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martes, junio 16, 2020

La fortaleza que supone saberse vulnerable


Obra de Walid Ebeid
En los cursos suelo explicar que cada vez que algo o alguien interfiere en la consecución de nuestros intereses son tres los sentimientos que súbitamente se adueñan de la gobernabilidad de nuestro entramado afectivo. Si lo que oblitera nuestros intereses es de marcado carácter inmerecido, nos enfadamos (o nos enojamos, nos indignamos, nos volvemos biliosos, o nos encolerizamos, que es un enfado huracanado); si es razonable y lo consideramos justo, nos entristecemos y nos ubicamos en alguno de los muchos gradientes que posee la tristeza (aflicción, abatimiento, frustración, pena, amargura, pesadumbre, angustia, duelo, nostalgia, compunción); si el interés no satisfecho pone en crisis nuestro equilibrio, entonces podemos escuchar en nuestras entrañas las pisadas de un miedo que deambula por nuestros pensamientos hasta agarrotarlos y convertirlos en ideas monolíticas deforestadas de  inventiva y creatividad.  Siendo intelectualmeente honestos, hay que puntualizar que la impregnación de estos sentimientos no es exactamente así. Cada vez que algo colisiona con nuestro mundo deseante disrumpe una miríada de sentimientos que la pedagogía y su carácter compendiador resumen en estos tres presentados de manera aseada y prototípica. Creo que la tristeza, el miedo y la irascibilidad se acompasan simultáneamente, lo que varía es su porcentaje de participación. Quiero decir que cuando no podemos alcanzar un propósito nos afligimos, nos enojamos, nos apocamos, en ocasiones nos sorprendemos y en otras podemos incluso llegar a sentir repugnancia ética, si entre las peculiaridades de nuestra experiencia malograda se interpone la conducta inescrupulosa de alguien. En la retícula afectiva todo se da a la vez, aunque no todo por igual. Quien jamás comparece en la contrariedad de un deseo no cumplido es la alegría. Y este jamás es de una exactitud matemática.

Recuerdo que hace unas semanas una lectora me lanzó una sugerente pregunta vinculada con la presencia de la incertidumbre cotidiana y la conversación que entablamos con ella para más o menos hacerla llevadera y compatible con una vida no yugulada por los sentimientos que acabo de citar en el párrafo anterior. Su interrogación era muy interpeladora. «¿Es posible que viviendo el tiempo suficiente con miedo, inseguridad o rabia exista algo parecido a la inmunización (convivir con estos sentimientos como parte de tu organismo sin que lo ocupen por completo)?». La pregunta es tan potente que prefiero ceder la respuesta a André Comte Sponville, uno de los filósofos que más me hace amar la vida cada vez que lo leo. En su ensayo El amor, la soledad comenta en un determinado y luminoso momento: «Tengo demasiada conciencia de lo poco que somos y podemos, demasiada conciencia de nuestra miseria, como dice Pascal, demasiada conciencia de nuestra debilidad, demasiada conciencia de los determinismos que pesan sobre cada uno de nosotros, del azar que nos hace y nos deshace, como para poder detestar verdaderamente». Se puede parafrasear, y en vez del verbo detestar colocar otras disposiciones del sentir humano. «Soy demasiado consciente de nuestra debilidad como para estar amedrentado, inseguro, encolerizado, excesivamente abatido»

A pesar de que no podemos jamás inmunizarnos de lo que nos afecta porque de lo contrario se disiparía nuestra condición de seres afectivos, acaso cierta inmunización radique en la sana aceptación de nuestra fragilidad. Aceptar nuestra fragilidad sin sentirnos víctimas es lo que nos puede hacer más fuertes y más creativos en aras de buscar alianzas para remitirla. Platón escribió que la ciudad nació porque el ser humano no se bastaba a sí mismo. El torbellino de lo cotidiano y los tiempos productivos en los que se centrifuga la vida nos hacen olvidar con mucha mas frecuencia de la deseable que somos una transitoriedad efímera y singularizada, una existencia que limita por todos lados con todas las demás existencias en una red que acoge a la vez que provoca el nacimiento de la vida humana. Somos seres humanos, es decir, somos humus, tierra, poca cosa, insignificancia que los días desplazan de un lado a otro con una indolencia que nos duele admitir. De este humus del que participa nuestra textura humana derivan dos palabras cardinales en el vocabulario de las interacciones: humildad y humillación. Cuando alguien señala nuestra pequeñez sin nuestro consentimiento nos está humillando. Cuando somos nosotras las que lo señalamos deletreándola con nuestros actos, mostramos humildad. Ambas acciones indican la fragilidad, la vulnerabilidad, la debilitación humana, nuestra condición de seres que podemos ser afectados, heridos o lesionados en cualquier momento. Lo aparentemente paradójico es que advertir nuestra vulnerabilidad en vez de hacernos débiles nos prodiga fortaleza para tomar con mejor criterio nuestro lugar en el mundo. Somos tan poca cosa que inevitablemente también tiene que ser poca cosa el motivo de nuestro miedo, de nuestra tristeza, de nuestro enojo, de nuestro apocamiento. Nuestra fuerza es la admisión de nuestra debilidad. No es una contradicción. Es un regalo de nuestra inteligencia para sentir mejor, el acto precursor de vivir mejor. 


