Mostrando entradas con la etiqueta valores éticos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta valores éticos. Mostrar todas las entradas

martes, mayo 28, 2019

Una mala noticia: la hipocresía ya no es necesaria


Obra de Serge Najjar
Empiezo a sospechar muy seriamente que necesitamos un mayor número de hipócritas. El lenguaje coloquial nos anuncia que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. Su gesto fundador radica en que se promocionan unos valores que luego sin embargo el promotor no pone en práctica. Hay inconsistencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después se solidifica en la materialidad de las acciones. Se hace proselitismo de unas virtudes que se consideran plausibles que practiquemos como sujetos corales insertos en un espacio compartido, pero que sin embargo su divulgador no incardina en su comportamiento. Se conocen las palabras que se estiman en los oídos públicos y se elogian desde la razonabilidad en aras de ampliar la cotización en el parqué social. Para la impostura y el fingimiento de los que está hecha la hipocresía se utilizan las posibilidades duales que ofrece el lenguaje, que puede describir tanto lo que se ve como lo que no se ve. La mentira es un acto lingüístico para agregar ficción o distorsión a nuestros relatos. En las mentiras de comisión se inventan los pasajes que mejor se acomodan en los tímpanos del que las recibe, y en las mentiras de omisión se silencia aquello cuyas consecuencias contravendrían nuestros intereses. La hipocresía adquiere musculatura con ambos dispositivos.

Hace muchos años escribí en un ensayo que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. Este hecho podría catalogarse de aciago, pero el genuino escenario de barbarización e involución consistiría más bien en que la ética fuera desterrada de la conversación pública, y que además esta expulsión se festejara con orgullosa autocomplaciencia. Cuando redacté La capital del mundo es nosotros me aventuré a decir que el hecho de que el vocabulario político utilizara panegíricamente la palabra dignidad en sus discursos, aunque luego la hiciera trizas en sus decisiones, era un escenario mucho más tranquilizador que ese otro en el que no se tuviera pudor en conceptuar la dignidad humana como una interferencia o un estorbo para metas exclusivamente mercantilistas. La institucionalización de la práctica hipócrita en las esferas de decisión demostraba la fe en unos valores éticos necesarios para sobrevivir en la arena pública. Se aceptaba publicitar la virtud, la excelencia, lo deseable, los contenidos de genealogía humanista, como pago mercadotécnico que imponían las elecciones democráticas, o para sortear el ostracismo social que acarreaba la devaluación discursiva de los presupuestos básicos de la ética. Me temo que este paisaje ha periclitado.

A muchos representantes del poder formal democrático y a los representantes del poder fáctico económico ya no les provoca ninguna impudicia quebrar de palabra los valores encarnados en los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo. El vicio se ha rebelado y no sienten la necesidad de opacar sus acciones con homenajes orales a la virtud. Esos valores que se promocionaban de palabra aunque se conculcaran de obra ya no determinan la pugna política o el prestigio social, y por tanto tampoco es imperativo esgrimir estratagemas de enmascaramiento verbal ni una atildada gestión de la comunicación política. La paulatina desaparición de la hipocresía es una muy mala noticia. Puestos a elegir, es mucho más pedagógico y educativo que la ética se anuncie y se loe a que se desdeñe en las prácticas lingüísticas y en la decoración de la retórica política. Hasta ahora la muy mal llamada crisis de valores no era tal. Resultaba inusual que alguien con incontestable protagonismo en la esfera pública pusiera en entredicho los valores que consideramos neurálgicos para la convivencia y la dignidad humanas. La crisis de valores era una crisis de conductas. Empiezo a sospechar que ese escenario ha concluido. A la crisis de conductas le acompañan la crisis de valores y la crisis de hipocresía.



Artículos relacionados:

martes, abril 10, 2018

¿Hay crisis o no hay crisis de valores?




