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martes, marzo 03, 2020

Hablemos de la soledad, de su creación y su subsanación


Obra de Nigel Cox
El dictado neoliberal produce soledad al desapropiarnos de enormes cantidades de nuestro tiempo en favor de los indiscutidos tiempos de producción. Cada vez entregamos más porcentajes del tiempo del que está constituida nuestra vida a ese tiempo productivo. El mercado laboral nos canibaliza más horas al día y más años de la biografía, pero también hemos hipertrofiado el tiempo y la financiación dedicados  a la cualificación que nos permita competir por el acceso a ese mercado laboral que si se alcanza aplicará una pantagruélica fagocitosis a nuestro tiempo. Parece que la inteligencia humana es incapaz de orquestar la vida productiva de tal modo que una persona pueda disponer simultáneamente de tiempo, recursos y tranquilidad. Si uno de estos vectores se da, es porque los otros dos flaquean, así en todas las combinaciones posibles. Sospecho que esta incapacidad se debe a que hemos extirpado de nuestras deliberaciones políticas qué debería ser una vida que consideremos digna de ser vivida.

El modelo de vida implantado bajo la égida de la rentabilidad monetaria deshilacha a toda velocidad los lazos afectivos y perpetúa poco a poco una soledad tanto en su viraje sentimental como social. Es fácil detectarlo. La disponibilidad, la flexibilidad, la movilidad y la precariedad son exigencias lesivas e incluso me atrevería a decir que deletéreas para entretejer afectos y comunidad. La obstinada estigmatización de la zona de confort por parte de los gurús de la autoayuda delata cómo la lógica capitalista requiere individuos sin raíces, individuos descomprometidos y líquidos sin más plan de vida que autorrealizarse a través de las propuestas del mercado. Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un capitalismo que precisa recursos humanos volátiles y desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de disidencia al capital. De ahí su estigma. Pero esta lógica no solo se ha apropiado de nuestros tiempos, también de nuestros espacios. La otrora acogedora casa, esa hogareña trinchera donde nos protegíamos de la beligerancia exterior, es ahora asimismo otro lugar para el tiempo productivo, del que nunca desconectamos porque tanto la digitalización como todo un séquito de dispositivos hacen que la desconexión no solo sea imposible, sino que esté desaprobada e incluso tácitamente proscrita. Una persona puede estar días enteros incrustado en tiempos de producción sin abandonar tan siquiera su habitación. Me viene ahora a la memoria el ensayo Un cuarto propio conectado, (ciber) espacio y (auto) gestión del yo de Remedios Zafra.

Los afectos comunitarios requieren presencia física en los entornos y compartir cariñosamente los ires y venires con los que se nutre la vida, y ese estar presencial ha quedado por completo al albur de los tiempos de producción. Al perder soberanía sobre nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestras decisiones, perdemos soberanía sobre los tiempos, los espacios y las decisiones destinados a relacionarnos afectuosamente con el otro. En el artículo de la semana pasada, Individualismo no es autosuficiencia (ver), citaba al filósofo norcoreano radicado en Alemania Byung-Chul Han. En La expulsión de lo distinto postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo.  Como la vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa, un yo sin otros yoes con los que intercambiar afectos y situaciones ajenas a las prácticas dinerarias sería un yo que acabaría mineralizado por la soledad. Es obvio que aquí me refiero a la soledad en su vertiente negativa. Como muy bien explica Marie France Hirigoyen en Las nuevas soledades, «nos encontramos ante una paradoja: un mismo término remite al mismo tiempo al sufrimiento y a la aspiración de paz y libertad».  Aquí hablo de la soledad no deseada, esa soledad que desobedeciéndonos rapiña en nuestras entrañas. 

