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martes, mayo 10, 2016

¿Se puede perdonar sin olvidar?


Obra de Nigel Cox
Hace unas semanas escribí un artículo sobre la arquitectura del perdón. Lo titulé Lo siento, perdóname (ver). Al día siguiente me encontré en la calle con una pintada de tamaño mastodóntico en la que se podía leer: «Perdono, pero no olvido». Nada más acabar su lectura me interrogué si es posible activar el mecanismo del perdón disociándolo de las lógicas  del olvido. En el incisivo ensayo El perdón y el olvido de Amelia Valcárcel estos vectores sentimentales aparecen yuxtapuestos y se insiste en que «el perdón es un olvido a efectos prácticos», aunque unas líneas más adelante la filósofa matiza que «el perdón está condicionado: se perdona a condición de que no vuelva a repetirse, puesto que el sistemático perdón de la misma cosa destruye la noción de perdón». Con motivo de mi artículo, una lectora comentó muy agudamente que hay cosas que no se pueden perdonar, y sospecho que tampoco se pueden (o deben) olvidar. Para catalogar lingüísticamente estos episodios hemos inventado vocablos como «imperdonable», o la también nítida palabra «irremisible». Se trataría de aquellos hechos que infligen daños tan inabarcables que al no poderlos ni siquiera mensurar no sólo no se perdonan, sino que imposibilitan su sano olvido. Sin embargo, hay ofensas que pueden y deben olvidarse, y  al no hacerlo, su recuerdo convierte a las personas en rencorosas, seres habitados por un odio rancio y enmohecido.

Volvamos a la pregunta inicial. ¿Se puede perdonar sin olvidar? El perdón persigue la finalidad de eliminar la deuda contraída. Olvidar es borrar, no guardar algo para utilizarlo en el momento en que sacarlo a colación nos permitiría colocarnos en una posición ventajosa. Aunque parezcan términos antitéticos, olvidar es una prodigiosa facultad de la memoria. Se olvida cuando no se recuerda, pero también se olvida cuando la memoria, con voluntad reparadora y constructiva, reordena y recodifica lo que no se podía olvidar. Esta maravillosa contorsión corrobora que muchas remembranzas no son sino ejercicios de reconstrucción. Nos duele lo ocurrido, pero deliberamos sobre ello desde perspectivas conmiserativas. Evidentemente la casuística es gigantesca y habrá una multiplicidad de matices que dependerá de a quién se perdona, cuánto afecto presidía la relación, cómo opera la memoria de cada uno, que código de valores estructura sentimentalmente lo que acaece en el mundo, cómo estratificamos las eventualidades con que la vida va inmiscuyéndose en nuestra biografía y redondeando nuestra identidad. A mí me gusta afirmar que nuestros recuerdos son nuestra obra póstuma, pero lo que no es póstumo es la valoración que hacemos de ellos, que está sujeta a las veleidades del instante presente en el que nos hallemos inmersos. Podemos remachar que no recordamos, rehabilitamos el pasado. La memoria no apila ítems de información, sino estructuras de significados. Es una incansable productora de axiología y marcos semánticos.

Hace muchos años yo escribí que olvidar «por» no recordar nada es un delito de la memoria, pero olvidar «para» no recordar nada es un donativo de la inteligencia. En esta esfera de la intencionalidad descansan las respuestas a la pregunta que da título a este texto. Recordar porque uno no quiere olvidar convierte el perdón en una mera fórmula léxica sin incidencia en la afectividad. Esa ausencia de olvido es deliberada y cursa con anhelos conmutativos y con el deseo de cobrarse algún día el talión del que uno es acreedor, reembolsárselo de alguna manera, incluidas las inconscientes. Yo intuyo imposibilidad en perdonar cuando se quiere recordar, aunque no cuando se quiere olvidar y no se puede, porque aquí hay que matizar que muchos episodios no se olvidan hasta que los implicados en ellos no los recuerdan y los ponen encima de la mesa con la compasión como testigo. Para el pensamiento lógico es una aporía, pero en ciertas ocasiones para olvidar es fundamental recordar. En otras ocasiones es necesario recordar porque no debemos olvidar. Dicho con un verso de Vicente Aleixandre: «Recordar es triste, pero olvidar es morir». Esta dimensión es fundamental cuando se han cometido crímenes contra la Humanidad (el ensayo de Amelia Valcárcel se centra en el Holocausto), o actos tan abyectos que denigran nuestra condición humana.  En estos ámbitos el perdón opera en una órbita diferente a la de la justicia. Desde la compasión podemos perdonar a alguien, o a un colectivo, la comisión de un acto punible, pero la justicia debe castigarlo. El castigo persigue que el infractor no vuelva a repetir la falta, y por eso paga por ella en una conmutación de pérdida de bienes o de libertad, pero también activa la disuasión en todos los demás. Se puede perdonar lo que la justicia debe castigar. No se puede perdonar lo que no podemos olvidar, a pesar de haberlo recordado para olvidarlo.



