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martes, octubre 24, 2023

«Nos va tan mal que no nos podemos permitir ser pesimistas»

Obra de Marcos Beccari

Se ha popularizado acríticamente el mantra que anuncia que la historia se repite. Ante cualquier hecho de genealogía violenta, se arguye la condición cíclica de la historia y se especifica como un mal endémico connatural a un ser humano tan terco como insoluble. La historia nunca se repite, lo que sí se repiten son las motivaciones de las personas, tremendamente imitativas al margen de en qué época histórica se reproduzcan. Es tan sencillo como aterrador comprobar cómo la tecnología de la violencia se ha exacerbado hasta lo inimaginable, pero los deseos que hay detrás de quienes revisten autoridad para utilizarla son idénticos a los que podía tener un semejante en el neolítico cuando en mitad de un acceso de irascibilidad arrojaba un furioso sílex a quien le impedía satisfacer sus intereses. La racionalidad científica encargada de industrializar la violencia se ha esmerado tanto en el último siglo que ha alumbrado espantosos artilugios capaces de destruir el planeta en milésimas de segundo, pero las ideas acerca de cómo adecentar la convivencia entre personas que no logran acordar algo en común se han estancado desde hace dos milenios. Ahora podemos ir a la luna, comprar y vender experiencias de turismo espacial, clonar vida, realizar videoconferencias con personas radicadas al otro lado del mundo sin asombrarnos ni maravillarnos, pero la ética que escribió Aristóteles hace dos mil quinientos años no ha sido superada. He aquí un argumento que es pura ambrosía para un pesimista.

Asimismo, es muy fácil tropezar en el pesimismo cuando el mal goza de una sobrerrepresentación estratosférica. Cualquier episodio ligeramente desagradable ocurrido en cualquier recóndito lugar del inmenso planeta Tierra acaba manifestándose en unas pantallas ávidas de espectacularizar el horror y la barbarie. Por el contrario, la omnipresencia del bien, sin la cual la vida compartida se esfumaría en un parpadeo, no solo se da por sobreentendida, sino que es tan ordinaria en su ubicuidad que ningún recipiente mediático se toma la molestia de perder el tiempo en darle alojamiento en sus espacios y en sus pantallas. Como el mal es noticiable y el bien un aburrimiento mayúsculo, lo que acaece en el mundo se presenta sesgado, y la sociedad de la información torna en sociedad de aquella información imantada hacia lo hórrido y lo trágico. Nos abastecemos informativamente del mal no porque abunde, sino porque el bien es desabrido y su sencillez desplegada en la congenialidad cotidiana no suscita ni curiosidad ni perplejidad. Se ha hablado mucho de la banalidad del mal, pero creo que deberíamos empezar a teorizar en la conversación pública sobre la preocupante banalidad del bien. La hipervisibilidad informativa de la violencia, el horror, el mal comportamiento, provoca un pesimismo que a fuerza de entrenarlo ocularmente a diario acaba desembocando en una cooperadora indiferencia. El pesimismo estrangula toda posibilidad de mejora de aquello que examina, deviene irresoluto por su costumbre de presentar enmiendas a la totalidad.

En las páginas de El bucle invisible, la sagacidad de Remedios Zafra advierte que «el pesimismo rompe el nosotros». Líneas después detalla que «cuando el futuro se maltrata, el tecnocapitalismo refuerza la celebración hedonista de la vida, aquí y ahora». Si una persona se convence de que el problema que tiene delante es irresoluble, el único consuelo al que puede acogerse consiste en olvidarse del problema, que es la forma más rápida de despolitizarlo y cronificarlo. Cuando la voz pesimista arraiga y se adueña de lo que se conversa tanto en los soliloquios privados como en los diálogos del ágora, cualquiera de sus peroratas se convierte en colaboradora de lo peor, hace que la persona secunde lo que vaticina en un marco de pura profecía autocumplida. Para desactivar este sesgo cognitivo quizá sirva una arenga que acuñé hace unos años: «Nos va tan mal que no nos podemos permitir ser pesimistas». Una vez un amigo me preguntó por qué. «Porque si nos atrapa el pesimismo nos va a ir mucho peor».

 

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martes, octubre 17, 2023

El diálogo soluciona los problemas, la fuerza los termina

Obra de Karin Jurick

Hace unos años me invitaron a pronunciar la conferencia inaugural de unas Jornadas de Mediación y Resolución de Conflictos. Como la fecha se echaba encima, me puse a ordenar apresuradamente los contenidos. Había titulado mi intervención de una manera lapidaria: «El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas». Con un título así quería que mis palabras iniciales desde el atril definieran qué entendía por diálogo. Se me ocurrió la siguiente afirmación: «El diálogo es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza». Tiempo después esta aseveración sirvió de título a uno de mis ensayos.  No siempre el diálogo triunfa sobre la fuerza, pero si queremos espacios de pacífica perdurabilidad tenemos que confeccionarlos sobre palabras que tengan en consideración los intereses de las personas con quienes nos toca compartirlos. Cada vez que dos o más agentes en conflicto dialogan, no solo emplean palabras educadas, aceptan apartarse de la agresión como medio para la conquista de sus fines. Civilizatoriamente avanzamos cuando rehusamos el empleo de la violencia en favor de una palabra predispuesta a escuchar y hacerse pensamiento común para alfombrar la llegada de una convivencia irrevocable. El diálogo trata con dignidad la dignidad de la persona con quien se dialoga, que es el prerrequisito para la solución de cualquier desavenencia. La fuerza tiene vedado el acceso a este maravilloso lugar. Por eso puede terminar una discrepancia, pero jamás solucionarla. Siempre la deja irresuelta.

Naturalizamos la violencia o apelamos a su uso instrumental con sorprendente rapidez cuando ocurre lejos de nuestro círculo de preocupación. Banalizar la violencia y su industrialización científica (como sucede en los celebratorios desfiles de las fiestas nacionales) evidencia desconocimiento del horror. La guerra es la institucionalización de la clausura ética, de todo lo que civilizatoriamente hemos levantado los humanos para acampar en espacios colectivos de congenialidad. Cuando matar es lícito, la ética no es que se desvanezca, es que deviene rémora. La conclusión es desoladora. Allí donde la ética es un obstáculo, solo puede brotar la brutalidad, el horror y el sinsentido. Son devastaciones de lo cívico y consecuentemente de lo que presumimos humano. Mostramos humanidad cuando el dolor de la persona prójima nos conmueve y nos inspira a aminorarlo o erradicarlo, y nos comportamos inhumanamente cuando reaccionamos con imperturbabilidad ante el dolor que se derrama delante de nuestros ojos. Al igual que la guerra como método de resolución de conflictos aspira a dañar al contrincante, también daña lo humano que nos habita. Nos envilece. Para matar o conminar con matar hay que olvidarse de lo particular de cualquier persona y caer en la frialdad de encerrarla en categorías abstractas cosificadoras. Hay que olvidarse de aquello que hace a las personas, personas. Practicar la deshumanización no solo deshumaniza al adversario, deshumaniza al practicante, y por extensión a toda la humanidad.

Los observadores lejanos tenemos a nuestra disposición el conocimiento de la biografía de la humanidad, una ingente cantidad de ejemplos que nos pueden permitir imaginar el dolor que suponen los escenarios teñidos de violencia industrializada. Y a partir de aquí, y desde la templanza afectiva, estudiar, analizar, verbalizar, compartir otras posibilidades para solucionar discrepancias sin infligir sufrimiento ni eliminar vidas. En Ética de la hospitalidad, la lucidez intelectual de Daniel Innenarity nos brinda una reflexión impagable: «El diálogo es la arquitectura que hemos inventado para minimizar el desacuerdo». Emilio Lledó insiste en esta misma línea en su ensayo Identidad y amistad: «Ese saber (el diálogo) tuvo siempre un principio fundamental, el de sustentar la concordia que, en su manifestación social, se transformaba en política, o sea, en organización de la vida colectiva». En situaciones de interdependencia, donde los intereses de una parte dependen de los intereses de la otra, la solución solo es posible cuando ambas dialogan en pos de encontrar aquello que satisfaga parcial y mutuamente sus intereses. Ninguna de las partes puede colmar plenamente sus propósitos, pero en cambio ambas pueden lograr numerosas ventajas que el conflicto en curso restringe. Cualquier medida resolutiva que abogue por la violencia perpetuará el problema. La historia de la humanidad es un banco de pruebas tristemente fabuloso para ratificarlo.

 

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martes, octubre 10, 2023

«Lo que se obtiene con violencia solo se mantiene con violencia»

Obra de Joseph Leé

Hace unos años compartía públicamente la consigna «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Erróneamente creía que las palabras podían pugnar por la defensa de una idea dispensando de daño tanto a quien las pronunciaba como a quien las recibía. La ecuación se asentaba en que quien esgrime palabras se aparta voluntariamente de la utilización de la violencia. Sin embargo, hay palabras horriblemente dañinas que nada más ser emitidas laceran a las personas destinatarias (por eso precisamente se emiten). Esta laceración puede darse en los círculos de parentesco, en los de proximidad, o en la esfera pública donde interseccionan las vidas compartidas. Hay palabras que no solo inducen a la violencia, sino que en sí mismas son violentas. Palabras que cuando se pelean zahieren, desavienen y ajan todo lo que señalan, palabras que más que excusar la futura aparición de la violencia la prologan. Si las palabras se pelean en vez de abrazarse y bailar al compás de la ética, es cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo. Hablando se entiende la gente, apunta el topos coloquial, pero hablando la gente también se enciende, que es una situación contextual inspiradora para pretextar cualquier acción lamentable. Lo contrario de la violencia no es la palabra. Lo contrario de la violencia es la convivencia. Y la convivencia requiere del concurso de muchas palabras, pero sobre todo del afinamiento de los sentimientos buenos, de una ciudadanía cuidadosa con los intereses vitales de todas las personas que comparten ese espacio cívico, y a la vez crítica con los procesos y los entornos que lesionan esos sentimientos y la conformación de planes de vida dignos.

La violencia consiste en sabotear la capacidad autónoma de una persona o un grupo de personas. Se puede compendiar en toda acción encaminada a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo. Su manifestación más brutal se produce a través del uso de la fuerza o de la industrialización de la violencia encarnada en armamento destinado a eliminar seres humanos. Legitimar la violencia es muy sencillo, de hecho, es muy inusual encontrar personas o unidades políticas que no la justifiquen cada vez que la emplean. Legitimar la violencia propia y desacreditar la ajena son las dos caras de una misma moneda. Sin embargo, quien valida una violencia está validando la que probablemente le devolverán bajo la rúbrica de la defensa, la represalia, la humillación, la justicia, etc., etc. La humanidad dispone de una biografía lo suficientemente copiosa para encontrar en ella millares de pruebas que refrendan que los seres humanos tendemos a comportarnos así. Y que cuando se instaura la violencia lo primero que se asesina es el razonamiento civilizatorio.

Desde la confortabilidad de la lejanía resulta descorazonador contemplar cómo se desencadena cualquier guerra cuando se sabe anticipadamente que toda la racionalidad científica al servicio de la destrucción y la muerte no va a solucionar el conflicto que la origina. Nadie resuelve una fricción empleando violencia, en todo caso termina la fricción sin resolverla. Mahatma Gandhi apuntó que lo que se obtiene con violencia solo se puede mantener en el tiempo con violencia, y se puede agregar que ese mantenimiento será a su vez contestado con algún estallido de violencia, que a su vez será reprimido con una cantidad de violencia mayor que la vez anterior, que legitimará más violencia reactiva, así en un virulento círculo de letalidad que a la vez que se extiende contrae cualquier vestigio de empatía y cordura. He aquí una cadena esquismogenética, un bucle del horror, la cancelación de cualquier posibilidad de convivencia. La solución de las fricciones humanas, que siempre florecen en el interior narrativo de nuestros cerebros, es monopolio exclusivo de la palabra educada. Recuerdo que en las charlas que pronuncié con motivo de la publicación del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre fuerza solía afirmar que sabía perfectamente en qué lugar del mundo estallarían las futuras guerras. Era un enunciado provocador para desperezar la curiosidad: «Las futuras guerras se desencadenarán allí donde el conflicto ha terminado, pero no se ha solucionado». Y añadía: «Los conflictos solo se solucionan cuando comparece la palabra dialogada que escucha y atiende los intereses de las partes implicadas».

