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martes, mayo 14, 2019

Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención


Obra fotográfica de Serge Najjar
En muchas ocasiones los lectores de este espacio me han felicitado y me han deseado éxito cuando he anunciado la publicación de alguno de mis ensayos. Mi agradecida respuesta ha sido siempre la misma: «El éxito ya lo he tenido al disponer de un espacio y un tiempo de recogimiento y tranquilidad que me ha permitido poder habitar con atención en la escritura». Estos espacios y estos tiempos de apropiación personal están siendo socavados por las exigencias de un mundo obsesionado por el incremento de la productividad y la optimización cada vez mayor del lucro. Estas derivas de la racionalidad neoliberal no son inocuas y conllevan la expropiación del tiempo y la fagocitación de la atención. El ser humano es un ser que está en el mundo durante un tracto de tiempo finito que llamamos existencia. Cada vez poseemos una menor soberanía sobre ese tiempo, que debería ser el indicador en el que basar el progreso civilizatorio. Perder gobernabilidad y por tanto capacidad de decisión sobre ese bien intangible es desapropiarnos de nosotros mismos. No solo vivimos una elevada indisponibilidad del uso de nuestro tiempo, y el desgaste del cuerpo que trae adjuntado, sino que su aceleración en aras de maximizar un cálculo exclusivamente monetario provoca algo análogo en la atención. Hace unos años yo me atreví a definir este recurso tan preciado: «La atención es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en el que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza». Utilizando este concepto de la atención se puede definir también el de la autonomía humana: «La capacidad que alberga el individuo de colocar la atención allí donde lo decrete su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma». 

Infortunadamente cada vez cuesta más colocar la atención sobre un solo estímulo elegido por nuestra capacidad volitiva y mantenerla prolongadamente allí, lo que invita a colegir que hemos sufrido un expolio gradual de la autonomía. Me viene ahora a la memoria una amena conferencia del neurólogo Francisco Mora en una facultad de Psicología. En el momento de las preguntas, un chico le preguntó qué pensaba de la multitarea y si consideraba posible colocar la atención en varios estímulos simultáneamente. Su respuesta fue tajante: «Si usted está a varias cosas a la vez, no tiene la atención en ninguna». Hace unos meses le recordé al profesor esta anécdota en un congreso camino del hotel, y a pesar de no acordarse insistió en su idea: «Si la atención está en un sitio, no está en otro, porque no puede estar en dos sitios a la vez». El propio Francisco Mora publicó hace unos años un ensayo con un subtítulo hermosísimo que resumía poéticamente lo averiguado en los últimos tiempos en neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama. Es tentador añadir que solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
 
El actual analfabetismo no consiste en no saber leer ni escribir, sino en no saber comprender lo que se lee y ser incapaz de convertirlo en luz para alumbrar lo cotidiano y orientar el comportamiento. La atención selectiva que inhibe lo irrelevante para centrarse en lo relevante pierde soberanía en los marcos en los que se ofrecen volúmenes ingentes de estímulos en competencia que tientan a la superficialidad en detrimento de la profundidad. Deglutimos bulímicamente experiencias e hiperinformación, pero irrespetamos tanto los tiempos (porque no los tenemos) como las cantidades (infoxicación) que resulta complicado que devengan aprendizaje. Aquella información que se incorpora sin atención a la estructura discursiva en la que se puede entender y contextualizar acaba diluyéndose en la nada. Hace poco le leí a José Antonio Marina que «usamos superficialmente mucha información, pero memorizamos muy poca». Puesto que pensamos con contenidos, si no disponemos de contenidos en nuestra memoria, dispondremos de poco con lo que pensar. En una entrevista publicada en El País, la periodista Kara Swisher, experta en el análisis de las plataformas, alertaba de la adicción al mundo pantallizado: «Es como una máquina tragaperras que en lugar de monedas consume nuestra atención». En el muy crítico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes, Nicholas Carr admitía que la distracción digital cortocircuita el pensamiento y la atención sostenida, pura corrosión para los procesos de arraigo. En el todavía más inquietante Demencia digital, el Dr. Manfred Spitzen advertía que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». No disponemos del tiempo ni de la atención necesarios para que los flujos de reflexión conceptual y visual permeen en nuestro patrimonio afectivo y cognitivo, y luego sedimenten. Al instante irrumpen nuevos captores de nuestra atención que nos obligan a volver a empezar cuando aún hay un inacabamiento de lo anterior. Difícil generar poso. Dificil construir significado. Difícil que la información se sujete en el sujeto hecha pensamiento y vida.