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martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



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jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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martes, diciembre 22, 2015

Cuidémonos los unos a los otros



Abrazo pleno, de Guzk
En mis clases suelo hacer un juego en el que compruebo atónito cómo a las personas se nos ha olvidado nuestra condición de seres coralmente diseñados con una vida para convivirla. La atomización social y la competencia estimulada por el mercado nos han lobotomizado el recuerdo de que los seres humanos somos frágiles, vulnerables, codependientes. La lógica del mercado y su cálculo racional invitan a actuar bajo el ánimo de lucro y la progresiva maximización del beneficio. Como el genoma mercantil aspira a incrementar paulatinamente los márgenes, la optimización monetaria de mañana ha de ser mayor que la de hoy, en un crecimiento que no conoce reposo. Este beneficio obliga a mercantilizarlo todo para que los márgenes crezcan sobre los márgenes anteriores y satisfagan las expectativas casi ludópatas de las corporaciones. De este modo la ortodoxia económica ha necesitado colonizar toda la realidad y nuestro imaginario sobre ella inoculando la idea de la competición por los recursos y la consiguiente subsistencia. Solemos confundirnos mucho al hablar de la dimensión competitiva, pero consiste llanamente en satisfacer el interés propio minusvalorando el interés de nuestros competidores. Si resuelvo mi interés es a costa de que los demás candidatos no resuelvan el suyo. Esta tensión de suma cero, que puede resultar hasta divertida en campos como el deporte o los juegos de los niños, se convierte en brutal desesperación cuando se compite por recursos básicos para la subsistencia material.

Victoria Camps en El gobierno de las emociones aclara que «confundimos individualismo con autosuficiencia, cuando en realidad no somos en absoluto autosuficientes». Sin los demás somos seres inconclusos, rehenes de la incompletitud, no podemos alcanzar unilateralmente la mayoría de nuestros propósitos. La indigencia como metáfora de lo que somos se la leí hace tiempo a Emilio Lledó: «somos seres indigentes: necesitamos de lo otro y de los otros». Esta menesterosidad la padecemos todos todos los días y cuando se siente y se sentimentaliza en la conducta se convierte en la puerta de acceso a la ética y a la sociabilidad. Cada vez que vivimos una experiencia grata la compartimos inmediatamente con las personas que nos quieren y queremos, y si no podemos comunicarla en ese momento sentimos la punzada de una carencia. Cada vez que nos mineraliza la tristeza necesitamos el alivio de una conversación amiga. Cada vez que la soledad nos susurra que estamos mal acompañados intentamos rápidamente dejar de estar solos. Las tecnologías digitales se han consolidado en la modernidad líquida porque permiten que el hombre como animal político que es pueda colmar esa pulsión y vincularse al instante con sus congéneres aunque estén en el lugar más recóndito del planeta. Hobbes decía que no podemos ser felices sin los demás. A mí me encanta  repetir que lo que más nos gusta a las personas es estar con otras personas. Todas las encuestas sobre hábitos de ocio lo refrendan, lo que ayuda a inferir por qué el castigo más severo que se le podía infligir a un individuo en las sociedades arcaicas era la expulsión de la tribu.

