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martes, marzo 23, 2021

Hacer de la existencia un acto poético

Este pasado domingo se celebró el Día de la Poesía. Creo que no hay mayor acto poético que vivir la vida de tal modo que deseemos volver a vivirla. Esta invitación de Nietzsche a no devaluar la vida ni releerla como subalternidad de otra vida es perfecta para explicar en qué consiste inscribirnos poéticamente en el mundo. Existe mucha confusión con la poesía. A mí me encanta repetir un aforismo de Jules Renard en el que se quejaba de leer versos y versos y versos y sin embargo no hallar en ellos ni una sola línea de poesía. Octavio Paz también remarcaba esta distinción cuando afirmaba que hay poemas sin poesía. Pero también ocurre al revés. Hay muchísima poesía allí donde sin embargo no hay versos ni poemas. La poesía no consiste en escribir unos versos elegíacos que balsamicen el dolor o cartografíen un alma ulcerada. El espíritu poético consiste en abastecerse de una actitud creadora, mirar la existencia como el lugar en el que se da cita la posibilidad, y hacer de ese espacio y ese tiempo algo tan apetecible que nos fastidie tener solo una existencia por delante.

La palabra poesía tiene su genética léxica en la palabra griega poiesis. Significa crear, componer, adoptar, fabricar. El poeta puede transformar creativamente la realidad, pero también a sí mismo. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Vivir es un acto constructivamente poético y cada uno de nosotros y nosotras un poeta o poetisa con capacidad de crear belleza al mirar de un modo singular que determine un actuar también singularizado. Se trata de mirar con atención para convertirnos en personas atentas. Cuando estamos atentos es muy fácil advertir que lo más extraordinario se agazapa en lo ordinario del día a día, de que el punto de vista cambia si se cambia la forma de mirar, y que si muda la forma de mirar muda la toma de posición en el mundo. Al convertir la información sensorial en información perceptiva nos posicionamos en el mundo, pero también creamos mundo.  Vemos lo que somos, pero también somos lo que vemos al imaginarlo. La poesía es la manera de mirar que ensancha posibilidades. Las cosas sirven para vivir, pero la mirada poética sirve para sentirnos vivos.

Esta mañana explicaba a mis alumnas y alumnos las diferencias entre individuo (algo indivisible y por lo tanto único, incanjeable), sujeto (el sustrato que sostiene los cambios) y persona (término derivado de prósopon, la máscara que utilizaban en el teatro griego para representar un personaje, pero que ahora significa un ser humano portador de dignidad y por lo tanto acreedor de derechos). Existir es un proceso que como individuos, sujetos y personas nos tendrá ocupados toda la vida, concretamente hasta que la posibilidad que imposibilita todas las posibilidades deje de ser una posibilidad y devenga en nuestro deceso. Este proceso siempre en continuidad y siempre ubicado en una posición fluctuante consiste en ir dando sentido a la vida con la que nos encontramos cuando nos nacieron. No es una tarea cualquiera. Es la tarea que al hacerla nos hace, y al hacernos, la hacemos. Con frecuencia me gusta recordar que somos autores de nuestros propósitos, pero nunca olvido que somos coautores de nuestros resultados. Entre nuestros propósitos y nuestros logros se abren intersticios en los que ocurre la interacción con los demás, la intromisión del mundo, las mediaciones culturales, las restricciones de nuestras condiciones materiales, la relación con las metas y los sueños de los otros, muchas veces en dolorosa incompatibilidad con los nuestros. Rousseau sentenciaba que la libertad es la obediencia a la ley que uno se ha prescrito. Se puede voltear el argumento. Cuando uno se desobedece a sí mismo para no quebrantar el proyecto en el que ha decidido habitarse, está celebrando uno de los actos poéticos por antonomasia. Hacer poesía con su vida para anhelar volver a vivirla. 

 

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martes, noviembre 24, 2020

Violencia es no poder decir no a algo injusto

Obra de Gabriel Schmitz

Mañana miércoles 25 de noviembre es el Día contra la Violencia de Género 2020. Sé que esta violencia alberga unas singularidades que he tratado de explicar en otros artículos, aunque siempre que se habla de violencia inevitablemente pienso en la palabra elección. La violencia vincula con elegir, y elegir es el verbo que fija sentido al sustantivo voluntad. Tener voluntad es tener la facultad de decidir y articular la conducta según nuestro criterio y nuestro mundo valorativo. Leyendo estos días el  esclarecedor ensayo Pandemocracia, del filósofo político Daniel Innerarity, me encuentro con una reflexión sobre la libertad que resulta muy útil para entender los dinamismos tanto explícitos como soterrados de la violencia: «La propia libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad». Detentar esa capacidad de amputar la elección a un ser humano es la quintaesencia de la violencia. En la lectura del libro de Javier López Alós Crítica de la razón precaria (Premio de Ensayo Catarata, 2019), me encontré en su momento con una sucinta definición de precariedad que ayuda a comprender lo que ahora estoy intentado explicar: «la precariedad es aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Si alguien no puede decir que no es porque en la ecuación existe otro actor que propone a sabiendas algo injusto, y lo oferta porque sabe que su receptor tendrá que aceptarlo irremediablemente porque fuera de esa propuesta no dispone de nada mejor a lo que acogerse. Es fácil utilizar un argumento similar para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado resulta atractivo por su brevedad, aunque le falta un matiz que enlaza con la ponderación anterior: «Violencia es no poder decir no a algo injusto».

En la violencia la propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de alguna de sus debilidades, de su dependencia económica, de su ignorancia hermenéutica, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser introducido en escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del  amedrentamiento, es connatural a la violencia. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, aunque se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta de su víctima, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. 

Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede invertir para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva ser deportado a la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. El antónimo de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, dominación, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger, deliberar. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se suspende su capacidad autodeterminadora. Está más cerca de un objeto que de un sujeto. He aquí la violencia. La abolición de la volición.

 

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