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martes, abril 30, 2019

En el pensar todos somos principiantes

Obra de Silvio Porzionato
Últimamente comienzo mis conferencias señalando la relevancia de pensar. Da igual de qué vaya a hablar. Sea el tema que sea lo prologo con una loa a la labor de pensar. Me ocurre también con los cursos y talleres que imparto. Cada vez más prescindo de todo material académico que se asemeje a un libro de instrucciones y rehuyo con celeridad de gacela de las prescripciones en favor de la deliberación y la reflexividad. Esta invitación desorienta a muchos asistentes. Están cómodamente acostumbrados al consumo de eslóganes, a la dieta de la sabiduría light, a que les expidan recetas en las que encontrar conocimiento inmediato sin necesidad de esforzarse mucho ni de tener que elucubrar por su cuenta. Recuerdo que cuando iba a pronunciar una conferencia en Barcelona titulada Una ética del sentir bien, una lectora me preguntó a través de las redes sociales qué iba a hacer exactamente en mi intervención. Le respondí que iba a filosofar, por emplear un sinónimo de pensar. Entonces me envió el emoticono de una cara en cuyo gesto se convocaban la perplejidad y el miedo. Para mitigar su inquietud, le escribí diciéndole que filosofar consiste en interrumpir momentáneamente las acciones del mundo de la vida para intentar entenderlas y sentirlas mejor. No veía en esta práctica nada que invitara ni al asombro ni al temor. Al contrario. Lo que a mí sí me amedrentaría sería toparme con una persona que no entablara frecuente amistad con el comprender y el sentir, que es la definición canónica de la filosofía. 

En la presentación de La penúltima bondad, le escuché a Josep María Esquirol comentar que el verbo en el que se sustancia la filosofía es pensar. Husserl escribió la maravillosa afirmación de que «en el pensar todos somos principiantes». Es una frase preciosa que además ratifica mi defendida condición de diletante. Frente a muchos saberes que convierten a quienes los absorben, y demuestran acreditación oficial de esa absorción, en profesionales en tanto que los amerita a realizar una profesión u oficio, en el pensar nadie alcanza la profesionalidad. Pensar no es ni nunca podrá ser una profesión. Su cometido desborda salvajemente esa función gremial. Pensar es la ininterrumpible elaboración de ideas que dan inteligibilidad y forma a nuestro carácter, nuestros hábitos, nuestra personalidad, la geografía sentimental y cognitiva de nuestra vida. La tarea siempre inconclusa de pensar es la única que puede metabolizarse en aprendizaje para la existencia a la que nos arrojaron el día en que fuimos engendradros y meses más tarde nacidos. Pensar transmuta en acción porque el ser humano está siempre en actitud de elegir y de construir un sentido para su vida. La vida no alberga un sentido intrínseco y nos corresponde a cada uno de nosotros la responsabilidad de brindárselo tanto en su dimensión privada (felicidad) como en su dimensión compartida (política). Todo lo demás está muy bien para las industrias de la meritocracia, la inteligencia productiva, la competición por la corona de laurel de la empleabilidad, o por la cotización social. 

Pensar es sentirnos concernidos y es por ello que deviene en tarea que no termina nunca. Se piensa para seguir pensando. La propia condición de infinitivo delata esta cualidad. Todo verbo presentado en su forma infinitiva connota la inexistencia de un final. Pensar por tanto no tiene fin, y precisamente la imposibilidad de conclusión es lo que nos hace a todos principiantes y amateurs. En su potente ensayo Filosofía inacabada, la admirable Marina Garcés comparte una definición de filosofía que explica esta radical singularidad y a su vez esclarece el título de su obra: «Quizá el principal compromiso de la filosofía, hoy, sea inacabar el mundo».  Como infinitivo que es, pensar se alza en actividad que no periclita jamás, y al no concluir inacaba todo lo que empieza. Somos una especie no fijada porque podemos pensar, que es precisamente lo que nos permite autodeterminarnos en un proceso en el que no existe punto final. Por eso me llama poderosamente la atención la frecuente incapacidad que vislumbro en las personas para elaborar pensamiento destinado a dibujar otras formas de vivir y sentir.  Han desalojado de su argumentario que pensar es un infinitivo, al igual que vivir, y que, frente a la estandarización y los credos dogmáticos, son infinitas las formas de pensarse e imaginarse ese vivir. Uno de los vectores políticos más significativos de las últimas décadas es la colonización de la imaginación. Se ha homogeneizado una idea de vida que ha convertido en anatema o en marginal cualquier otra. Desde este prisma pensar es descolonizar la imaginación. Hace no mucho le leí al profesor Fernando Broncano que acaso el mayor acto de disidencia es pensar en lo que podría ser. Pensar se yergue en la acción más insurrecta que tenemos a nuestra disposición. Quien piensa, imagina; quien imagina, ve alternativas; quien ve alternativas ensancha el mundo; quien ensancha el mundo, piensa. Pensar entraña arrancar este proceso de rotaciones sabiendo que ya nunca se va a detener.