Toda esta interdependencia es incompatible con la competencia que airea el utilitarismo económico para la obtención de recursos elementales para una vida humana. En su tremendo ensayo Sociofobia, el profesor César Rendueles fotografía muy bien el núcleo de nuestros lazos comunitarios: «Nuestra vida es inconcebible sin el compromiso con los cuidados mutuos. Cuidar los unos de los otros forma parte de lo más íntimo de nuestra naturaleza». Este cuidado delata nuestra humanidad, nuestra precariedad, nuestra fragilidad. Cuidar al otro no es exclusivamente atenderlo cuando está enfermo, cuando uno advierte que merma su autosuficiencia, cuando su vulnerabilidad abandona el plano teórico e inopinadamente se muestra real y descarnada. No, no es solo eso. Necesitamos el cuidado de los demás no solo para que remita nuestra vulnerabilidad cuando aparece encarnada en una avería del cuerpo o en un contratiempo en el flujo de los acontecimientos, sino para posibilitar nuestro propio florecer en el enorme paréntesis en el que ni ocurren enfermedades ni la vida se presenta especialmente malograda. La naturaleza nos ha hecho tan insuficientes que hemos creado la cultura como nuestra segunda naturaleza para combatir nuestras debilidades biológicas, y una vez atemperadas hemos inventado gracias a ella un marco comunitario de valores para evitar el aislamiento y el desamparo afectivo que nos desintegraría como personas. Cuidar al otro es incidir en este marco, hacerle poseedor de los Derechos Humanos, prestarle atención, expresarle afecto, recepcionar su cariño y devolvérselo, establecer marcos de equidad, compartir, hablar, hacer, reír, llorar, jugar, degustarse, mejorarse, ampliarse, compadecerse, ayudarse, solidarizarse, respetarse, considerarse, reconocerse, dignificarse. Nada que ver con las pulsiones invasoras del mercado de optimizar el lucro por encima de cualquier otra cosa, incluidas las más nucleares. Franco Battiato incorporó a su repertorio musical una preciosa canción titulada en español precisamente El cuidado. Fue la canción del año en Italia en 1996. En italiano se tituló La cura. Curarnos los unos a los otros es lo que nos gustaría que fuese lo más radicalmente humano.



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jueves, octubre 01, 2015

Una obviedad olvidada: las condiciones condicionan



Looking for somewhere to live, de Hossein Zare
Siempre he defendido que no es muy meritorio ser digno cuando la vida no te pone en disposición de dejar de serlo. Cuando hablo de comportamiento digno o ético me refiero a la conducta de un sujeto que prefiere seguir un curso de acción en el que sabe que perderá una oportunidad valiosa para él, a cambio de no quebrar su estratificación de valores. Renunciar a un beneficio en aras de no traicionar algún principio vector de tu vida hace que la dignidad aparezca siempre escoltada de la sensación de derrota, de pérdida, de taponar el acceso a una situación mejor, de ver cómo la prosperidad pasa a tu lado pero prefieres que se aleje de ti antes que desembolsar por ella una deslealtad a tus preceptos éticos. Conviene apuntar inmediatamente aquí que para mantener intacta la capacidad de elegir en dilemas tan desestabilizadores es necesario tener satisfechas las demandas de la fatalidad humana. La elección ética empieza allí donde termina el hambre y todos sus modernos sucedáneos (penuria material, exclusión social, privación de Derechos Humanos, incluidos los de segunda generación, etc.). Recuerdo que mi admirado aunque omnívoramente pesimista Cioran escribió que todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre, y que pagamos muy cara siempre esta cobardía. Sí, así, es. Morirnos de hambre no entra jamás en nuestros planes.

