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martes, julio 04, 2023

Ampliar soberanía sobre el tiempo que somos

Obra de Janto Garrucho

Un indicador muy fiable de progreso radica en la cantidad de tiempo sobre la que una persona posee soberanía. Cuanto más primado se disponga sobre un mayor volumen de tiempo sin que por ello se vea reducida la capacidad adquisitiva, mayor progreso humano. Y a la inversa. Restar soberanía sobre la gobernabilidad de nuestro tiempo, dejar de ser los propietarios legítimos de grandes franjas de tiempo diario, evidencia regresión y nos aleja paulatinamente de la prosperidad civilizatoria. Convertir esta aspiración en una serie de condiciones sociales y valores colectivos que la posibiliten en quienes la deseen, es una muestra de avance ilustrado. De poco sirven los grandes hallazgos tecnocientíficos y la expansión de la ecología digital si no adjuntan la libre posesión de una cuantía de tiempo cada vez más extensa para que cada cual la habite según sus preferencias y sus vocaciones. Esta ecuación no vincula exclusivamente con las decisiones privativas de la esfera personal, sobre todo señala y responsabiliza a la comunidad política de la que formamos parte como irrenunciable ciudadanía. Cuando la articulación de la vida en común permite que las personas amplíen tiempo propio sobre el que se erigen en propietarias exclusivas, entonces progresamos. Cuando gradualmente se estrechan esos segmentos de tiempo en aras de complacer a las preceptivas fuerzas monetarias emboscadas en el eufemismo de la exigencia productiva, entonces involucionamos.

Afortunadamente el léxico que utilizamos para segregar los tiempos de producción de los tiempos propios es muy honesto. Cuando nos ubicamos fuera del tiempo productivo hablamos de tiempo libre, lo que permite colegir que no somos libres cuando formamos parte del engranaje de la producción. Disponibilidad, movilidad, flexibilidad, temporalidad, precariedad, son indiscutidos vectores neoliberales que atentan contra la soberanía de nuestro tiempo, y que la conversación pública debería abordar críticamente situando la vida humana en el centro de la reflexión. La vehemencia productiva y la rentabilidad entendida exclusivamente en términos monetarios boicotean permanentemente cualquier conato de adquisición de tiempo y todo lo humano que se deriva de esta apropiación. Somos ser y tiempo, como reza el título de la afamada obra de Heidegger, y si perdemos titularidad sobre el tiempo estamos licuando el ser que somos. A quién debería pertenecer el tiempo que somos y en qué porcentajes es el mejor pronosticador para dilucidar cómo queremos que sea la vida humana. 

Los acuciantes mandamientos de la lógica productiva y la rentabilidad han canibalizado el tiempo que podríamos destinar al cultivo de los afectos, la amistad, el cuidado, la atención, los sueños, la vocación, los goces estéticos, las actividades ajenas al beneficio económico, a aprender a hacer todo aquello que solo se aprende haciendo. Las vidas-trabajo (término que utiliza Remedios Zafra en El bucle invisible) que configuran al sujeto contemporáneo se condensan ante todo en entregar gigantescos bloques de tiempo diario, que es una forma de desposeernos de nuestro propio ser, sobre todo cuando lo realizado en ese tiempo está desidentificado con nuestra persona. Entonces padecemos la punzada de la alienación, el momento de desgarramiento en que sentimos cómo nuestra persona languidece en tareas que solo le proporcionan un salario, la mayoría de las veces exiguo y ridículamente desacompasado con el tiempo que se exige a cambio. El activismo lanzó hace unos años una interrogación que interpelaba la ordenación de esta manera de vivir: «¿Cuánta cantidad de vida te cuesta tu sueldo?». En Ciudad princesa Marina Garcés es taxativa. «El dinero se paga con vida, con tiempo de vida»Solemos desdeñar el dinero al compararlo con las dimensiones relevantes de la vida que no tienen precio, pero es lo que nos reembolsa la producción por adueñarse de nuestro tiempo, que es una manera edulcorada de señalar la incautación de nuestra vida. Un dinero destinado por la gran mayoría a sufragar las necesidades que atañe estar vivos. Si no disponemos de un tiempo ganado al tiempo de producción a través de una forma más humana de organizar la existencia  compartida, entonces vivimos subordinados a la desesperante obtención de ingresos con los que sobrevivir. En la era de la tecnociencia estaremos haciendo lo mismo que nuestros ancestros más antiquísimos, solo que de un modo aparentemente distinto.