Este asunto no es fútil en un momento en que la soledad depreda la vida de mucha gente, y no solo la de gente de edad provecta. Hace poco leía en El Diario.es un artículo firmado por Daniel Noriega en el que se explicaba cómo la globalización, la tecnología, el individualismo, el despotismo laboral, la demonización de la estabilidad, destruyen sin prisa pero sin pausa los círculos íntimos y las redes de apoyo. «Antes nacías en una ciudad y lo normal era que vivieras en el barrio de tus padres o en el de al lado. Ahora puedes tener un hijo en Zaragoza, que estudie la carrera en Madrid, el máster en Londres y se vaya a trabajar a Alemania o a la India. El día que te haces mayor, estás solo, porque aunque te quiera mucho, no te vas a ir a vivir con él a la India». A mí me sobrecoge escuchar los relatos de trabajadoras sociales en los que testimonian que hay personas mayores que solo desean que alguien les coja la mano para sentir de nuevo el contacto humano y que les presten unos minutos de atención para que sus palabras en vez de revolotear silenciosas por su cerebro salgan de sus labios y acaben depositadas en los tímpanos de otro ser humano. Son personas acuchilladas por una soledad que hay que releer como destino de una manera de organizar la vida. En 2018 se creó en Reino Unido la primera secretaría de Estado contra la soledad. Estoy persuadido de que en unos lustros serán muchos los países que repliquen esta medida.

La misma lógica que provoca la soledad la convierte en mercancía. De ahí el ingente número de aplicaciones en el capitalismo de plataformas para establecer apresuradas citas y fulminantes encuentros amistosos o sexuales. Pero la deriva no se detiene ahí. Entretanto ya se están diseñando lenitivos tecnológicos para neutralizar la soledad a través de servicios robotizados. Esa soledad que nace de la expropiación de los tiempos y los espacios se convierte en un gigantesco yacimiento lucrativo para la computación afectiva. La computación afectiva es la inteligencia artificial destinada a diseñar dispositivos con capacidad para reconocer e interpretar el orbe sentimental humano y poder relacionarse afectuosamente con él. También se denomina inteligencia artificial emocional, aunque yo creo que un nombre mucho más preciso sería sentimentalidad artificial. Si el robot emocional puede releer nuestros afectos y nuestros sentimientos, se podría erigir en un compañero para contrarrestar el sufrimiento de esa soledad humana no elegida cuando nos la detecte. Se instalarían sensores en nuestro cuerpo para enviarle al robot confidente las señales fisiológicas con las que el cuerpo grita nuestras emociones, pero también con indicadores somáticos de nuestro organismo tan sensibles a la comparecencia evaluativa de nuestros sentimientos. Hay que recordar una vez más que las emociones no son sentimientos, aunque algunos de nuestros sentimientos están atravesados de emociones. El capitalismo demostraría que es insaciablemente opíparo. Crea la soledad, la cronifica y luego oferta servicios lucrativos para combatirla.





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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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jueves, diciembre 22, 2016

¿Quieres ser feliz? ¡Desea lo que tienes!


Hace poco estuve en un programa de radio hablando del ensayo La capital del mundo es nosotros. En una de las secciones el invitado recomienda un libro. Yo recomendé Las experiencias del deseo con el que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 2009. Se trata de una obra magnífica. En sus páginas se bifurcan las experiencias del deseo en amor y odio, y se subdividen en las muchas variantes del amor a uno mismo y el amor al otro, y en las ramificaciones del odio a uno mismo y el odio a los demás. Conviene recordar aquí que los deseos no son sentimientos, pero su coronación o su insatisfacción provocan una frondosa arborescencia sentimental. Antes de continuar estaría bien definir qué es el deseo. El deseo es la punzante sensación de una carencia y la energía motora puesta a disposición de que esa ausencia se haga presencia. Esta semana he estado leyendo a André Comte-Sponville, un filósofo francés que habla de los trajines humanos y de nuestra afición a intentar ser felices. En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, sino también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. El libro vindica la sabiduría del desesperado, aquel que no espera nada porque está tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego.  Por eso es propia del sabio.