 

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martes, enero 31, 2023

Las pistolas las disparan quienes las portan

Obra de David Kassan

Resulta curioso que tengamos asumido que la violencia engendra violencia, y sin embargo el debate sobre la tenencia de armas de fuego no suscite en algunos países la misma unanimidad. Para invitarles a emprender el esfuerzo de pensar críticamente en común, hace unos días les compartía a mis alumnas y alumnos la siguiente afirmación del gánster Al Capone: «Se consigue más con unas palabras bonitas y una pistola que solo con unas palabras bonitas». Esta aseveración es ideal para trazar las fronteras de la convicción y la imposición, el poder transformador de la educación discursiva en oposición al lenguaje de la fuerza siempre propenso a relaciones de dominio. Por enésima vez descubrí la dificultad que encontramos las personas para pensar socialmente los problemas que requieren soluciones colectivas. Tendemos a dar respuesta individual a asuntos de evidente genealogía política. Lo que propone Al Capone es lo mejor para él, pero es con mucha diferencia lo peor para todas, si todas las personas finalmente llevamos a cabo su prescripción. Entonces un alumno levantó la mano y me interpeló conduciendo la reflexión hacia otro lugar. «¿Estás en contra de llevar armas?». Debió de ver mi ademán de sorpresa, porque antes de contestarle me inquirió que, si estaba en contra, qué haría si alguien me apuntase con una pistola. El alumno pensaba individualmente sobre un problema social. Reflexionaba desde un yo atomizado desposeído de interacciones.

Casualmente días después de este episodio, el escritor Sergio del Molino abordó una idea muy aguda sobre las armas. Su tesis se anclaba en que en algunos momentos de la historia de España el número de víctimas fue exacerbado porque portar pistolas era lo corriente. La gente no es que estuviera más airada, sino que había naturalizado disponer de un trasto de hierro y a menudo lo utilizaba  para liquidar las controversias. De aquí se colige una obviedad: la violencia armada es bastante más violenta que la violencia sin armas. Quienes defienden el derecho a la venta y a la posesión de armas de fuego las presentan como un factor disolvente de la violencia en vez de como un factor atrayente. Las pistolas no disuaden del uso de la violencia, al contrario, lo inspiran y lo alientan. Es muy fácil cometer una torpeza atroz si la torpeza consiste en echar mano a la cintura para sacar una pistola. Cuanto más armada está una comunidad, mayor es el número de muertos que tiene que enterrar. En Filosofía en la calle, Eduardo Infante nos dice algo que conviene no olvidar. «Para realizar una buena acción necesitamos reflexionar sobre lo que debemos hacer y distinguir lo justo de lo injusto, en cambio, para realizar un mal solo hay que renunciar a pensar y obedecer ciegamente». Seguro que cuando el filósofo escribió estas líneas no pensaba en pistolas, pero su descripción explica muy bien lo que he querido argumentar.

Ayer escuché decir a Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, que habría que llevar a la agenda política la posibilidad de proporcionar armas a los ciudadanos para protegerse de los ataques palestinos. En Estados Unidos se han desgranado argumentos similares después de horripilantes matanzas en colegios o en grandes superficies. Recuerdo en una delirante ocasión cómo un gobernador sostenía que los tiroteos en las aulas se acabarían si los profesores fueran armados. Contemplar un asesinato nos tiene que horrorizar primero y pensar en qué hemos errado como comunidad para que alguien actúe así, en vez de impulsarnos a la igualación con el asesino. El derecho a portar armas no le hace la vida más fácil a nadie, simplemente multiplica la posibilidad de encontrarse con la muerte de una manera más rápida. En conflictología se insiste en que en episodios de irascibilidad los seres humanos tendemos a responder con daño a quienes nos han hecho daño, solo que incrementando el volumen del daño recibido. Por supuesto que el destinatario del daño lo devolverá incrementándolo de nuevo. Hacer daño o conminar con hacerlo nos arroja a escenarios aciagos. Hay que aspirar a fundamentar la convivencia universal sobre valores ajenos a la amenaza de industrializar todavía más la violencia o convertirla en una herramienta de uso cotidiano. Cuanto más pacífica es una comunidad, más securitaria es su existencia. Los filósofos griegos descubrieron qué había que hacer para cimentar espacios compartidos bien avenidos. Condiciones de justicia en el exterior y buenos sentimientos en el interior. 

 

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