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martes, mayo 16, 2023

«Ganarse la vida»

Obra de Mary Sales
En el lenguaje coloquial es tristemente usual la expresión «ganarse la vida». Se esgrime para indicar que una persona ha de obtener ingresos con el objeto de poder hacer frente a sus necesidades vitales. «Ganarse la vida» deviene tarea en la que una persona vende tiempo y habilidad para ser retribuida con un pago periódico que llamamos salario, o emolumento si es a cambio de un proyecto autónomo en el que también deposita tiempo y destreza epistémica. «Ganarse la vida» no tiene que ver con lo electivo de la vida, sino con sustentar las necesidades que nos acucian en tanto que somos entidades biológicas. Ninguna persona se gana la vida con un trabajo por cuenta propia o ajena porque ya posee la vida desde el instante prodigioso en que fue concebida. Si el lenguaje fuera inocuo y no ideológicamente performativo diríamos que se trata simplemente de encontrar formas monetarias con las que adquirir bienes para cubrir necesidades. «Ganarse la vida» explicita cómo la retórica afecta a la mirada, permea en la construcción de la subjetividad y constituye imaginarios con invasiva centralidad en la vida compartida. La realidad discursiva engendra realidad política.

A través de un sorprendente malabarismo semántico, la expresión «ganarse la vida» eleva el capital a la categoría biológica de la vida, como si fueran dos entidades sinónimas y por tanto con valor análogo. Esta sinonimia también prorrumpe cuando en las conversaciones se sustituye la pregunta «¿en qué trabajas?», que formulada con más corrección debería ser «¿cómo adquieres ingresos?», por la enigmática «¿qué eres?». La complejidad inextricable de la identidad humana se simplifica en identidad laboral. Llama la atención cómo trabajo y vida se superponen como si conformaran una unidad, y provoca rareza porque una de las características de la obtención de ingresos es la de malbaratar tiempo de vida en favor de un tiempo de producción que en muchas más veces de las deseadas no aporta nada relevante a la existencia, tan solo dinero, con frecuencia en cantidades exiguas e inicuas, o directamente daña el cuerpo y enajena el intelecto. No quiero banalizar el dinero, porque es tan relevante que es lo que reclamamos a cambio de entregar la disponibilidad de nuestro tiempo. El dinero es primordial cuando escasea, pero queda desligado de las fuentes de alegría cuando las necesidades básicas están satisfechas. Recibir una retribución salarial a través de un empleo que fagocita las mejores horas del día todos los días se ha naturalizado tanto que ha sido expurgado de nuestra imaginación crítica. En su último ensayo, El bucle invisible, Remedios Zafra comparte su asombro al comprobar «la legitimación de que es normal ocupar la totalidad de nuestros tiempos de vida con trabajo y conexión». Este absolutismo laboral (Zafra lo nomina vidas-trabajo) se atestigua cuando enunciamos que vivimos de la profesión que desempeñamos. Confundimos narrativamente obtener recursos económicos (actividad lucrativa) con existir (hacer algo con la existencia), y estar vivos (un fenómeno biológico) con sentirnos vivos (una evaluación afectiva). 