Pero yo no me quería detener aquí, sino en cómo podemos hacer una taxonomía de los sentimientos simplemente observando si deseamos lo que tenemos o lo que no tenemos. Juguemos a las posibilidades. Si deseamos lo que no tenemos podemos sentir la esperanza o la ilusión de tenerlo, o la pena de no tenerlo, o la envidia de que lo tenga otro, o la frustración de haberlo intentado tener, u odio a aquel o a aquello que nos frena alcanzarlo. Saltemos al lado opuesto. Si deseamos la pervivencia de lo que ya tenemos podemos sentir la alegría de tenerlo, o la vanagloria de poseer lo que no poseen otros, o miedo a perderlo, o celos de que otro nos desposea de ello, o tristeza ante esa posibilidad, o egoísmo para no compartirlo y evitar perderlo, o irascibilidad si alguien nos complica la meta de poder seguir teniéndolo, o violencia para recuperarlo si nos lo arrebatan.  Es sorprendente que estas variaciones del deseo eliciten tantos sentimientos tan profundos y tan dispares. 

Vinculado con el deseo, y resulta imposible no citar a Spinoza y su conatus, hace ya unos cuantos años le leí al propio Comte-Sponville una maravillosa definición de en qué consiste disfrutar, que es un sentimiento de alegría que deberíamos fomentar más a menudo. La comparto con todos ustedes. «Disfrutar es desear lo que se tiene». Existe un relato tradicional que explica esta mecánica tan poco practicada. Un sultán es dueño del mundo, pero no se regocija con nada de lo que dispone en ese mundo. Lo tiene todo, pero todo le resulta desabrido. Reclama la ayuda de un sabio para ver cómo puede recuperar el deseo. El erudito escucha atentamente y afirma que cree tener la solución a su problema. Con voz parsimoniosa le prescribe la receta mágica: «Llame mañana mismo a un sicario para que lo mate. En cuanto firme el contrato verá cómo disfruta de todo lo que tiene». Dicho de otra manera. De repente el sultán desearía vehementemente lo que tiene porque toma conciencia de que con su contratada muerte puede dejar de tenerlo y de disfrutarlo en cualquier momento. El sicario le hace «habitar el instante a cada instante», término con el que por cierto he titulado un epígrafe de mi inminente nuevo libro. No recuerdo el nombre del autor, pero todavía tengo clavado el verso que le leí hace muchos años. Lo cito de memoria, así que puede ser algo diferente, aunque su significado es el mismo: «Solo los poetas valoran las cosas antes de que se las lleve la corriente». La torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, pero nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta. Hete aquí el pasaporte para ser infelices, pero también el secreto para que con unos retoques poder ser felices.



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jueves, octubre 20, 2016

A expectativas bajas, resultados más bajos todavía


Obra de Brian Calvin
Se suele hablar mucho de la relevancia del efecto Pigmalión en la construcción de un sujeto, pero muy poco de su antítesis. En la mitología griega Pigmalión era un rey con veleidades de escultor. Había esculpido la figura de una mujer tan hermosa que estaba persuadido de que podía cobrar vida. Al convencerse de ello perfeccionó con el buril todavía más su marmóreo cuerpo para que se obrase el milagro de recibir el aliento de la vida. Se lo rogó así  a los dioses que finalmente lo complacieron. En la economía del comportamiento el efecto Pigmalión señala la tendencia a cumplir las expectativas positivas que los demás depositan en nosotros. Esa actuación puede darse en el círculo íntimo, en el microcosmos de una relación de amor, en el segmento público, en el ecosistema laboral, en interacciones espontáneas sin pasado ni futuro. Actuamos para no defraudar las predicciones que hacen sobre nuestra conducta. Ya los clásicos enunciaban una ley que siglos después la investigación persuasiva ha verificado: si otorgas una virtud a una persona y se la haces saber, esa persona aumentará las posibilidades de actuar conforme a la virtud concedida. Cada vez que surge en las conversaciones el efecto Pigmalión, yo siempre recuerdo que este efecto también puede tomar la temible y empequeñecedora dirección contraria. Cumplimos las expectativas negativas que los demás nos atribuyen. Esta inclinación recibe el nombre de efecto Gólem. Tendemos a satisfacer aquellas expectativas negativas con las que nos identifican. A pesar de lo rudimentario de esta tecnología, tanto en su acepción positiva como en la negativa, su fiabilidad es bastante grande. Qué esperan los demás de nosotros determina sobremanera cómo actuaremos con ellos.