Claustro, obra de Carlos Cárdenas
Se ha convertido en un cliché afirmar que el escenario contemporáneo vive una profunda crisis de valores. Recuerdo que en La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe en el que rebatía esta extendida afirmación. Explicaba primero qué eran los valores y luego argumentaba que no había tal crisis, que esos valores tan fetichizados por el argumentario social habían vivido en una sempiterna época crepuscular. Por más que hurguemos en la historia de la aventura humana no podremos datar ni un solo período en el que los valores hubiesen disfrutado de su gran mediodía civilizador. En Los sentimientos también tienen razón (ver) fui más lejos. Expuse que cada vez que hay crisis de valores (según pregona el tópico) se produce un alborozado festín de especuladores. La asombrosamente necia crisis de los tulipanes en los Países Bajos del siglo XVII es paradigmática para entender esta relación simbiótica. Salvador Giner defiende que los fenómenos sociales siempre vienen precedidos de fenómenos morales. Estoy de acuerdo. La deflación o la acusada disrupción de valores éticos y personales traen adjuntada una fuerte inflación de valores financieros. El mercado de valores florece cuando lo que tiene precio es más relevante que lo que no lo tiene. No está de más recordar que lo que no tiene precio no lo tiene porque lo reputamos tan valioso que no lo podemos ni cuantificar monetariamente ni rebajar a mera mercancía para la práctica consumista. Hay una muy mala noticia asociada a la relación dicotómica de los valores. Para magnificar lo que tiene precio es necesario que seamos muy pobres de aquello que no tiene precio. 

Definamos qué son los valores para saber de qué estamos hablando. Los valores son un conjunto de criterios para aproximarnos al comportamiento ideal entendido como lo más idóneo para una convivencia buena. Evaluamos y juzgamos todo lo que nos circunda y lo apostamos en categorías que van desde lo admirable a lo despreciable. Este hecho hace que admirar sea elegir y elegir sea tomar decisiones (esta es la idea que defenderé este sábado en mi conferencia en la Universidad de Barcelona). El valor así tipificado sería un valor como instrumento o forma de conducta. Además de estos valores instrumentales, en el repertorio humano figuran los valores de competencia o personales, que son aquellos que guardan relevancia para cada uno de nosotros según la configuración de nuestra autorrealización. Para evitar largos meandros conceptuales, considero una convivencia buena aquella que anhela un mínimo común denominador de justicia y permite que cada cual luego aspire a rellenar su idea de felicidad según el contenido de sus preferencias y contrapreferencias.

Como no somos sujetos insulares ni atomizados, guiamos nuestro comportamiento en relación a una ficción gestada desde la capacidad de valorar cuál es la conducta más deseable  para armonizarnos en el organismo social. Esta capacidad de vehicularnos por lo imaginado es portentosa. Es la idea que documenta Yuval Noah Harari en su aplaudido y leído ensayo Sapiens. De animales a dioses: «Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que sólo existen en la imaginación de la gente». Unas líneas después, agrega: «No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, no hay derechos humanos, ni leyes, ni justicia, fuera de la imaginación común de los seres humanos». Así es. Lo ficcionado se hace real cuando nuestra conducta se rige por lo imaginado. Resulta contraintuitivo, pero las ficciones que crea nuestra inteligencia nos mejoran en la realidad.

Si un valor es una ficción ética que nos señala la conducta deseable, erramos al hablar de crisis de valores. Mi tesis es sencilla. No conozco ningún establecimiento educativo en el que no se enseñen valores plausibles, no conozco ningún libro académicamente serio en el que no se alabe la conducta encomiable, no conozco ni un solo discurso de ningún mandatario ni de ningún líder social que atente contra los valores idealizados para la edificación compartida de un mundo justo. En todos mis encuentros y en la presentación de mis libros, yo todavía no me he encontrado a níngún asistente que afirme públicamente que la dignidad humana es una necedad que merece ser finiquitada del imaginario. Aún no me he topado con nadie que desee que en su vida o en la vida de sus seres queridos no se cumplan los Derechos Humanos. Esta es la auténtica crisis. Los valores que consideramos nucleares para el nacimiento de interacciones sociales sanas y emancipadoras viven escindidos de los valores que vertebran descomplejadamente el mundo en el que se despliega la experiencia humana. Hay una desarticulación notable entre lo que consideramos valioso y los mecanismos que el mundo en el que habitamos elige para fagocitar nuestra vida en el aparato productivo. Lo que aspiramos a disfrutar entusiasmadamente en el círculo empático es absolutamente fracturado fuera de él, que es donde sin embargo transita un elevadísimo porcentaje del tiempo de la vida, si es que la vida no es otra cosa que tiempo. No hay crisis de valores. Hay crisis de implementación de esos valores en la existencia de los animales humanos que somos.