«El verdadero plebiscito diario es la elección entre el no a la muerte y el sí a la vida», escribe Bernat Castany Prado en el sublime sin interrupción ensayo Una filosofía del miedo. Curiosamente ganarse la vida es una de las formas más sencillas de perderla, esto es, derogar el sí a la vida en favor de una alienación que mata gradual e incruentamente. Las lógicas de productividad y rentabilidad capitalistas intentan acortar los tiempos y fijarse tan solo en el resultado económico, siempre incrementándolo con respecto al ejercicio anterior. Erradican de la ecuación el placer de hacer y lo colocan en el valor económico que deriva de lo hecho. Es un choque frontal con la vida, porque las motivaciones que más enraízan en las personas no tienen que ver con el resultado final, sino con aquello que nos permite disfrutar hasta llegar a él. Las derivas del mundo económico desdeñan el camino y anclan toda su atención en el resultado. De ahí que, como personas subyugadas a tener que ganarnos la vida, nos «moviliza más un terminar por fin que el hacerlo bien», como escribe Remedios Zafra en las páginas finales de su ensayo. Sin embargo, sentirse vivo es hacer bien, que no rápido ni rentable, aquello que uno ama tanto que está deseando volver a hacerlo porque en ese quehacer está involucrado todo lo más valioso de su ser. Y se anhela hacerlo no solo bien, sino mejor que la vez anterior. Así en un bucle que llamamos sentido y plenitud.


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martes, noviembre 09, 2021

¿Qué es el mérito en una sociedad meritocrática?

Obra de Nigel Cox

En su último ensayo La tiranía del mérito, el probablemente más popular profesor de filosofía del mundo, Michael J. Sandel, desmonta la narración creada en torno a la ficción del mérito. El diccionario de la RAE apunta que el mérito es una acción o conducta digna de premio o alabanza que lleva a cabo una persona. Esta definición nos aclara algo primordial para entender lo que quiero exponer en este texto: además de pertenecer a las habilidades cognitivas y epistémicas, el mérito también forma parte de las morales. Lo que sostiene Michael Sandel es que en las sociedades meritocráticas erróneamente llamamos mérito a aquello que más bien tiene como peculiaridad la posesión de alto valor de uso en el mercado. Admitimos mérito en quien tiene competencias generosamente retribuidas por el mercado, competencias que normalmente son asignadas y reforzadas por quienes quieren perpetuar sus intereses y ventajas personales. A partir de segregar el mérito del valor de mercado y a la vez ensamblarlo con la moral, se justifican muchas conductas que no tienen nada que ver ni con el mérito ni por supuesto con la virtud. 

El mal llamado mérito sería un estándar de mercado que ubica a las personas en diferentes extracciones sociales, normalmente estadios tremendamente verticales con retribuciones económicas obscenamente desiguales. La meritocracia sería el subterfugio neoliberal para que broten relaciones de subyugación, alienación e incluso cosificación, con el agravante de que quien las sufre se las atribuye como merecidas por su carestía de méritos, por haber alcanzado un lugar ínfimo en la competición meritocrática. Es un paisaje desolador y horrible en el que subyace un principio de justicia inmisericorde: el que no posea méritos puede ser explotado. El lúcido César Rendueles afirma en Contra la igualdad de oportunidades que «no me cuesta imaginar un futuro en el que la meritocracia sea vista como un ideal tan infantil y patético como los títulos nobiliarios del feudalismo». A mí tampoco me supone ninguna operación extraimaginativa predecir que nuestros descendientes se van a asombrar cuando vean cómo en las sociedades meritocráticas el erróneamente llamado mérito, pero sobre todo su ausencia, valida comportamientos abyectos y desigualdades faraónicas en el acceso a medios de vida. De hecho, uno de los motivos por los que me fastidia tener que morirme es que me perderé saber qué opinarán de nosotros y de nuestras ideas quienes nos estudien dentro de trescientos años. Estoy seguro de que sentirán una estupefacción similar a la que sentimos cuando analizamos el medievo y todos sus desmanes y tropelías respaldados por el destino de clase. 

En la sociedad meritocrática hay más sinonimias perversas, pero sobre todo una que vive su gran mediodía en los relatos del activismo neoliberal y en la literatura gerencial. Desde hace unas décadas se ha emparejado mérito con esfuerzo. En la esfera laboral es un mantra. Quien obtiene un empleo se lo autoatribuye por su esfuerzo, como si los demás que competían por ese mismo recurso no se hubieran esforzado. Habrá que recordar que el esfuerzo no es un resultado, es una condición de posibilidad. Al emparejar mérito con esfuerzo, es decir, al releer el mérito como una virtud personal, se produce un doble movimiento que tiende a deshilachar el tejido sentimental comunitario. Por un lado, se incrementa la soberbia de quienes tienen éxito (alcanzando el insoportable narcisismo patológico, que es la teoría que postula Marie-France Hirigoyen en Los narcisos han tomado el poder), y por otro lado se espolea el resentimiento entre los desfavorecidos. Esta tendencia bidireccional es perfecta para engendrar cismas y dificultar la convivencia.

El pobre, el desempleado, el ya inempleable, quien forma parte del excedente laboral necesario para la depreciación salarial, los acuciados por la precariedad, viven una dolorosa pérdida de estima y acaso culpa merced a la moralización que supone asociar en exclusiva el empleo con el mérito y el esfuerzo, y desgajarlo por completo del valor de uso en el mercado (y de la extracción de valor en ese mismo mercado, que es la distinción central que realiza Mariana Mazzucato en El valor de las cosas).  Este emparejamiento conceptual es mórbido para la membrana social, para el espacio y los intereses que nuestra vida requiere para compartirse y devenir vida humana. Aquí radica la explicación de la tan divulgada política del resentimiento. Además de disponer de ingresos ridículos, o directamente no tenerlos, los desfavorecidos han de soportar la estigmatización o la aporofobia de los que están económicamente por encima de ellos. Gracias a las aviesas ideas de la meritocracia se les acusa de vagos y haraganes, es decir, se merecen la pobreza en la que viven. Normal que una parte de esta extracción se haya abrazado a políticas populistas de odio como forma de castigar la política convencional que tanto los recrimina, tanto mancilla su dignidad y tan irresoluta se muestra para ofrecer soluciones a problemas claramente estructurales. No es que se acerquen al fascismo. Se alejan de quienes los denostan.



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martes, febrero 09, 2021

A los seres humanos nos encanta el placer de hacer cosas

Obra de Jarec Puczel

Existe una tendencia en la forma de discurrir que me llama poderosamente la atención. En muchas ocasiones los seres humanos admitimos como irrefutables argumentos que nuestra propia vida desmiente en lo cotidiano. En la novela 1984 de George Orwell se crea un Ministerio de la Verdad que exige a todos sus miembros que rechacen lo palmario que sin embargo están contemplando sus ojos. A día de hoy nos ocurre exactamente lo mismo en muchos campos de la agenda humana. Es increíble cómo ideas desdichas empíricamente por nuestros propios actos las aceptemos sin apenas disenso en la conversación pública. Criticamos la corrosiva posverdad, pero vivimos sumidos en ella. Para el Diccionario Oxford la posverdad concurre cuando los hechos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. Existe una idea del doctrinario neoliberal que defiende que una persona con la supervivencia garantizada rehusaría trabajar (estar empleada) y se dedicaría a disfrutar de la embriaguez de la haraganería. Es una idea muy arraigada en los imaginarios. Cuando he sacado este tema a colación, mis interlocutores suelen posicionarse a favor de esta pesimista tesis antropológica. La sorpresa viene a continuación. Se alistan al lado de una visión que deviene incongruente solo con echar un vistazo a sus agendas repletas de trajines desprovistos de cualquier afán de lucro. 

Resulta digno de estudio psicológico que personas que tienen hijos, hacen senderismo todos los domingos, quedan con los amigos, acuden al gimnasio, van a jugar al fútbol, asisten a asambleas, participan en un coro, realizan voluntariado, ensayan en un local de música, se inscriben en cursos online, practican el activismo, se castigan en maratones, disfrutan con la bici, van a conferencias, colaboran con protectoras de animales, acuden a clubs de lectura y cómic, escriben, pintan, bailan, pasean, pescan, viajan, meditan, escalan montañas, aprenden oficios nuevos, van al cine, alimentan blogs, hacen yoga, se apuntan a teatro, investigan en la red, acuden a congresos, recorren exposiciones, etc., etc., sin embargo luego defienden que las personas solo encuentran motivación para llevar a cabo alguna tarea si hay dinero de por medio.  Es una gigantesca contradicción que quienes no cesan de trufar con actividades su día a día imputen al ser humano la condición de animal inactivo, salvo si la actividad está mediatizada por el refuerzo positivo del tintineo de las monedas. Es una narrativa muy pobre y muy mercantil de la usabilidad de la vida. Lo inaudito es que este relato ficcional se ha enquistado con éxito en la sensibilidad cívica. Obviamente hay un sinfín de contraejemplos en la ergonomía social que demuestran la inconsistencia discursiva de este presupuesto del neoliberalismo sentimental. 

Esta semana hemos sabido que Jeff Bezos abandona el cargo de director ejecutivo de Amazon. Bezos está considerado el hombre más rico del planeta, según la lista Forbes, que lleva varios años otorgándole el pódium de los magnates milmillonarios. Se estima que acumula una concentración de riqueza neta de ciento cincuenta y siete mil millones de dólares. Si nos guiamos por la teoría neoliberal que afirma que toda persona con las necesidades materiales básicas se vuelve haragana, entonces sería fácil adivinar un futuro de brazos cruzados para el fundador de Amazon. Pero no será así. Él mismo ha afirmado públicamente que quiere dedicarse a sus pasiones: la aeronáutica, los diferentes proyectos filantrópicos y el Washington Post, del que es accionista mayoritario. El hombre más rico del mundo en ningún momento ha mencionado que dejará de hacer cosas. Lo que sí ha anticipado es que se va a dedicar a sus pasiones. Se empleará haciendo aquello que le proporciona elevados montos de delectación y lo acuna en un continuo estado de flujo. El resto de plutócratas con los que Bezos comparte la lista Forbes adoptan decisiones prácticamente gemelas. Podemos colegir que nadie con recursos materiales suficientes para vivir se dedica a la hibernación. Dicho de un modo inversamente positivo. Cuantos más recursos tenemos, más actividades hacemos.  

Justo mientras preparo este artículo mi compañera me acerca un precioso texto de Piort Kropotkin con motivo de la celebración del centenario de su muerte (8 de febrero de 1921). El texto escrito por el autor de El apoyo mutuo profetiza la determinación adoptada por Jeff Bezos: «El trabajador obligado a luchar penosamente por la vida nunca llega a conocer los altos goces de la ciencia y la creación artística. Para que todo el mundo llegue a estos placeres, que hoy se reservan al menor número, para que tenga tiempo y posibilidades de desarrollar sus capacidades intelectuales, la renovación debe garantizar a cada uno el pan cotidiano, y luego tiempo libre. Este es nuestro propósito supremo». Dicho de otro modo. Como los seres humanos somos tremendamente activos, abandonar el reino de la necesidad no significa adentrarnos en el reino de la abulia y la inacción, sino en el de la elección. Una elección que probablemente se basaría en acciones presididas por la alegría y el entusiasmo. 

