstancia es factible gracias a que tenemos a nuestra disposición la función creadora y adivinatoria de la imaginación. De repente lo que existe puede ser mejorado, o lo que no existe puede ser soñado y configurado para que exista. Este hecho que parece palmario e incontestable se pone en entredicho de manera permanente en diferentes áreas de la agenda humana. Margaret Thatcher se presentó a las elecciones de 1979 con el eslogan «No hay alternativa», que se puede releer como que «ya no hay nada que imaginar». Con la primera frase obtuvo el poder, con la segunda probablemente lo habría perdido, pero ambas significan lo mismo. Francis Fukuyama alcanzó notoriedad y adeptos en los noventa anunciando el fin de la historia, que era el equivalente a notificar que el presente era tan perfecto que el futuro devenía en algo innecesario, y por tanto la imaginación humana renunciaba a sus funciones constituyentes. Como era de esperar han sido suficientes un par de décadas para que Fukuyama haya afirmado públicamente que se equivocó.

En muchas de mis conversaciones cotidianas hablo de otros mundos posibles que generen menos sufrimiento, menos daño y montos más reducidos de inequidad social. Mis interlocutores suelen objetar mis apreciaciones con el argumento de que «eso es imposible». Suelo responder que estoy de acuerdo: «es imposible para tu cerebro». Cuando cercenamos la posibilidad de imaginar estamos negando nuestra condición de especie en perpetuo tránsito. La manera de organizar la vida en común es un lugar deliberativo tan inacabado como nosotros mismos. La plasticidad de nuestro cerebro conlleva la plasticidad del mundo de las ideas en el que habitamos, fijar sentido a través de las herramientos conceptuales con las que elaboramos los imaginarios en los que luego nos acomodamos. Lo he escrito muchas anteriores veces, pero no me cansaré de repetirlo. Todo lo que ahora nos parece obvio hubo un momento en que no existió, y si ahora existe es porque alguien tuvo la osadía de imaginarlo. Estoy seguro de que a ese alguien osado le repitieron que su idea era imposible. Progresamos gracias a la desobediciencia imaginativa de los hombres y mujeres que idearon otras posibilidades. Que el nuevo año inspire a todos y todas buenos proyectos, energía, conocimiento y suerte para cumplirlos. Y que la vida humana se beneficie de ellos.

 

  Artículos relacionados: