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viernes, mayo 01, 2020

En vez de volver a la normalidad, construir otra mejor


Obra de Ohgigue
Hace dos días me escribió una lectora preguntándome algo que me sorprendió. En un mensaje privado me confesaba que estaba muy cansada del aislamiento social y me interpelaba con la siguiente pregunta: «¿Tú crees que aprenderemos algo?». No pude por menos de contestarle con un timbre de sorpresa en mi voz hecha escritura: «¡¿Cómo que si aprenderemos algo?! La pregunta formulada en futuro cancela el aprendizaje, que siempre se da en presente continuo. En una pandemia como la del coronavirus estamos aprendiendo a cada instante porque la situación es tan inédita, tan global y tan voluble que no ceja en enseñarnos novedades que nos obligan a instruirnos en ejercicios valorativos permanentes». Al enviar la contestación caí en la cuenta de forma súbita de que hace justo un mes escribí y publiqué aquí un artículo con el mismo título que la pregunta que me acababa de punzar. El viernes 27 de marzo compartí en este Espacio Suma NO Cero el texto ¿Aprenderemos algo de todo esto? Quizá un mes más de confinamiento me ha hecho tomar sencilla conciencia de que hablar en futuro del aprendizaje de esta crisis sanitaria y su adosada crisis económica sea tener una muy mala consideración de nosotros mismos. Para evitar equívocos a mí me gusta recalcar la diferencia entre enseñar y aprender...

  
 
* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.
















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martes, mayo 14, 2019

Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención


Obra fotográfica de Serge Najjar
En muchas ocasiones los lectores de este espacio me han felicitado y me han deseado éxito cuando he anunciado la publicación de alguno de mis ensayos. Mi agradecida respuesta ha sido siempre la misma: «El éxito ya lo he tenido al disponer de un espacio y un tiempo de recogimiento y tranquilidad que me ha permitido poder habitar con atención en la escritura». Estos espacios y estos tiempos de apropiación personal están siendo socavados por las exigencias de un mundo obsesionado por el incremento de la productividad y la optimización cada vez mayor del lucro. Estas derivas de la racionalidad neoliberal no son inocuas y conllevan la expropiación del tiempo y la fagocitación de la atención. El ser humano es un ser que está en el mundo durante un tracto de tiempo finito que llamamos existencia. Cada vez poseemos una menor soberanía sobre ese tiempo, que debería ser el indicador en el que basar el progreso civilizatorio. Perder gobernabilidad y por tanto capacidad de decisión sobre ese bien intangible es desapropiarnos de nosotros mismos. No solo vivimos una elevada indisponibilidad del uso de nuestro tiempo, y el desgaste del cuerpo que trae adjuntado, sino que su aceleración en aras de maximizar un cálculo exclusivamente monetario provoca algo análogo en la atención. Hace unos años yo me atreví a definir este recurso tan preciado: «La atención es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en el que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza». Utilizando este concepto de la atención se puede definir también el de la autonomía humana: «La capacidad que alberga el individuo de colocar la atención allí donde lo decrete su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma». 

Infortunadamente cada vez cuesta más colocar la atención sobre un solo estímulo elegido por nuestra capacidad volitiva y mantenerla prolongadamente allí, lo que invita a colegir que hemos sufrido un expolio gradual de la autonomía. Me viene ahora a la memoria una amena conferencia del neurólogo Francisco Mora en una facultad de Psicología. En el momento de las preguntas, un chico le preguntó qué pensaba de la multitarea y si consideraba posible colocar la atención en varios estímulos simultáneamente. Su respuesta fue tajante: «Si usted está a varias cosas a la vez, no tiene la atención en ninguna». Hace unos meses le recordé al profesor esta anécdota en un congreso camino del hotel, y a pesar de no acordarse insistió en su idea: «Si la atención está en un sitio, no está en otro, porque no puede estar en dos sitios a la vez». El propio Francisco Mora publicó hace unos años un ensayo con un subtítulo hermosísimo que resumía poéticamente lo averiguado en los últimos tiempos en neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama. Es tentador añadir que solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
 
El actual analfabetismo no consiste en no saber leer ni escribir, sino en no saber comprender lo que se lee y ser incapaz de convertirlo en luz para alumbrar lo cotidiano y orientar el comportamiento. La atención selectiva que inhibe lo irrelevante para centrarse en lo relevante pierde soberanía en los marcos en los que se ofrecen volúmenes ingentes de estímulos en competencia que tientan a la superficialidad en detrimento de la profundidad. Deglutimos bulímicamente experiencias e hiperinformación, pero irrespetamos tanto los tiempos (porque no los tenemos) como las cantidades (infoxicación) que resulta complicado que devengan aprendizaje. Aquella información que se incorpora sin atención a la estructura discursiva en la que se puede entender y contextualizar acaba diluyéndose en la nada. Hace poco le leí a José Antonio Marina que «usamos superficialmente mucha información, pero memorizamos muy poca». Puesto que pensamos con contenidos, si no disponemos de contenidos en nuestra memoria, dispondremos de poco con lo que pensar. En una entrevista publicada en El País, la periodista Kara Swisher, experta en el análisis de las plataformas, alertaba de la adicción al mundo pantallizado: «Es como una máquina tragaperras que en lugar de monedas consume nuestra atención». En el muy crítico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes, Nicholas Carr admitía que la distracción digital cortocircuita el pensamiento y la atención sostenida, pura corrosión para los procesos de arraigo. En el todavía más inquietante Demencia digital, el Dr. Manfred Spitzen advertía que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». No disponemos del tiempo ni de la atención necesarios para que los flujos de reflexión conceptual y visual permeen en nuestro patrimonio afectivo y cognitivo, y luego sedimenten. Al instante irrumpen nuevos captores de nuestra atención que nos obligan a volver a empezar cuando aún hay un inacabamiento de lo anterior. Difícil generar poso. Dificil construir significado. Difícil que la información se sujete en el sujeto hecha pensamiento y vida.


