Obra de Maria Svarbova |
Tendemos a definir el narcisismo como el instante en que una persona se sobredimensiona, se desmesura y queda secuestrada por una complaciente y megalómana consideración de sí misma. En su trabajo sobre el narcisismo, la psicóloga francesa Marie-France Hirigoyen coloca al lado de este narcisismo, que califica como patológico, el narcisismo positivo. La autora lo designa como «tener la suficiente conciencia del propio valor como para mantener la autoestima frente a la crítica y los fracasos, es estimarse uno mismo de forma positiva, reconociendo al mismo tiempo los fallos, sin proyectar la parte negativa en los demás». Encuadrado en el narcisismo patológico hay un tipo de narcisismo que contraviene los estándares arrogantes del propio narcisismo. La primera vez que escuché hablar de él fue hace muchos años a una amiga profesora de Filosofía. Departíamos de un amigo común empecinado en enumerar sus cuitas y tribulaciones, en minusvalorar a todas horas el concepto de sí mismo, en sumergirse en un autodesprecio en el que por supuesto no había ni un ápice de clemencia hacia sí mismo. No era algo impostado ni teatralizado con el disfraz de la hipérbole, era una mortificación tan sincera como omniabarcante. Había desencuadernado por completo la evaluación sensata, estable y benevolente que todas y todos realizamos sobre nuestro propio valor cuando poseemos una autoestima equilibrada. Entonces en un aparte mi amiga me confesó algo que no he olvidado: «nuestro amigo es muy narcisista».
Acostumbrado a emparejar narcisismo con la enfermiza exhibición de una ridícula y obesa pomposidad, esta calificación me sorprendió. Ahora sé que se trataba de un narcisismo vulnerable. Frente a la visión idealizada de una grandiosidad irrestricta, el narcisismo vulnerable voltea esa idealización y el sujeto que lo padece se relee bajo creencias en las que apenas hay espacio para algo positivo. Es obvio que ambas narrativas son desmesuras del ego, puesto que son incapaces de constreñirlo, aunque tomen direcciones frontalmente opuestas. Una elige la ostentación ególatra y la otra la depreciación. Los narcisistas vulnerables viven sometidos bajo la férula de una conciencia excesivamente centrada en sí misma. Este es el motivo de señalarlos como narcisistas. Cuando ocurre algo así es sencillo caer en la entropía, el desorden que provoca una conciencia excesivamente atenta a sí misma, y sobre todo desentendida con todo aquello que no sea ella y que epistémica y tergiversadamente considera fuera de su incumbencia. La vida del narcisista vulnerable está parasitada por una preocupación minuciosamente rumiante de lo que le preocupa, lo que intensifica la propia preocupación y genera un nocivo circulo vicioso, que finalmente le aproxima hacia la absurdidad y por lo tanto convierte la preocupación en irresoluble, lo que le inspira a analizarla de nuevo desde otros angulares, así en un proceso que en cada nueva rotación se vuelve más distorsionador, doliente e insoluble. He aquí la génesis de una entropía perfecta.
Cuando el ego se torna protagonista
despótico de nuestras evaluaciones es fácil caer en la hipersensibilidad a la crítica y padecer un deseo de desaparecer de sí, como describió magistralmente David Le Breton en su ensayo de título homónimo. Desgraciadamente el estilo competitivo del mundo, la atribución de soluciones personales a problemas de genealogía política, y
el matrimonio formado por la empleabilidad (cada vez más complicada y más exigente sin ofrecer por ello contraprestaciones simétricas) y
supervivencia (cada vez más difícil y más encarecida) favorecen estas derivas que corroen el
carácter (Richard Sennet), fomentan la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han),
la fatiga de ser uno mismo (Alain Ehrenberg), nos vuelven más frágiles de lo
que ontológicamente ya somos (Remedios Zafra), facilitan la metamorfosis de lo sólido en líquido (Bauman). Ante una situación así recuerdo la prescripción que compartía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Se puede resumir en el sano olvido de
uno mismo. Este olvido consiste en colocar más a menudo nuestra atención en las afueras del yo, ejecutar actividades comunitarias, fomentar situaciones con dimensión cooperativa, mirar paisajísticamente la heterogénea realidad social, tomar conciencia
de nuestra pequeñez (de ahí deriva la palabra humildad) pero advirtiendo que es
exactamente la misma que está incardinada en todas y todos los que habitamos el planeta Tierra. La literatura
de autoayuda y el neoliberalismo sentimental propugnan justo lo contrario. Insisten
en la capacidad autárquica del individuo y por lo tanto en el autoanálisis y la
autoevaluación personal como herramientas correctoras. Combaten
la flagelación personal con mecanismos que acaban intensificándola. Habrá que repetirlo una vez más. La mejor analgesia para los
trasuntos del alma es la presencia cuidadora de los demás. Esa presencia exige mirada política, deliberación social, soluciones relacionales. Los tres grandes adversarios de ambos narcisismos.
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