En muchas ocasiones utilizamos como sinónimos vulnerabilidad y precariedad. La vulnerabilidad humana
es ontológica, pero la precariedad es política. Somos vulnerables (de vulnus, herida) porque somos susceptibles de ser heridos en cualquier momento por aquello que nos circunda. En su ensayo Vulnerabilidad, Miquel Seguró recoge que «vulnus implica que nuestra situación sea vulnerabilis, que encarnemos la
predisposición de que nos sucedan cosas». La conciencia de nuestra vulnerabilidad nos instó a urdir estrategias colectivas para aminorarla. Sin embargo, la precariedad no pertenece a hechos de la naturaleza, sino a los opcionales de la cartografía política. El filósofo italiano Diego Fasuro explica en su ensayo Historia y conciencia del precariado cómo la
precarización irrumpe en la existencia humana: «la
precariedad no la eligen los individuos, sino que viene dictada por la
producción. Transforma las biografías en una secuencia ininterrumpida de
posibles reinicios, lo que provoca que la vida se esfume en las posibilidades
aplazadas y en los proyectos incumplidos a la espera de una estabilización
(sentimental, profesional, existencial) que se postergará permanentemente». La precarización comporta la descomposición de horizonte que otear, la ausencia de proyecto en el que inscribirse, el
debilitamiento de los vínculos afectivos que no encuentran ni tiempos ni espacios en los que cultivarse y florecer. En la vida precaria no hay posibilidades de planes de vida. Creo que es una buena definición de pobreza. La pobreza es la imposibilidad de hacer posible las posibilidades a las que nos hace acreedoras nuestra dignidad.
La precariedad no es vulnerabilidad, pero convierte en vulnerables a las personas que la padecen, cuyo número crece exponencialmente al compás de una economía que, desgajada de la política, ambiciona que las personas no tengan cubiertas las necesidades
consustanciales a existir. Esta circunstancia facilita la devaluación
salarial y a la vez convierte la necesidad humana en un yacimiento
ubérrimo para el extractivismo monetario. Resulta curioso cómo en el paradigma neoliberal la preocupación por los
derechos civiles es directamente proporcional a la desatención por los derechos
sociales y económicos. Diego Fasuro sostiene que en el
precariado coexisten la libertad jurídica con una
esclavitud económica disimulada por el contrato libre de trabajo. La
discontinuidad laboral, la intermitencia contractual, los itinerarios profesionales fragmentados y
sincopados, la flexibilidad, la movilidad, la inestabilidad, la infrarremuneración, la servidumbre, la ausencia de
vínculos, el desarraigo, la competición exacerbada, la incertidumbre, la inseguridad material, son los atributos con los que la precariedad inerva la vida y la pauperiza tanto material como inmaterialmente. La persona queda rebajada a persona
invertebrada, en la redonda expresión con la que Lola López Mudéjar tituló su potente trabajo Invulnerables e invertebrados. La persona no tiene columna que la sostenga.
Toda estructura arbitraria necesita narrativas morales que oculten cualquier atisbo de arbitrariedad. El neoliberalismo focaliza su relato en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada de la voluntad individual como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes similares y de un cosmos sociopolítico y económico tan protagonista en su trayectoria como su propia voluntad. Se desdeña la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más digna y significativa para todas las personas. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo de la salvación individual en vez del nosotros del apoyo mutuo y la redención social. Esta entronización del yo o esta dilución del nosotros como existencias al unísono omite que toda alegría individual se apoya en un marco de alegría política o colectiva. Toda ética de máximos (la elección personal de los contenidos que desembocan en una vida significativa y brindada de sentido) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia y equidad económica para facilitar el despliegue de esa elección). El credo neoliberal y su jerga gerencial se fijan hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestiman el segundo, cuando sin este segundo el primero deviene entelequia. De esta desatención crónica surge el cada vez más agravado malestar democrático. También sus cada vez más peligrosas consecuencias.
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