Artículos relacionados:
Educar en valores.
Crisis de valores, festín de especuladores. 
Un ejemplo vale más que mil palabras.
 

martes, marzo 20, 2018

La mejor manera de mejorar el mundo



Obra de Nigel Cox
Este pasado fin de semana participé en la Feria del Libro de Tomares (Sevilla) que inauguró Antonio Muñoz Molina y clausuró Almudena Grandes. Allí traté de explicar el título de mi nuevo ensayo (ver), en qué consiste el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Sintetizadamente defendí que el diálogo es un deber humano en tanto que cada uno de nosotros somos existencias adyacentes obligadas a coordinar intereses y proyectos en el espacio de una gigantesca red que llamamos el mundo de la vida. El diálogo debería elevarse a autoexigencia para adentrarse en el otro con el que compartimos la misteriosa palpitación de existir. El diálogo es el procedimiento que empleamos en la capital del mundo, que es Nosotros (ver), para poder conocernos y entendernos, pero es muchísimo más que esa reduccionista visión. El diálogo no es solo un recurso comunicativo, es ante todo una disposición ética en tanto que al dialogar siempre aparece la figura del otro, la existencia o existencias con las que la nuestra se despliega al unísono. Pero no se trata de una otredad cualquiera, sino de una dotada de la misma consideración que solicitamos para nosotros y los seres que conforman nuestro círculo afectivo. Aquí radica la explicación de que hablando no siempre se entiende la gente, pero dialogando sí, porque el diálogo parte de unos presupuestos sin los cuales la palabra ecológica y argumentada no circula eficazmente entre los interlocutores. Este hecho convierte las expresiones diálogo pacífico o diálogo civilizado en una innecesaria redundancia. El diálogo en su sentido más prístino es una manera de habitar una vida que irrevocablemente desemboca al lado de otras vidas a las que tiene en consideración y respeto. El diálogo es tratar al otro como una entidad incanjeable, y lo tratamos así por la sencillísima razón de que sabemos muy bien que cualquiera de nosotros también somos esa entidad singular e insustituible. Hete aquí la lógica de la reciprocidad. La fundamentación de la Regla de Oro.

Al acabar mi intervención la presentadora me comentó que mi visión era hermosa, pero utópica, ofrecía un fresco del mundo que apenas tenía que ver algo con el mundo. Como estoy acostumbrado a esta refutación en la que directa o veladamente se me acusa de un exceso de buenismo, sonreí y agregué que sé bien cómo es el mundo en el que vivo, pero también sé en qué mundo me gustaría vivir y qué se puede hacer para aproximarnos a él. En su último ensayo, El bosque pedagógico, Marina nos recuerda que «un principio del arte de la educación es que no se debe educar a los niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor». Nietzsche postuló que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. Foucault susurró que el ser humano es un hallazgo muy reciente. Emilio Lledó escribió con su hipnótica y elegante prosa que el ser humano es un ser en tránsito. Este afán de autodomesticación transitoria es un afán ético. Aunque muchos no lo saben, la ética es una disciplina con una misión tremendamente peculiar. Tiene encomendado un desempeño exclusivo, una tarea que no comparte con ninguna otra disciplina. En vez de fijar su atención sobre el comportamiento existente, la ética coloca el gran angular sobre aquel que sería bueno que existiera. Los tan difundidos valores proclaman en esencia algo muy similar. Hace poco leí una fantástica definición firmada por Etkin: «Los valores son una concepción acerca de lo deseable». Asocio esta afirmación a la de Platón cuando en una descripción insuperable defendía que la educación es enseñar a desear lo deseable. Hace unos años yo me atreví a permutar el verbo enseñar por el de aprender y el de desear por el de admirar para concluir que no hay tarea más civilizatoria que admirar lo admirable, que es la mejor manera de educarnos sentimental y socialmente bien. (Por cierto, en breve daré una conferencia en la Universidad de Barcelona que he titulado La admiración de lo admirable).  

Hay mucha controversia sobre cuál es la mejor manera de mejorar el mundo, pero la discrepancia se difumina cuando dilucidamos qué sentimientos deberíamos cultivar para mejorarlo. El ser humano es una abigarrada mixtura de actuaciones buenas y malas (no somos ni el buen salvaje de Rousseau ni un lobo como señalaba Hobbes para justificar la existencia de un Leviatán), pero sabemos que cuando en nuestra arquitectura afectiva prevalecen los sentimientos de apertura al otro la convivencia se torna mucho más habitable e idónea para la satisfacción de necesidades e intereses dispares que cuando se voltea la situación y nuestra conducta obedece a los sentimientos de clausura  (que siempre irrumpen contra la vida, la propia o la ajena, y a veces contra ambas).  Existe acervo evolutivo y cultural para deducir que las interacciones presididas por los sentimientos nobles hacen más habitable el entorno y posibilitan la adquisición de felicidad privada que aquellas otras capitaneadas por los sentimientos mezquinos, que la convivencia es más amable y menos abrasiva si tratamos al otro con la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de serlo que si se la talamos, lo cosificamos y lo instrumentalizamos en nuestro beneficio. Popper popularizó la sentencia que anunciaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No es cierto. El mundo siempre es susceptible de ser mejorado, aunque también lo es de ser empeorado. En la predominancia de unos sentimientos sobre otros descansa la dirección que finalmente tomará nuestra conducta. Como la construcción sentimental es una tarea comunitaria, el diálogo se torna protagonista estelar para que argumentemos bien, pensemos bien, sintamos bien, deseemos bien, elijamos bien, vivamos y convivamos mejor. No hay meta más elevada para esa existencia al unísono que somos cualquiera de nosotros.



Artículos relacionados:
El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos. 
Admirar lo admirable.



martes, marzo 06, 2018

No todas las conductas valen lo mismo




Obra de Michele del Campo
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal. Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento, o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.

En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar, a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también tiene sentimientos -ver-). No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del comportamiento humano. 

Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico, José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir, dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.



Artículos relacionados:
Educar en valores
Elegir bien, el centro de gravedad permanente
A sentir también se aprende



martes, noviembre 21, 2017

No hay nada más práctico que la ética



Obra de Didier Lourenço
En la mayoría de mis cursos siempre me topo con un serio problema. Etimológicamente la palabra «problema» indica algo que se arroja delante de uno para impedirle el paso. Yo me encuentro con un impedimento frecuente para poder continuar mis intervenciones. He comprobado que son muy pocos los que saben concretar qué es la ética. Algunos saben qué es, pero no saben decir qué es lo que saben que es. En 2014 la profesora Adela Cortina fue galardonada con el Premio Nacional de Ensayo con un libro de título inequívoco y voluntad esclarecedora: ¿Para qué sirve realmente la ética? Cada vez comprendo mejor por qué decidió escribirlo y publicarlo. La semana pasada compartí una charla en una facultad de educación y se lo pregunté a los alumnos y alumnas. La respuesta fue un multitudinario encogimiento de hombros. La ética es incluir al otro en mis deliberaciones, les dije, pero no a un otro cualquiera y vaporoso, sino a un otro dotado de la misma dignidad que solicito para mí. Esta definición nos obliga a su vez a tratar de especificar qué es la dignidad. Para ser entendida, toda palabra requiere la presencia de otras palabras. Toda definición se sostiene en otras definiciones.