 

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martes, octubre 22, 2019

Psicoterror laboral


Obra de Claudia Kaak
Es sobrecogedor comprobar lo fácil que resulta destituir la dignidad de un ser humano cuando se halla confinado en una situación de abuso de poder. Es tan sencillo y escalofriante que podemos bautizar esta práctica como psicoterror, violencia urdida con gélida racionalidad y rotunda ausencia del más mínimo ápice de empatía sobre una persona con el fin de lograr su demolición interna. El término psicoterror laboral es el título de uno de los capítulos del libro de Iñaki Piñuel Mobbing. Cómo sobrevivir al acoso en el trabajo. Hace unos años escribí un artículo titulado La violación del alma, que acabó depositado en el ensayo La capital del mundo es nosotros (ver). La impactante expresión designa el absentismo psicológico de una persona martirizada por el psicoterror laboral. La extraje de las páginas finales de otro de los trabajos de Iñaki Piñuel titulado La dimisión interior. Piñuel es uno de los autores más reputados a la hora de abordar los homicidios morales y psíquicos que se producen en los acosos de distinta genealogía. Acabo de concluir el ensayo Desaparecer de sí del sociólogo francés David Le Breton. En sus sorprendentes páginas se habla de las muchas dimisiones interiores que vivimos los seres humanos en nuestro afán de encontrar un lugar en el que no tener que arrostrar el peso gravoso de una personalidad configurada a imagen y semejanza del discurso hegemónico con el que no comulgamos, los convencionalismos y su duro pliego de condiciones que nos obliga a batirnos contra nosotros mismos, la égida de una homogeneidad que estigmatiza al diferente y nos impele a recomponer nuestras preferencias y contrapreferencias desobedeciendo al ser que nos gustaría ser. De entre todas estas desubjetivaciones, quizá la más aterradora sea la del desistimiento del uno mismo como medida de supervivencia para sobrellevar la presencia de un depredador que anhela convertir tu dignidad en su festín diario.

Este despojamiento del sí mismo puede ocurrir en cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral está dotado de unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la agresión. El acoso en el medioambiente laboral participa de la idiosincrasia de un abuso de poder, pero también de debilidad. El abuso de debilidad ocurre cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. La esfera laboral facilita e incluso hipertrofia estas condiciones quebradizas. El motivo es muy sencillo. Como estructuramos el curso de la vida humana en torno al empleo (que es el suministrador de ingresos que a su vez son los garantes de la supervivencia y del acceso a planes de vida), es fácil presentir las relaciones de sumisión y de degradación que pueden brotar allí a cambio de no perder una remuneración estable. Este sometimiento se recrudece cada vez que los avances tecnológicos eliminan empleos, aunque no reduzcan nada el trabajo como principio rector de la vida humana. Los hallazgos de la tecnología y los procesos de robotización y autonomización de las tareas aumentan el número de población excedente (según la brillante terminología de Zygmunt Bauman), un segmento de ciudadanos perpetuo (aunque se renueven algunos de sus miembros) que no accederá al mercado laboral pero cuya existencia desempleada se torna amenaza necesaria para la devaluación salarial y la disciplinaria mansedumbre de los empleados. Gracias a ese ejército excedente el empleado se subsumirá en una condición cada vez más subordinada, más gregaria, menos resistente. Son las condiciones privilegiadas para que un depredador se encuentre con todos los semáforos en verde para tomar la avenida principal de la depredación. 

Iñaki Piñuel califica con acierto estos lugares de acoso como un «gulag laboral». El lugar de trabajo puede devenir en marco idóneo para que no haya demasiadas discordancias entre el rol de trabajador y el de súbdito. La docilidad es hija del miedo, tendemos a la resignación cuando lo contrario conmina el equilibrio en el que se sujeta nuestra vida, y para no caer en ninguna punzante disonancia cognitiva releemos esa resignación con sustantivos benévolos e incluso laudatorios. La segunda gran característica de estos contextos es tan central y necesaria como la primera. El empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion identitario de un individuo. Comparto aquí la definición de identidad que coloca en las últimas páginas de su ensayo David Le Breton: «El sentimiento de identidad es el lugar permanentemente en movimiento donde el individuo experimenta su singularidad y diferencia (…) Es el reservorio del sentido que rige la relación con el mundo del individuo». El lenguaje coloquial delata con una pavorosa sencillez cómo el cosmos laboral ha monopolizado los resortes identitarios de una persona. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como sustitutiva de «¿en qué trabajas?». El desempeño laboral se aúpa en impronta ontológica, dota de identidad y en muchos casos es la única posibilidad de acceder a la aplicación de los Derechos Humanos. Con estas dos peculiaridades, si alguien no tiene escrúpulos pero detenta una relación asimétrica de dominio en un entorno de subordinación y a la vez de producción de identidad, es relativamente sencillo profanar el alma de un par. Como afirma Piñuel en su bibliografía, no es casual que los dos lugares más frecuentados por los depredadores sean la cárcel y el trabajo.