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martes, abril 23, 2019

El libro como la insistente lucha contra la desmemoria


Obra de Francine Van Hove
Tal día como hoy del año pasado coincidió la celebración del Día del Libro con la presentación en Sevilla de mi último ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. La coincidencia me animó a arrinconar mi obra durante la primera parte de mi intervención para dedicársela panegíricamente al libro. Parafraseando el título de mi recién alumbrada obra señalé la figura referencial del libro como el triunfo de la inteligencia sobre la desmemoria. Incluso preparé un montaje visual para explicar lo que desde una mirada civilizatoria ha supuesto esta secular victoria frente al dinamismo huidizo y fugaz de las cosas. Unos meses antes había sido bendecido por el privilegio de que me enseñaran privadamente la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, la biblioteca universitaria más antigua de Europa fundada en 1254. Todavía estaba conmovido por los manuscritos y los incunables que mi anfitriona me había mostrado con prolijidad y didactismo. Cualquiera de aquellos ejemplares (alguno único en el mundo) era el paradigma del denuedo imaginativo urdido por nuestros antepasados para que el conocimiento soslayara su evaporación biológica y pudiera ser legado. Era fácil entender en aquella mayestática sala que el libro se erguía como analgesia contra el olvido, como depositario de un saber que hasta su irrupción se transmitía desde la deshilachada oralidad y su inquietante vigencia efímera. Como lector que todas las mañanas habita en las páginas de un libro, prometo que en esos instantes me sentí deudor de todos los amanuenses y sus encorvadas figuras apoyadas en incómodas y arcaicas mesas de madera para manuscribir originales. Simultáneamente sentí pena y rubor por los que se vanaglorian de no leer. 

Uno de los deseos más arraigados en el ser humano es el de encontrar receptáculos en los que refugiar su memoria. La historia de la humanidad es la liza permanente de qué hacer para proteger lo aprendido, qué inventar para guarecer la experiencia biográfica del advenimiento de una muerte que cuando irrumpe hace desaparecer toda la memoria episódica y semántica en la que se condensa una existencia. De ese deseo insujetable y de la multiplicidad de ocurrencias para satisfacerlo nació el libro. La travesía de ese almacenaje variopinto parte desde algo tan poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval (todavía recuerdo el estupor que me supuso escuchar en una clase de Filosofía Antigua y Medieval la escandalosa cifra de corderos degollados para manuscribir la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino), al libro códice, al ingenioso papel chino, a la disruptiva imprenta inventada por Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a las múltiples permutaciones de soportes que facilita la digitalización y su universo de pantallas. Con prosa vibrante y emotiva, el historiador de medios de comunicación Roman Gubern lo relata en un ensayo de título inequívoco, Metamorfosis de la lectura. Es un libro tan hermoso y tan elocuente que desde su publicación hace casi una década lo he regalado unas cuantas veces a personas con las que coincido en que leer absorta e ilustradamente es el mayor acto de pronunciamiento disidente puesto a nuestro alcance en un mundo que privilegia prácticas que señalan justo la dirección opuesta.

En los libros descansa aquello que las mentes más preclaras han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar empalabradamente el desorden en el que se incuban los hallazgos creativos. Este legado se llama cultura, el préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero en sus elucidaciones. Los que dedican un tiempo diario a adentrarse en las páginas de los libros hacen reflexiva la experiencia de vivir al convertir la lectura en espacio de interacción, interpelación y performatividad, y la hacen así porque dotan al cerebro de lenguaje, el nutriente natural con el que se vertebra y dinamiza la estructura lingüística de la cognición. Pero no se trata de un lenguaje cualquiera, sino del lenguaje del que ha estado corrigiendo una y otra vez su escritura hasta encontrar la palabra nítida y exacta que permita que la idea se presente del modo más inteligible y bello posible para ser compartida. Quizá ahora se entienda porque hoy es un día que todos deberíamos celebrar con entusiasmo desde nuestra posición de afortunados prestatarios. Basta con abrir un libro o encender un dispositivo electrónico para sentir la inconmensurable suerte que tenemos de poder aprovecharnos de la encarnizada batalla librada durante siglos para que la inteligencia triunfara sobre la desmemoria. Feliz Día del Libro 2019 a todas y todos.



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