Posiblemente impulsados por este funcionamiento también se ha descubierto el efecto Galatea (así se llamaba la escultura esculpida por Pigmalión). En el efecto Galatea es uno el que profetiza sobre sí mismo ciertas aspiraciones y hace todo lo posible por satisfacerlas a través de un desempeño, una decisión, una conducta, un propósito. Tendemos a satisfacer las expectativas que colocamos sobre nosotros. En realidad este efecto calca la genealogía de un proyecto, es decir, la arquitectura con la que damos forma al futuro y ponemos energía y competencias para adentrarnos hasta allí desde el presente. Aquí reside la poco divulgada importancia de hablarse bien. Lo he escrito millones de veces, pero no me importa insistir un artículo más. El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que hacemos a cada momento. Esa conversación determinará la persona que estamos siendo, las decisiones que adoptemos, nuestra instalación en el mundo y con quién la llevaremos a cabo para afinarla lo máximo posible. 

Si en ese dialogo interior patrocinado por la alfabetización sentimental uno se repite que es un inútil, que no tenga ninguna duda de que acabará siéndolo. Crecerán las probabilidades de que se comporte de manera torpe o desempeñe labores de forma trastabillada, o sea incapaz de hilvanar un proyecto con el que surtir de sentido a su vida. Si uno se repite constantemente que no puede hacer algo, que no insista más en la misma dirección porque no va a poder hacer ese algo que ya ha determinado que no podrá hacer. Tendemos a alcanzar la expectativa que nos concedemos a nosotros mismos. Si la expectativa es pobre, el resultado también lo será. Hay una buena noticia en mitad de este panorama un tanto desalentador. Muchas veces accedemos a acciones meritorias o alcanzamos cometidos épicos que ahora jalonan orgullosamente nuestra biografía porque en aquel instante primigenio ignorábamos que habría tanta dificultad en el camino. Muchos logros los alcanzamos porque nuestro pensamiento no nos puso el escollo de creer que eran irrealizables.

martes, septiembre 06, 2016

«Rehacer la vida»



Obra de Jack Vettriano
Una de las formas más usuales y más sorprendentes de promocionar el amor es fijando nuestra atención en la depreciación a la que nos conduciría su dolorosa ausencia. No se apela a su efecto multiplicador, sino al cataclismo al que nos arrojaría su pérdida. Cuando aquí empleo la palabra amor la ubico exclusivamente en el binomio sentimental de las parejas, y me refiero a ella semánticamente como un alambicado sistema de motivaciones que trae anexado un copioso repertorio de sentimientos y deseos. A mí me gusta señalar que para evitar relatos muy vaporosos y confusamente etéreos, en vez de decir te quiero es más esclarecedor puntualizar qué quieres hacer conmigo, que es una manera de concretar la cascada de deseos que convoca el amor y rotular con más precisión los nexos de feliz interdependencia que entreteje este complejo sistema. Helen Fisher, la antropóloga del amor, infería la génesis de estos laberintos en su ensayo  Por qué amamos y la remachaba en Anatomía del amor. Aducía que la volubilidad del amor es una estratagema de la naturaleza que opera en los circuitos cerebrales para segregar dimensiones como la atracción sexual, el apego y el amor romántico. El extravío afectivo, normalmente acompañado de incompatibilidades, ocurre cuando uno ignora en cuál de estos vectores se encuentra, o los mezcla con personas distintas que a su vez le demandan dimensiones que no convergen con las suyas. Un buen quebradero de cabeza.