 
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martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, noviembre 08, 2016

Compatibilizar la discrepancia



Obra de Daniel Coves
Quiero poner una lupa de aumento en la afirmación tristemente extendida de que los conflictos se solucionan solos. Si los conflictos tuvieran la capacidad autodeterminadora de eliminar la discrepancia o llevarla a una intersección satisfactoria, no habría tanta bibliografía, ni tanta literatura enfrascada en encontrar fórmulas para poder gestionarlos óptimamente, ni cursos de especialización, ni másteres, ni investigación. Los conflictos no se solucionan solos, como pregonan los que responden ante ellos con la evasión o con maniobras dilatorias, pero paradójicamente sí se agravan solos. Un conflicto severo que no se aborda a tiempo tiende a desplazarse a toda velocidad hacia el lugar en el que inflige más daño. Me atrevería a decir que se trata de un tropismo, una inercia congénita a la idiosincrasia de las fricciones humanas. Cuando alguien percibe un molesto desacuerdo pero no se encamina a su posible organización a través del diálogo, su irresolución suele incubar podredumbre en el aparato sentimental. Se infernaliza la discrepancia. La gestión de un conflicto trata justamente de detener esta propensión. Acercar el conflicto hacia el lugar en el que puede ser regulado y articulado de un modo pacífico. Quizá también solucionado.

Desgraciadamente no siempre podemos elegir el momento adecuado para abordar la gestión de un conflicto. En la literatura de las fricciones se suele recalcar que saber elegir el instante de su regulación es multiplicar exponencialmente su posible solución. La dificultad estriba en que solemos poner encima de la mesa la disensión justo en el momento en que nos secuestra la irascibilidad. Precisamente la característica funcional del enfado es la de suministrarnos elevadas cantidades de energía para enfrentarnos a lo que nos segrega de nuestros deseos. Nadie suele pronunciar palabras bondadosas cuando está irritado, enojado, encolerizado, o rabioso, que son los distintos gradientes de la emoción universal de la ira. En un conflicto las experiencias de exclusión se tornan protagonistas porque cuando intuimos que algo obstruye nuestros intereses aparecen los sentimientos de enfado, tristeza, o miedo, y sus distintas tonalidades emocionales. A pesar de la copiosa casuística, yo no conozco ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado ante la llegada de un conflicto.

La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos.  Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.



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martes, febrero 02, 2016

Los demás habitan en nuestros sentimientos



Obra de Alex Katz
Resulta desconcertante nuestro afán por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza». Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.

La relevancia de los demás en nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos)  a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o inhibir futuras acciones.

Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio  publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.



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jueves, noviembre 26, 2015

Violencia verbal invisible


Obra de Brian Calvin
Ayer se celebró el Día contra la violencia de género. Es un tema muy serio vinculado a las relaciones de poder cuya solución requiere subvertir muchos patrones culturales. Hoy voy a ceñirme a uno de ellos aparentemente inocuo pero tremendamente deletéreo en las relaciones personales. Se trata de la violencia verbal que casi nadie percibe como tal. Me atrevo a llamarla aquí por vez primera como «violencia verbal invisible». No es que goce de invisibilidad, es que nuestra intelección padece miopía para advertirla. En este punto, y antes de continuar, necesitamos definir rápidamente qué es violencia. Esgrimo la definición que redacté hace unos años para los manuales de un curso universitario. «Violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de alguien sin el concurso del diálogo». Esta violencia puede ser verbal, psicológica, modal, estructural, física, económica. Hoy quiero detenerme en la verbal. Es muy sencillo detectar violencia en el lenguaje cuando alguien rompe el dique de contención de la educación y te falta al respeto o te insulta. El insulto es siempre soez y gratuito, pero como contrapartida nuestro interlocutor nos regala su autorretrato. En el fragor de una disputa en la que los intercambios verbales son afirmaciones groseras o mensajes burdos destinados a zaherir no hay dificultades para detectar que el diálogo ha muerto. Es muy fácil.