Siempre cuento como anécdota la acalorada sorpresa que se llevó una trabajadora social cuando en mitad de una mesa redonda afirmé que la dignidad es un invento. Me espetó que cómo me atrevía a decir algo tan sonrojante. Le contesté que no había dicho nada ni atrevido ni burdo. La dignidad es una creación ética de la inteligencia, una portentosa invención que ha elevado la vida humana hasta cotas impensables e inaccesibles desde ángulos meramente biológicos. Es el valor común que los seres humanos nos hemos dado a nosotros mismos al considerarnos valiosos, un valor que tiene reconocimiento jurídico y se convierte en derecho gracias a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nos consideramos valiosos porque somos autónomos, es decir, podemos elegir qué fines queremos para dar forma a nuestra vida. Para que esa autonomía sea posible vivimos en ámbitos de interdependencia y debemos tener garantizados unos recursos mínimos, que son los que se tipifican en la Carta Magna. Unos mínimos para ser autónomos y para posibilitar que cada individuo decida luego con qué máximos anhela rellenar el contenido personal de su felicidad. Descubrimos así que la interdependencia es la garantía de la independencia o, como escribe Marina, la felicidad privada necesita un marco de felicidad colectiva. La interdependencia posibilita la satisfacción de las necesidades primarias, pero la independencia es condición insoslayable para el acceso a una vida en la que cada uno se plenifique según sus preferencias. Los filósofos griegos lo dedujeron muy pronto. Solo la vida en común nos permite ascender a una vida buena. La dignidad se torna real gracias a nuestra conducta respetuosa con el otro, y a que el otro haga lo propio con nosotros. Respetarnos es respetar nuestra condición de criaturas dignas.

Este ejercicio de deliberación permanente es lo más práctico que podemos hacer en la vida. Deliberamos qué queremos para nosotros y al hacerlo incluimos al otro, porque nuestra condición de seres interdependientes nos condena a que cualquiera de nuestras decisiones una vez hechas acciones impacte en la vida de los demás. La deliberación es privada, pero la acción siempre es política, siempre se despliega en el espacio compartido. La aventura humana ha comprobado que ese espacio es más enriquecedor si nuestras acciones individuales no mancillan la dignidad del resto de los miembros que también forman parte de la misma aventura. Más todavía. Cualquier decisión que adoptemos lleva implícito un modelo de humanidad. Por eso la ética es mucho más práctica que cualquier saber técnico que sirva para inventar artilugios, por muy prácticos que sean.

Aristóteles distinguía dos tipos de acción humana, la praxis y la poiesis, las virtudes y las artes y ciencias. No es lo mismo lo que somos que lo que hacemos. Cuando acudo a congresos los participantes se suelen presentar equivocadamente diciendo que son lo que hacen. Yo suelo contar en plan hilarante que mi única aspiración es cumplir la máxima de Píndaro, «ser el que ya soy», tarea que exige un esfuerzo hercúleo porque la realidad propende a sabotearla. «El hombre no puede dejar de enfrentarse a las cosas, porque así prueba que él no es cosa alguna», escribe Savater en su Invitación a la ética. Lo práctico es aquello que se refiere al ser, no al hacer, porque hacemos cosas, pero el ser que las hace no es una cosa, no es un objeto, es un sujeto. Por eso no hay saber más práctico que la ética, que se refiere al comportamiento de nuestro ser en la indefectible intersección con otros seres, frente a los saberes técnicos, que se refieren a las cosas que hace el ser. Curiosamente los términos se han invertido en el mundo contemporáneo. El saber práctico es ahora el saber técnico, y se denomina saber teórico al saber filosófico, cuando no hay nada más práctico que todo lo relacionado con conducirse bien, reflexión absolutamente ética. Sospecho que esta subversión no es gratuita. Delata el momento crepuscular del pensamiento crítico, creativo y ético.



Artículos relacionados:
¿Para qué queremos la ética si ya existen las leyes?
 Empatía, compasión y Derechos Humanos. 
¿Para qué sirve realmente la ética?


martes, junio 06, 2017

La generosidad y la gratitud, islas en mitad del océano económico



Obra de Borja Bonafuente
La generosidad es la vitrina en la que colocamos el cuidado al otro como elemento esencial de nuestra condición de existencias al unísono. Su destino siempre es alguien ajeno a nosotros. Emerge cuando voluntariamente elegimos la ayuda al otro incluso por encima de nuestro propio interés. La generosidad y el altruismo mantienen lazos de consanguinidad, pero también alguna disimilitud. Somos generosos con aquellos con los que nos une el cariño y el amor, y somos altruistas con las alteridades exentas de irradiación afectiva salvo la de pertenencia al género humano. Aunque se suele afirmar, y el diccionario de la RAE así lo atestigua, que en la generosidad no se espera devolución alguna, la afirmación no es del todo exacta. No se anhela rentabilizar la acción, pero el anfitrión espera gratitud. Este deseo de gratitud se basa en la pulsión de reciprocidad injerta en nuestra herencia genética. La generosidad del que no puede devolver el favor de la misma manera se llama gratitud. Es un sentimiento compensatorio hacia el que nos ayuda, la manera de apreciar y reconocer el apoyo recibido. Uno se siente en deuda con la persona que ha colaborado con él dadivosamente, y la recompensa consiste en agradecérselo. Precisamente uno de los comportamientos más lacerantes en los ires y venires del redil humano radica en la ausencia de agradecimiento. La ingratitud provoca en el entramado afectivo uno de los dolores más díscolos de sanar.