Los depredadores saben que el tesoro más preciado que pueden colocar en sus vitrinas es la voluntad de un ser humano. No le interesan los objetos, sino el sujeto, concretamente convertir al sujeto en un objeto, en «su» objeto. El poder en su sentido más abyecto y perverso no reside en la maleabilidad de la conducta, sino en la subyugación de la voluntad. La conducta se puede modular con la administración calculada de premios y castigos. La voluntad se puede configurar a imagen y semejanza con las estrategias de la manipulación, la persuasión y la argumentación, pero también con la humillación gradualmente multiplicada, una humillación tan incansable que logre escalonadamente la usurpación de la soberanía de los actos, la rendición sin el uso de la fuerza aparatosa y detectable, la renuncia interior de la víctima, la dilución de su singularidad, la destrucción de un yo con capacidad volitiva. En su libro El acoso moral, el maltrato psicológico en la vida cotidiana, la psiquiatra y victimóloga francesa Marie-France Hirigoyen, que años después radiografió el abuso de debilidad en otro ensayo esclarecedor, enseguida recalca que «el primer acto del depredador consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender». 

El depredador no es un psicópata como los que estereotipan las maniqueas series de televisión, es alguien que se enmascara en la normalidad y se camufla en una imagen positiva. Es muy variado el catálogo de su sistemática y racionalizada violencia psicológica sin que además deje trazas que lo incriminen: ningunear la plausibilidad del desempeño de su víctima, desacreditar, manipular, atosigar, vejar, calumniar, insinuar, chantajear, ridiculizar, descalificar, escarnecer, insultar, incomunicar, aislar, castigar con silencio o avasallar con llamadas, implantar normas arbitrarias, fiscalizar la intimidad, reprender en público, obscenizar los gestos, hurtar de sentido las tareas que solicita, sabotear lo bien hecho, encargar labores de una absurdidad ultrajante, atribuir responsabilidades que o bien son ofensivas por hallarse muy por debajo de las competencias de su víctima o bien son inasumibles porque están muy por encima, sobrecargar su trabajo, amenazar con el despido, desequilibrar con horarios aleatorios o inicuos, hipervigilar, profanar la intimidad, cohibir, paralizar, estresar, retirar recursos para que no se pueda realizar eficazmente lo encomendado. Cuando toda esta suma de hostigamiento se cronifica y se naturaliza por parte de todos los implicados (depredador, depredado y espectadores), la víctima acaba dudando de sí misma y victimizándose. Los espectadores la revictimizan al justificar al victimario e incluso tildar a la víctima de cómplice y responsable de lo que le ocurre. El depredador inutiliza a la víctima y además se relame verificando cómo los testigos oculares se ponen de su lado cuando confirman la inepcia de su presa, como lo señala su inoperancia e irresolución, o la castigan con la acusación de pusilánime en vez de socorrerla. Si la víctima necesita imperiosamente los ingresos del empleo, implementará una estrategia de supervivencia. Bienvenidas y bienvenidos al momento en que un ser humano está a punto de dimitir de sí mismo. El momento exacto en que una persona muere sin necesidad de morir.






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