Hace unas semanas leí una conferencia transcrita del siempre distendido Fernando Savater. En mitad de la charla ratificaba con un ejemplo muy didáctico la idea  que yo trato de explicar en este artículo. Savater estaba en una tarima hablando del desafío moral de la alegría, y en un determinado momento interpela al auditorio (cito de memoria, las palabras no son textuales): «Es muy fácil que ahora mismo todos ustedes se comporten de un modo ético. Están cómodamente sentados escuchando a este conferenciante,  se encuentran a gusto, disfrutan con sus palabras. Es más fácil ser éticos en estas condiciones que si de pronto hay un incendio. ¡No, no se asusten, no veo ninguna señal de que lo haya! Pero si hubiera un incendio se crearía una situación en que la moralidad se convertiría en algo más difícil. En ese instante habría que decir, espere usted, abran las puertas, pase usted primero, señora, etc., etc.». De esta  hilarante anécdota se puede inferir algo que ya no es tan hilarante. Agregar factores estresantes al medio ambiente social hace peligrar el equilibrio ético de todos aquellos que lo conforman. Si se deprimen condiciones directamente relacionadas con necesidades vitales de las personas, afloran en simétrica yuxtaposición ciertas conductas.

Yo mismo lo he comprobado muchas veces realizando un experimento con los alumnos de algunos de mis cursos. Se trata de un juego en el que exacerbo la lógica competitiva para que los participantes pugnen por satisfacer a toda costa el propósito del juego. Cuanto más apremiantes son las circunstancias, más se deteriora el comportamiento ético, más abyectas son las tácticas que emplean sus protagonistas, más probabilidades para que surja la defección y la mentira. John M. Steiner habló de una inclinación en los seres humanos que denominó durmiente. «Es la inclinación a cometer actos violentos que está hipotéticamente presente en un individuo aunque permanece invisible, y que puede emerger en determinadas condiciones propicias: presumiblemente cuando los factores que hasta entonces reprimían dicha tendencia se debilitan o desaparecen de forma abrupta». La fronteriza línea que separa la conducta ética de la que la transgrede es muy delgada. Basta con fragilizar condiciones básicas del tejido social o del microcosmos personal de un individuo para que todo se pueda resquebrajar sórdidamente. Ojalá la vida no nos ponga en ninguna situación en la que nos llevemos la desagradable sorpresa de comprobar que en la persona que creemos ser habita otra muy diferente de la que no teníamos ni la más remota idea. A todos nos conviene preservar las condiciones sociales propicias para que nadie descubra a su particular durmiente.  



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jueves, septiembre 17, 2015

Sin imaginación no hay compasión


Obra de Alex Katz
La compasión es el sentimiento que emerge cuando hacemos nuestro el dolor del otro.  Es un sentimiento muy loable que nos hace compartir nuestra condición de seres humanos, nuestra filiación con la fragilidad y la menesterosidad, apreciar el yo como el único territorio del que disponemos para vivir, pero que siempre es susceptible de ser herido. El dolor (en todas sus ramificaciones) nos vuelve comprensiblemente egocéntricos, monopoliza nuestros relatos, entumece nuestra capacidad de elección. Si ese dolor es especialmente invasivo y déspota, quien se siente sojuzgado por él borra todo lo demás de su espacio tanto visual como cognitivo. En el lenguaje llano existe una expresión muy elocuente para cuando uno quiere medir con cierta exactitud el gigantesco tamaño del dolor que le tiraniza: «No te puedes ni imaginar el dolor que siento», o «no te puedes ni imaginar el daño que me han hecho», o «no te puedes ni imaginar lo mal que lo estoy pasando». Son expresiones pronunciadas casi siempre con abrasiva sinceridad que sin embargo son inciertas. Si queremos hacer nuestro el dolor del otro, si queremos compadecernos, si queremos ver y sentir con la mirada y la sensibilidad del otro, la única herramienta que tenemos a nuestro alcance es la imaginación.

La piedad necesita de la ficción para ubicarnos en el dolor de nuestro igual. Creamos una ficción que nos ayude a aproximarnos a sentir lo que siente el afligido, a que su dolor nos duela, pero simultáneamente ayudamos a convertirlo en bálsamo, a que el dolor repartido sea menos lacerante (y si el dolor es de índole social aparece la idea de justicia). Frecuentemente nos compadecemos de aquellas desgracias que pueden ocurrirnos algún día a nosotros, y esta inclinación delata que la compasión limita hasta confundirse con la autocompasión. Existe un presentimiento de similitud, la previsión de que ese dolor nos puede invadir a nosotros, y precisamente hacer nuestro el dolor del otro es aceptar y corroborar que somos «semejantes». No es casual que este término como sustantivo sustituya en muchas expresiones a la de «seres humanos». Quizá por eso empleamos la expresión «no te lo imaginas» cuando queremos enfatizar la insondable profundidad de nuestro dolor. Ese dolor es tan voluminoso y tan hondo que incluso aunque seamos semejantes no poseemos la capacidad de imaginarlo. «No te lo imaginas», nos pueden decir a cualquiera de nosotros. Aunque precisamente imaginarlo como semejantes que somos es lo más inmediato que podemos hacer.



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viernes, junio 19, 2015

«Somos existencias al unísono»



Gente, pintura de acuarela sobre tela de Antonio Villanueva
Por mucho que el individualismo viva una época de esplendor y atribuya en exclusividad el mérito de las acciones a una voluntad desagregada de otras voluntades, las personas nacemos ya vinculadas. Vivimos en comunidad, convivimos, interactuamos en un gigantesco nudo de dependencias con nuestros iguales.  Aristóteles resumió la ineludibilidad de la copresencia en los actos humanos y en las estratagemas vitales afirmando que «el hombre es un animal político por naturaleza».  Muchas veces se nos olvida que esta aseveración traía una apostilla igual de relevante o acaso más todavía: «y quien no crea serlo o es un dios o es un idiota». En muchos foros y en muchos auditorios repiten lo apremiante que es aprender a vivir, pero se olvidan de que cualquiera de nosotros más que viviendo pasa el tiempo conviviendo. Somos existencias concatenadas, yuxtapuestas, en simbiosis unas con otras. Yo llevaba un tiempo intentado dar con una expresión lacónica y sonora que explicara esta realidad compleja, que demostrara que satisfacemos nuestras necesidades y nuestros intereses gracias a la acción concertada de muchos, y a la inversa, que la respuesta individual se muestra irresoluta cuando aborda problemas estructurales generados socialmente. Después de mucho tiempo ya encontré esa expresión: «somos existencias al unísono». 

No somos individuos atomizados que hormiguean por la existencia aisladamente. Somos participantes del mundo en el que viven los demás, y los demás son participantes del mundo en el que habitamos nosotros. Somos animales políticos como señaló Aristóteles hace veinticinco siglos porque vivimos en agrupaciones que afilan nuestra inteligencia y multiplican las opciones de ser felices, aunque también traen en el anverso las tensiones y divergencias connaturales a la convivencia, y por ello hemos creado fórmulas que nos ayuden a rebajarlas o neutralizarlas. No quiero adentrarme en jardines filosóficos que no domino, pero Heidegger postuló que la existencia es el modo de ser del estar ahí que somos cada uno de nosotros (Dasein), y agregó que estamos en el mundo y estamos con los otros. No somos un yo aislado de otros yoes. Sartre defendía con afilado pesimismo que cuando el otro entra en mi conciencia, mi conciencia ya no halla el centro en sí misma, y además el otro me convierte en objeto de su conciencia, me cosifica. De ahí que Sartre concluyera que «mi pecado original es la existencia del otro», o sentenciara con la celebérrima «el infierno son los otros». Estas afirmaciones tan negruzcas contradicen frontalmente el resultado de todas las encuestas que tratan de dilucidar qué experiencias nos resultan más gratas y satisfactorias a los seres humanos en nuestro día a día, ese lugar aparentemente banal en el que sin embargo pasamos todas las horas. La actividad más laureada por los encuestados es, con mucha diferencia, quedar con los amigos. Dicho de otro modo. Nos encanta compartir deliberadamente nuestra vida con el otro, sobre todo con aquellos con los que es más elevada la frecuencia de nuestras interacciones. Lo que más nos gusta a las personas es estar con otra persona. ¿Por qué? La respuesta está en el título de este texto.



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La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.