La generosidad solo se puede agradecer. El dinero como recurso intercambiable con un papel estelar en las prácticas consumistas desaparece de la lógica de este escenario. Dar las gracias y actuar bajo su tutela es la única moneda de cambio por ser el beneficiario de una aportación para poder coronar algún interés que unilateralmente resultaba inconquistable. La generosidad de una persona y la gratitud de otra por recibirla dinamitan la percepción economicista de la vida. En un mundo que ha mercantilizado la realidad y nos ha alfabetizado en las transacciones económicas como marco en el que se despliega la oferta con el que el otro puede satisfacer su necesidad, resulta casi sedicente que alguien ejecute una acción a favor de un tercero y sea refractario a solicitar por ello un pago económico. En la generosidad hay una admirable abdicación monetaria. Esta disidencia al totalitarismo del dinero y a la ubicuidad del desempeño lucrativo es una ilustrativa forma de explicar en qué consiste el afecto. Sé muy bien de lo que hablo. Tengo la suerte de que mi vida está rodeada de unas cuantas personas que son la encarnación paradigmática de la generosidad.
 
Al igual que otras muchas virtudes, la generosidad testimonia que el círculo de la convivencia íntima opera con valores muy diferentes e incluso a veces antagónicos a los del círculo del mercado. Sin embargo, la actividad económica se ha erigido en la rectora de la vida humana y en la prescriptora de cómo debemos conducirnos en la urdimbre social: socialización competitiva, disolución de la idea de comunidad y bien común, motivación exclusivamente monetaria, acepción unidimensional de la utilidad, idolatría material, consumo adquisitivo como sinonimia de la felicidad. Más todavía. Si el acto generoso se quiere devolver cuantificado en un precio, la generosidad cavaría su propia tumba y, por pura coexistencia, la gratitud le acompañaría en su defunción. Hay generosidad y gratitud allí donde la realidad económica y el desembolso monetizado han sido desalojados como forma de entender la interacción. Si el afán de lucro asoma en la escena, la escena mutaría y la generosidad se convertiría en una mera estructura cosmética en medio de una relación mercantilizada. Nos infiltraríamos en la dialéctica del acreedor y el deudor de la esfera de las finanzas, vínculos contractuales con el capital como eje articulador. Pero la aventura humana abraza varias esferas más que la meramente mercantil, aunque la pulsión absolutista del mercado insista empecinadamente en homologarlas a la suya. El amor, como epítome de las virtudes que es capaz de albergar el ser humano, es su mayor enemigo. El contrapoder del poder que solo atiende al tintineo de las monedas.



Artículos relacionados:
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia.
Cuidar y ser cuidado.
La  generosidad solo se puede devolver con gratitud.

 

martes, mayo 30, 2017

Elegir bien es el centro de gravedad permanente



Obra de Mary Jane Ansell
Cuando se habla de valores rara vez se cita la prioridad de saber elegir bien. Probablemente su omisión se deba a que se trata de una redundancia o una superposición léxica. Los valores en su acepción coloquial ya traen implícitamente una buena elección del extenso y polifónico repertorio de posibilidades que abraza la acción humana. Elegir bien es tener afinada la capacidad de valorar, de optar, de dirimir, de emitir juicios de valor tras auscultar nuestra instalación en el mundo. Los valores son el resultado de discernir entre lo conveniente y lo que no lo es, entre lo loable y lo objetable, y poseer valores consiste en que nuestra conducta se decante por lo primero y se aparte de lo segundo. La palabra inteligencia sintetiza a la perfección esta iluminadora experiencia. Inteligencia proviene del término latino intelligencia, que a su vez deriva de intelligere, vocablo en el que se funden las palabras intus (entre) y legere (leer, escoger). Inteligente es el que escoge entre varias opciones la más idónea según sus posibilidades y las demandas del contexto. Es muy fácil elegir acertadamente entre lo bueno y lo malo, pero es muy difícil elegir entre lo bueno y lo que es mejor.  Como somos existencias al unísono y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. Inteligente sería por tanto aquel que elige aquella opción que más le conviene sin poner en peligro que los demás puedan elegir también la que más les convenga a ellos. Sin proponérmelo acabo de explicar qué es la ética (la incursión de los demás en nuestras deliberaciones y en nuestras acciones). 