Aclarado este aspecto volvamos al principio, a esa inercia que nos impele a releer el amor romántico, según la terminología de Helen Ficher, desde la devastación que supondría ser rechazado y que la pareja como estructura se desintegre. En uno de los últimos cursos que impartí antes de la llegada del verano realicé una dinámica muy sencilla, pero muy elocuente. El curso trataba sobre la ontología del lenguaje y la práctica consistía en darle una orientación positiva a la expresión «sin ti no soy nada». Los participantes encontraban sudorosas dificultades para virar este lugar común hacia horizontes mucho más amables en los que quien lo pronuncia salga bien parado, y no hecho un guiñapo. Era gente de mediana edad en su mayoría casada y con hijos. Entre risas un poco nerviosas uno escribió «sin ti nada tiene sentido» y otro garabateó que «si me faltas, me muero». Les repetí que se trataba de voltear la frase y reescribirla en sentido positivo. Para que lo vieran claro tuve que ponerles un ejemplo, la frase que inventé hace años para un libro en el que refutaba tópicos, y que desde hace tiempo es mi estado de wassap: «Contigo soy más», o  «juntos somos más que tú y yo por separado». Sólo así logré que su atención se anclara en lo positivo, que pudieran releer la suerte de compartir con otra singularidad como la nuestra un mismo sistema de motivaciones desde la expansión y no desde la hecatombe afectiva. El siempre incisivo Alex Grijelmo comentaba en uno de sus ensayos sobre el uso de las palabras cómo en muchas ocasiones lo vocablos llegan inyectados de inocentes prejuicios altamente corrosivos. Normal que el ensayo se titulara Palabras de doble filo. Las palabras parecen graciosas capsulas sonoras exentas de tangibilidad, pero emboscadas en ellas habita la realidad y nuestra manera de interpretarla.

Recuerdo varias de esas palabras que cita Grijelmo y que vinculan con lo que yo estoy narrando aquí. Cuando una famosa divorciada inició una nueva relación, un programa televisivo etiquetó la buena nueva del siguiente modo: «un atractivo mexicano de 47 años le ha devuelto la sonrisa». Para informar de casos similares, en el que alguien vuelve a tener pareja, se suele emplear la expresión «rehacer la vida». «Tras su fracaso matrimonial el cantante ha rehecho su vida con una modelo». La aparentemente inocente expresión indica que la ausencia de compañía sentimental es sinónimo de tener la vida destrozada, o un impedimento para embutir plenitud a la vida, o un entreacto en el que indefectiblemente desaparece la sonrisa y por tanto también la felicidad. Es como si quien no tiene pareja no pudiera sonreír, no pudiera sentirse plenificado, no tuviera una vida perfectamente hecha y cuajada de sentido. También se deja entrever que el dolor de una ruptura sólo se puede cauterizar con el advenimiento de una nueva pareja. Normal que cuando uno siente que se resquebraja la relación suplique persuasivamente su continuidad porque «sin ti no soy nada». Aunque en su libro Amor o depender, su autor Walter Riso instiga la peligrosa confusión entre dependencia afectiva y apego, sí aporta clarividencia cuando matiza que en el diptongo amoroso una cosa es el lazo afectivo y otra cosa es ahorcarse con él. Esta diferencia cualitativa es crítica para entender que somos seres desvalidos sin la presencia zigzagueante de los demás en nuestras vidas, pero no somos mitades que sufren desvalimiento si no hallan esa literaria otra mitad que el relato imperante y unidemensional considera imprescindible para cerrar perfectamente el círculo. Nuestra instalación afectiva en el mundo no depende de tener o no tener pareja. Somos seres abiertos que podemos ampliar nuestras posibilidades, amplificarnos con la degustación del otro y con la construcción de proyectos afectivos compartidos. Ya somos, pero podemos ser más todavía. Eso sí, siempre que el amor sea un sistema de motivación y no de jibarización. Entonces estaríamos hablando de otra cosa, aunque desgraciadamente muchos aún no lo saben.

martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



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