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jueves, julio 14, 2016

Lo más útil es lo inútil

Obra de Didier Lourenço

Hace un par de años se hizo muy popular un pequeño ensayo titulado La utilidad de lo inútil. Su autor era el italiano Nuccio Ordine. Se trataba de un opúsculo destinado a alabar las fustigadas Humanidades, a ensalzar aquellos saberes que nos pueden abrillantar porque nos evalúan y nos narran, nos prescriben ideas, nos hacen imaginar escenarios más benévolos que en los que estamos instalados para pelearlos e intentar implantarlos en la realidad, nos cuentan quién es la persona que se oculta en las palpitaciones de nuestras sienes, o en las sienes de las personas que hormiguean a nuestro alrededor, y, lo más relevante con mucha diferencia, nos estimulan a sentir compasión, el sentimiento más nuclear para el proceso de humanización. Resumiendo. Las Humanidades son para Nuccio Ordine todos los saberes que nos hacen mejores.

El dogmatismo monetario preceptúa que lo útil es todo aquello que se puede convertir en mercancía para generar transacciones económicas. Catalogamos como útil «todo lo que nos acerca a un vínculo práctico y comercial... lo consagrado al incremento de producción». Dicho más llanamente. Útil es toda cosmovisión en la que la acumulación de riqueza material se yergue en rector teleólogico de todos los círculos que componen la experiencia de vivir, reducida en ampliar cuota de mercado y extender los márgenes de beneficio. Por contraposición, lo inútil sería toda actividad que no produce un beneficio netamente crematístico. Todo lo que el neolenguaje de los promotores económicos, y en fatídica colusión también el de los promotores políticos, predican como útil es trivial para la tarea de mejorarnos como personas interdependientes inscritas en una urdimbre social. Una de las consecuencias más deletéreas es que el conocimiento se ha empequeñecido drásticamente a mera competencia laboral, usurpándole su esencia de instrumento para aprender a sentir. Aunque suene herético, a sentir también se aprende, como escribí hace unas semanas, para luego verter ese conocimiento en dos actividades insoslayables y coaligadas para cualquier persona: vivir y convivir. Si la sana metabolización del conocimiento debería convertirse en una herramienta para dirigir el comportamiento, el saber contemporáneo, exacerbadamente técnico, se transforma en un medio destinado a convertir a la persona en recurso humano, un efectivo para la productividad económica, una cosa que ha de aprender a saber venderse para aumentar su empleabilidad. El propio autor de La utilidad de lo inútil aclaraba en sus páginas que «el exclusivo interés económico mata la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la investigación, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil, que debería inspirar toda actividad humana». Es una tergiversación del conocimiento expulsado de fines relacionados con los ideales humanos y jibarizado a mera herramienta venal.

El conocimiento bien fagocitado y bien empleado ofrece horizontes muchísimo más enriquecedores. Nos urge para la producción de sentido vital como especie en un mundo plagado de medios técnicos. Aristóteles defendía que la filosofía no servía para nada porque no aportaba ningún hallazgo instrumental, no era medio de algo, sino un fin en sí mismo, el pináculo más elevado al que puede aspirar el saber como quehacer dinámico. De ahí que no sirva para nada o, lo que es lo mismo, sirva para todo, puesto que la filosofía, como epítome de las Humanidades, es una tarea intelectiva que reflexiona en torno a nosotros mismos. Dicho de un modo más bonito: el pensamiento más cenital es pensar sobre el ser que en ese momento está pensando, y cómo orquesta sus interacciones con los demás, esos seres que también piensan sobre el ser que son. El conocimiento sirve para saber qué es lo que uno necesita no saber, para saber que no se sabe y por tanto exigirse tener que seguir aprendiendo. Sirve para procesar críticamente la información y combatir la credulidad, para en una disensión abrazar la evidencia mejor construida pero interrumpirla y abandonarla en el supuesto de hallar otra más sólida. Sirve para que nadie te use, para que nadie te subyugue, para medir bien dónde empieza y dónde termina la aprobación social y dónde la personal, para distinguir entre la persona que eres y el trabajo que tienes, para comprender que nuestros sentimientos son construcciones que se pueden articular cognitivamente, para aprender a anticipar lo que no existe para hacerlo existir, a convertir la realidad en materia prima de tus proyectos, a liberarnos del miedo y del dogmatismo, a comprender y sentir que todos formamos parte de la aventura de humanizarnos y que esa vida en común requiere una ética de mínimos que allane la vida compartida y a su lado una ética de máximos respetuosa con las elecciones personales. 

El conocimiento sirve para muchas cosas, pero la más relevante de todas la he dejado para el final. Se da la paradoja de que todo lo inútil, prosiguiendo con la jerga que empareja la inutilidad con el conocimiento de fines, es lo que saca más filo a nuestra autonomía, es decir, a nuestra capacidad de poder elegir, valorar, discernir, decantarse, optar, seleccionar. Como el hombre es un ser que siempre decide lo que es (rotunda definición de Victor Frankl esparcida en las páginas de El hombre en busca de sentido), no hay nada más importante para cualquiera de nosotros que elegir lo más idóneamente posible. Saber elegir es la tarea más relevante de todas las tareas con que la vida nos confronta antes de deportarnos del reino de los vivos, y saber elegir bien es la herramienta más útil de todas. Y a elegir bien se aprende gracias a todo lo que ahora el mundo tecnificado moteja de inútil.




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