Pero hay otra violencia verbal en la que ni el agresor ni el agredido toman conciencia de su presencia. No hay insultos, no hay palabras lacerantes, no hay deseos de que un adjetivo horade el cerebro y quede enterrado en el sistema límbico el resto de la vida de su destinatario. No. Me refiero a tópicos de clara genealogía autoritaria que viven instalados en el uso cotidiano del lenguaje. No son tics micromachistas, son clichés verbales que no discriminan por género y cuya habituación les ha conferido normalidad en las conversaciones. Pasen y vean. «No me hables que ya sé lo que me vas a decir». «Me da igual lo que me digas porque no voy a cambiar de opinión» (¿incluso aunque encontremos una evidencia que mejore tanto la tuya como la mía?). «Lo que me digas me entra por un oído y me sale por otro». «Me mareas con tanta palabrería». «No pienso escucharte, así que puedes decir lo que quieras». «No tengo nada más que hablar contigo» (sentencia pronunciada justo cuando más hay que hablar). «¿Por qué no te callas?». «Si no te gusta, ahí tienes la puerta». «Esto son lentejas, o lo tomas o lo dejas».  «Es mi opinión y tienes que respetarla» (respeto tu derecho a opinar, pero no a priori el contenido de tu opinión). «No te justifiques» (no me justifico, me explico, comparto contigo el motivo de mi conducta). «Puedo decirte lo que quiera» (no, por favor, debes decirme aquello que nunca rebase la consideración). «Es lo que hay, si  no, rompemos y punto». «Sé que te va a hacer daño, pero es lo que siento» (pues guárdatelo y cuando estés menos irascible me dices mejor lo que piensas, que será más verosímil y específico). «Lo digo por tu bien» (muchas gracias, pero al decírmelo podrías dulcificar tu lenguaje y exigirte no lastimar mi autoestima). 

Todas estas frases hechas guardan un metamensaje devastador. El sentido último de lo que no dicen es su deseo de estrangular la posibilidad del diálogo. La analista de la conversación Deborah Tannen comenta en su obra titulada con cierta retranca Lo digo por tu bien que «precisamente porque  no podemos ver de verdad el  mundo desde la perspectiva del otro, es crucial que hallemos el modo de hablar con él para que nos expliquemos nuestros puntos de vista y veamos la forma de hallar soluciones». Utilizar cualquiera de los automatismos verbales citados frustra este propósito. No se desea un diálogo, si no un soliloquio, y siendo muy generosos en el análisis quizá un ir y venir de soliloquios aislados exentos del deseo de entenderse. Se dialoga cuando los argumentos de uno pueden ser transfigurados por el poder transformador de los argumentos del otro, y a la inversa. Delata torpeza que deseemos que alguien se aliste a nuestro lado argumentativo sin que le concedamos la oportunidad de expresar sus razones y de contrastarlas con las nuestras. Nadie colabora comprometidamente con la persona que le niega la palabra, o con aquel que antes de solicitar nuestra cooperación nos ha infligido daño o nos ha amenazado con infligirlo. Estoy convencido de que cuando un hombre toma del cuello a una mujer, la levanta dos palmos del suelo y la empotra contra una pared mientras le profiere amenazas (testimonio que ayer escuché en la radio), es porque la relación llega anegada de todas estas fórmulas lingüísticas mórbidas que sin proponerlo funcionan como señales de alerta. Algunos analistas presumen de vaticinar el futuro longevo o efímero de una pareja con tan sólo verla conversar durante diez minutos. Es fácil colegir la calidad de la relación de aquellos cuyo estilo conversacional opera con la maleza verbal que acabo de enumerar aquí. Quizá no necesitemos ni esos diez minutos. 



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martes, noviembre 17, 2015

La exhumación de agravios



Obra de Brooke Shaden
Hace unos años inventé una expresión de la que me siento muy orgulloso. Di con ella para explicar uno de los peligros más frecuentes en la gestión de un conflicto. Se trata de «la exhumación de agravios». En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, expliqué su mecanismo tumoral: «Uno se enfada y de repente desentierra a paladas todos los agravios, la retahíla de comportamientos y actuaciones que le irritan del otro y que ha ido guardando pacientemente para la ocasión». ¿Por qué se desencadena esta tendencia, que casi es un tropismo? Muy sencillo. En todo conflicto aparecen las personas, los contratos psicológicos de la relación, su propio historial de fricciones y sus expectativas de resolución (todo conflicto solicita un cambio y quién debe desembolsar la cuantía de ese cambio). Los conflictos están mágicamente hibridados, y un conflicto originado por la carestía de recursos, o por la inhibición del que debe gestionarlo, o por la atribución de responsabilidades, o por la legitimidad, o por la información, puede provocar otros conflictos relacionados con los valores, la protección de la autoestima, la identidad, el poder, la equidad, la incompatibilidad personal, vectores a priori alejados del epicentro del conflicto original. Con toda esta marabunta de elementos en juego, cuando uno trae a colación un conflicto en mitad de un escenario hostil, con las emociones en temperatura de ebullición, la parte a la que se le asigna la causa del conflicto puede fácilmente señalar otros conflictos como medida de resistencia. Avivará los ánimos, se balcanizará la situación, hará una pira funeraria con todo lo que salga verbalizado por su boca, se entrará en un bucle mórbido en el que se repartan las autorías de conflictos hasta ese instante latentes. Dicho de otro modo. Cuando uno no sabe a qué agarrarse se agarra a cualquier cosa con tal de no asumir una conducta que no habla bien de él o que le exige reembolsar un precio. Es una conducta increíblemente habitual, un resorte que salta si se toca, parecido al de esas cajas que en su interior llevan un muñeco anclado a un muelle aplastado que brinca con fuerza nada más abrirse la tapa.

A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva: desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación. Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que la palabra mañana.



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