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martes, abril 28, 2020

Infodemia: muchos virus al lado del virus


Obra de Serge Najjar
Estos días de pandemia y confinamiento han proliferado palabras y expresiones nuevas, o se han agregado con naturalidad a la conversación pública desde jergas especializadas, para poder así denotar realidades desprecintadas por vez primera en nuestras biografías. Por el espacio compartido desfilan covid-19, desescalada, deshibernación del estado de alarma social, desconfinamiento, desconfinar, aplastamiento de la curva de contagio, gel hidroalcohólico, casos asintomáticos, EPI (equipo de protección individual), microgotículas, disnea, fluidificadores, prueba serológica, inmunidad de grupo, distanciamiento social, mascarillas FFP1, FFP2 y FFP3, teletrabajo, infoxicación, coronavirus. La propia palabra coronavirus no figura en el diccionario, aunque la comunidad científica convive con ella desde hace unos años para referirse a una numerosa familia de virus. Es paradójico que la palabra que no está acurrucada en ninguna de las páginas del diccionario de la Real Academia sea la que más veces abandona ahora nuestros labios. De todas las nuevas palabras de este séquito mi favorita es el neologismo infodemia (infodemics en inglés). Significa una sobreabundancia de información que en vez de aportar claridad al asunto tratado le agrega confusión y desconcierto. La infodemia es una pandemia de infoxicación desplegada en tiempos vírico...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.

















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martes, mayo 14, 2019

Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención


Obra fotográfica de Serge Najjar
En muchas ocasiones los lectores de este espacio me han felicitado y me han deseado éxito cuando he anunciado la publicación de alguno de mis ensayos. Mi agradecida respuesta ha sido siempre la misma: «El éxito ya lo he tenido al disponer de un espacio y un tiempo de recogimiento y tranquilidad que me ha permitido poder habitar con atención en la escritura». Estos espacios y estos tiempos de apropiación personal están siendo socavados por las exigencias de un mundo obsesionado por el incremento de la productividad y la optimización cada vez mayor del lucro. Estas derivas de la racionalidad neoliberal no son inocuas y conllevan la expropiación del tiempo y la fagocitación de la atención. El ser humano es un ser que está en el mundo durante un tracto de tiempo finito que llamamos existencia. Cada vez poseemos una menor soberanía sobre ese tiempo, que debería ser el indicador en el que basar el progreso civilizatorio. Perder gobernabilidad y por tanto capacidad de decisión sobre ese bien intangible es desapropiarnos de nosotros mismos. No solo vivimos una elevada indisponibilidad del uso de nuestro tiempo, y el desgaste del cuerpo que trae adjuntado, sino que su aceleración en aras de maximizar un cálculo exclusivamente monetario provoca algo análogo en la atención. Hace unos años yo me atreví a definir este recurso tan preciado: «La atención es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en el que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza». Utilizando este concepto de la atención se puede definir también el de la autonomía humana: «La capacidad que alberga el individuo de colocar la atención allí donde lo decrete su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma». 

Infortunadamente cada vez cuesta más colocar la atención sobre un solo estímulo elegido por nuestra capacidad volitiva y mantenerla prolongadamente allí, lo que invita a colegir que hemos sufrido un expolio gradual de la autonomía. Me viene ahora a la memoria una amena conferencia del neurólogo Francisco Mora en una facultad de Psicología. En el momento de las preguntas, un chico le preguntó qué pensaba de la multitarea y si consideraba posible colocar la atención en varios estímulos simultáneamente. Su respuesta fue tajante: «Si usted está a varias cosas a la vez, no tiene la atención en ninguna». Hace unos meses le recordé al profesor esta anécdota en un congreso camino del hotel, y a pesar de no acordarse insistió en su idea: «Si la atención está en un sitio, no está en otro, porque no puede estar en dos sitios a la vez». El propio Francisco Mora publicó hace unos años un ensayo con un subtítulo hermosísimo que resumía poéticamente lo averiguado en los últimos tiempos en neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama. Es tentador añadir que solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
 
El actual analfabetismo no consiste en no saber leer ni escribir, sino en no saber comprender lo que se lee y ser incapaz de convertirlo en luz para alumbrar lo cotidiano y orientar el comportamiento. La atención selectiva que inhibe lo irrelevante para centrarse en lo relevante pierde soberanía en los marcos en los que se ofrecen volúmenes ingentes de estímulos en competencia que tientan a la superficialidad en detrimento de la profundidad. Deglutimos bulímicamente experiencias e hiperinformación, pero irrespetamos tanto los tiempos (porque no los tenemos) como las cantidades (infoxicación) que resulta complicado que devengan aprendizaje. Aquella información que se incorpora sin atención a la estructura discursiva en la que se puede entender y contextualizar acaba diluyéndose en la nada. Hace poco le leí a José Antonio Marina que «usamos superficialmente mucha información, pero memorizamos muy poca». Puesto que pensamos con contenidos, si no disponemos de contenidos en nuestra memoria, dispondremos de poco con lo que pensar. En una entrevista publicada en El País, la periodista Kara Swisher, experta en el análisis de las plataformas, alertaba de la adicción al mundo pantallizado: «Es como una máquina tragaperras que en lugar de monedas consume nuestra atención». En el muy crítico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes, Nicholas Carr admitía que la distracción digital cortocircuita el pensamiento y la atención sostenida, pura corrosión para los procesos de arraigo. En el todavía más inquietante Demencia digital, el Dr. Manfred Spitzen advertía que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». No disponemos del tiempo ni de la atención necesarios para que los flujos de reflexión conceptual y visual permeen en nuestro patrimonio afectivo y cognitivo, y luego sedimenten. Al instante irrumpen nuevos captores de nuestra atención que nos obligan a volver a empezar cuando aún hay un inacabamiento de lo anterior. Difícil generar poso. Dificil construir significado. Difícil que la información se sujete en el sujeto hecha pensamiento y vida.


