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Obra de Thomas Ehretsmann |
Hace un par de días
una lectora me preguntaba si aprenderemos algo de la sobrecogedora situación
que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus y sus consecuencias colaterales. Todos queremos que
esto acabe lo antes posible, y para que acabe pronto nos necesitamos
unas y otros, pero a la vez se respira cierto consenso en que cuando llegue la pospandemia no
queremos
regresar al mundo que nos trajo hasta aquí. Asumir todo esto requiere mucha deliberación y mucha renovación de ideas, y no es fácil hacerlo en condiciones de reclusión forzada y en muchos casos con horizontes vitales sombríos. La amable lectora formulaba su
interpelación por escrito, pero era fácil presagiar un aliento descorazonador en
sus palabras. Me interrogaba que si tras finiquitar el confinamiento y
recuperar ligeramente el tono que tenían nuestras existencias a.c. (abreviación
ingeniosísima acuñada por la filósofa Ana Carrasco que evidentemente significa
antes del coronavirus), no se nos olvidará lo que ahora nos parece prioritario y
supraordinado a todo lo demás. Colocaba en lo más alto de su lista lo sencillo, lo cotidiano, las
personas, lo humano. Y agregaba:
«Cuando pasan las situaciones difíciles
se nos olvida lo pensado y se vuelve a pasar de la reflexión personal, de la
humanidad, de la humildad de reconocer que nos necesitamos, otra vez al
materialismo, a la lucha por subir rápido a toda costa, al miedo de reconocer
las dificultades, a falsear lo que somos y sentimos. A veces creo que los seres
humanos estamos programados para autodestruirnos y que no conseguimos interiorizar
el aprendizaje para que de forma natural lo pongamos en práctica y seamos
mejores personas y mejoremos nuestra sociedad. ¿Por qué será que olvidamos
rápido cuando mejoran las circunstancias?
». Mi respuesta sorteó rápidamente este esquema derrotista. Traté
de explicarle que...
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