Elegir bien no es fácil. La retórica de las industrias que fabrican opinión y la comunicación publicitaria estimulan la adquisición de objetos y experiencias como elementos estelares que resaltan la distinción, el valor cotizable en la pirámide social, la afirmación de la autoestima, el acceso a la plenitud y a la felicidad. Por supuesto esos objetos y esas experiencias sólo obtienen validación si pueden ser mercantilizados y rentabilizados como artículos de consumo por el cosmos corporativo. El ser de las corporaciones requiere el tener de las personas, pero en una relación simbiótica el tener de las personas contrae el ser que son. He aquí el bucle devorador. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización de la cuenta de resultados. Para paliar esta deficiencia se necesita una rehabilitación de propósitos que sobrepasen la obsesiva rentabilidad monetaria y que se alisten con los de la afectividad humana. Como especie que habita una enorme roca colgada del universo no nos queda más remedio que elegir. Frente al discurso dominante de la competitividad y el axioma que defiende que el acérrimo egoísmo personal produce el bien común, podemos contraponer el afecto, la bondad, la generosidad, los cuidados, la atención, la ternura, el cariño, la ayuda mutua, todo el elenco de esos sentimientos que cuando no los percibimos en una persona la motejamos de inhumana. Intuyo que cada vez son más los que anhelan subvertir la actual estratificación de valores. Un feliz botón de muestra. El hecho de que el texto que escribí hace unas semanas sobre la bondad (La bondad es el punto más elevado de la inteligenciaver-) roce el millón de visitas (cuando el promedio es infinitamente más bajo) patentiza el hartazgo de la lógica del mercado y el deseo de un estilo de vida más afín con nuestra condición de seres interdependientes. Urge preguntarnos para qué y a cambio de qué esta perpetua optimización del rédito económico que se ha erigido en la teleología de la vida humana. Urge elegir qué sentido mancomunado queremos darle a la experiencia de vivir.

En las presentaciones de La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver), construyo una larga ilación que explica holísticamente todo el proceso de la afectividad. Para saber elegir bien hay que pensar bien, que es fundamental para despertar sentimientos de apertura al otro, lo que a su vez nos hace desear bien, prólogo para elegir bien, que es la base para vivir y convivir bien, primordial para pensar crítica y autónomamente. De las interlocuciones de este conglomerado reticular surge el valor que le damos a lo que hacemos, y ese valor adherido a otros valores da como resultado una mirada paisajística que otorga el sentido que conferimos a vivir. Los valores son un marco de referencia de aquello que consideramos valioso para la convivencia (ética de mínimos), pero también la estrella polar que aprovisiona de sentido privado la tarea de singularizarnos (ética de máximos). Quizá ahora se entienda mejor la popular canción de mi admirado Battiato en la que en su adhesivo estribillo confesaba buscar «un centro de gravedad permanente, que no varíe lo que ahora pienso de las cosas, de la gente, yo necesito un centro de gravedad permanente». Buscaba un sentido, que es la consecuencia última de elegir. San Agustín acuñó el celebérrimo «ama y haz lo que quieras». Amar aquí conexa con el cuidado del otro, de tal forma que si nuestro propósito es cuidar a los demás podemos hacer lo que queramos porque nadie sufrirá daño con nuestras acciones. Como los seres humanos albergamos la capacidad de elegir qué sentido le queremos brindar a nuestra vida, que es la elección que saca más brillo a nuestra autonomía, podemos parafrasear al obispo de Hipona. Elige bien y haz lo que quieras.



Artículos relacionados:
No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir. 
Sentir bien.
Singularidad frente a individualismo.