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martes, julio 25, 2017

«Soy responsable de mis palabras, no de lo que los demás interpreten con ellas»



Obra de Javier Arizabalo
El primer axioma de la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick señala que es imposible no comunicar. Creo que la afirmación es más exacta sin canjeamos el verbo comunicar por el de informar. En la comunicación hay intención de trasvasar información, pero en muchas ocasiones transmitimos información de nosotros mismos a los demás sin necesidad de comunicar nada. Al tener valor como mensaje, cualquier minúscula interacción informa de algo de nosotros, aunque si fuéramos más precisos tendríamos que matizar que más que informarles se informan ellos. En esta trashumancia de información el observador mediatiza lo observado y sesga ineluctablemente cualquier conclusión. En su ensayo sobre conducción de disputas y comunicación Marines Suares cita al psicoterapia Bradfor Keenay para explicar que en vez de datos deberíamos hablar de captos por la sencilla razón de que estamos captando la realidad y construyéndola. En esa construcción interviene el dispositivo emocional, la cognición, todo el aparataje sentimental, la rutinización del sistema de creencias, el capital empírico, la irradiación axiológica, la estratificación de valores éticos y personales, la constelación de deseos, la fuerza palpitante de las expectativas, el componente nada desdeñable de la irracionalidad. Kant ya advirtió la diferencia entre la realidad (el incognoscible noúmeno) y lo observado en ella (el fenómeno). Humberto Maturana expresa parecida bifurcación epistemológica cuando habla de realidad entre paréntesis y realidad sin paréntesis. Por mucha distancia analítica que tomemos, cualquiera de nosotros solo percibe la realidad entre paréntesis. La explicación es muy fácil. El paréntesis somos nosotros.

Si aplicamos esta constatación al proceso comunicativo, tenemos que anunciar que los demás, más que escuchar lo que encapsulamos en nuestras palabras, se dedican a interpretarlas. Nuestra realidad es captada por nuestro interlocutor, pero al captarla, la desedimenta y la amolda a sus esquemas autorreferenciales. En este automatizado proceso, el sujeto convierte en objeto nuestras palabras y las poluciona inconscientemente, las  sesga, las evalúa con el mismo criterio que instala su existencia en el mundo de la vida. Aquí radica la explicación de que cualquier crítica revela más del crítico que de lo criticado. Lo cardinal por tanto en la acción comunicativa no es solo lo que decimos, es sobre todo lo que interpretan quienes nos escuchan. Existen dos tesis de alta nocividad que se propagan alegremente en cursos de comunicación y habilidades sociales que entroncan con lo que yo intento explicar aquí. En la primera se pregona que «no es verdadero lo que dice A, sino lo que entiende B». Es una frase muy llamativa, pero es muy difícil aceptarla como cierta. Hacerlo sería admitir el papel periférico del que habla frente al papel estelar del que escucha. Lo que dice A puede ser un enunciado cuya verdad o falsedad se puede demostrar y, sin embargo, lo que entienda B sea algo por completo desconectado de lo que dijo A. Otra cosa muy distinta es defender que «en una acción comunicativa es importante lo que dice A, pero es muchísimo más importante saber lo que entiende B».

La segunda tesis postula que «cuando B interpreta erróneamente un mensaje de A, la responsabilidad es siempre de A». Es una sentencia inicua que condena al hablante por la acción de alguien que no es él. Aun partiendo de la buena voluntad de B a la hora de interpretar el mensaje de A, si el mensaje se distorsiona en su recepción, la responsabilidad siempre es del distorsionador, no del que emite el mensaje. El principio rector de la acción comunicativa ha de responsabilizar a uno del control de lo que afirma, pero no de lo que entiende el otro cuando la idea migra a sus tímpanos. Somos propietarios exclusivos de nuestras palabras, pero no de las conclusiones que alcancen quienes absorben nuestros argumentos. Dándole la vuelta al célebre aforismo de Shakespeare, prefiero ser esclavo de mis palabras que rey de las interpretaciones que hagan los demás de ellas. Aunque se podría añadir una puntualización. Somos responsables de lo que decimos, pero también de lo que el otro entiende, cuando, pudiéndolo llevar a cabo, desatendemos voluntariamente el necesario hábito discursivo de averiguar si existen unos mínimos de concordancia entre lo afirmado y lo interpretado. A pesar de esta saludable prescripción, resulta ineludible aceptar la existencia de un hiato entre nuestras afirmaciones y el significado que tienen para nuestro interlocutor. Nuestra realidad observada o comunicada es, en su pura totalidad, inextricable para el que la observa o para el que la oye. Solo puede acceder a una estimación. Solo puede captar el fenómeno, pero no el noúmeno del que nos hablaba Kant hace doscientos años.



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