Mostrando entradas con la etiqueta política. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta política. Mostrar todas las entradas

martes, enero 17, 2023

El ser que aspira a ser un ser humano

Obra de Didier Lourenço

Creo que lo he comentado en otra ocasión, pero no me importa repetirme. Cuando en ocasiones imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en el encerado una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano».  Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. Les pregunto que qué les parece y me suelen mirar con estupor y cara de para qué sirve esto. Erróneamente descartan que reflexionar filosóficamente sobre el ser que son contenga aplicación útil sobre sus vidas. Consideran la frase un acertijo difícil, o, peor aún, un galimatías que no tiene sentido. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorarnos como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir.

Tras la sucinta explicación toca definir qué es la ética. De nuevo el aula deviene en un aluvión de hombros encogiéndose. Ética es la conducta que tiene en cuenta a los demás en las deliberaciones privadas en tanto que sedimentan en acciones que desembocan en el espacio compartido. «Nuestros actos son efectos de lo que pensamos», escribe Marcia Tiburi. Saber que el contenido de nuestras acciones impactará directa o indirectamente en la vida de nuestros pares hace, si nos conducimos de un modo ético, que reflexionemos en torno a ese impacto antes de ejecutar la acción, e incluso la modifiquemos si vaticinamos que podemos infligir daño con ella. Esta mecánica de cuidado la tenemos más o menos automatizada con las personas a las que queremos, las empadronadas en nuestro círculo afectivo, pero se nos olvida cuando la irradiación del afecto se desvanece y no alcanza al resto de los círculos en los que se alojan las demás personas. La tarea ética consiste en contrarrestar esta desmemoria.

Humanizarnos, es decir, llegar a ser el ser humano que nos gustaría ser, es el gran reto del homínido que somos y que a través de la cerebración creciente y la creación de cultura no ha cejado de extender posibilidades sobre sí mismo. Somos una hibridación de biología y cultura. La biología nos ha hecho culturales y la cultura nos impele a tener ocurrencias para soportar mejor los reveses biológicos. Este es el bucle prodigioso que tantas veces cita José Antonio Marina, o ese cerebro que creó al ser humano, como indica Antonio Damasio. La humanización es tan ubicua que tendemos a olvidar que es un proceso condenado a la inconclusión. «Somos una especie no prefijada», escribió Nietzsche. Siempre podemos incorporar elementos que nos aproximen a lo que consideramos mejor en un proceso ininterrumpible que adolece de falta de punto final. Cuando a veces nos invade el pesimismo antropológico contemplando las inhumanidades que somos capaces de cometer los seres humanos, en realidad estamos pensando en el ser que nos gustaría ser y que no somos. Estamos dialogando con lo posible. Humanizarnos es pensar posibilidades éticas para transformarlas en acción política destinada a extender cada vez más el cuidado de la comunidad. Ese cuidado por el que el homínido sin saberlo se precipitó a humano hace cinco millones de años.



Artículos relacionados:
El descubrimiento de pensar en plural
Empatía, compasión y Derechos Humanos
Contra la dependencia, más interdependencia.
  

 

martes, enero 25, 2022

Vivir no es sobrevivir

Obra de Scott Burdik

A mis alumnas y alumnos les insisto mucho en que cuando nos nacen nos encontramos con una existencia con la que indefectiblemente tenemos que hacer algo. Hace unas semanas vi una película en la que un niño demandaba a sus padres por haberlo nacido, pero su acusación llegaba tarde y sin posibilidad alguna de encontrar una solución satisfactoria. Nacer no se puede revocar. Nadie nos consultó para indagar si nos apetecía o no venir a este mundo de normas, leyes, principios, gramáticas, costumbres, morales, credos, tradiciones, tabúes, lenguajes, culturas, evaluaciones afectivas, técnicas, clases sociales, determinismos económicos. Nos han nacido y aquí estamos con la onerosa obligación de elegir a cada instante qué hacer con la existencia que nos han dado sin pedírsela a nadie y sin que nadie haya tenido la deferencia de contar con nuestra opinión. Al principio nuestra existencia es muy vulnerable e inerme, frágil e incapaz de sortear por sí misma los muchos peligros con que se presenta la muerte, así que durante varios lustros nos cuidan y nos protegen, pero pasado cierto tiempo y adquirida cierta maduración cognitiva tenemos que pensar ya sin tutelaje alguno qué queremos y qué podemos realizar para que esa existencia con la que estamos sucediendo en el mundo de la vida merezca ser existida. No es tarea fácil. Por eso aprender no termina nunca.

Una de las características distintivas de este acontecimiento crucial e irrepetible que es que te nazcan estriba en que nuestra existencia recala en un lugar plagado de otras existencias como la nuestra. No nos queda más remedio que articular las inevitables interacciones que tendremos con ellas. Para tamaña empresa en la que vivir se diluye en convivir hay que deliberar, discernir, indagar, pensar, reflexionar, discurrir, dialogar acerca de cómo queremos relacionarnos y con qué fin. Cuando lo hacemos seria y radicalmente descubrimos que ese pensar siempre nos conduce a la creación de posibilidades para la alegría privada y colectiva. Los seres humanos convivimos para satisfacer el reino de la necesidad y así poder después elegir (que es el verbo en el que la Dignidad se hace acción)  el contenido personal de aquello que  proporciona alegría, orientación y sentido a nuestra vida para vivirla bien. Si subordinamos el montante de nuestras acciones, veremos que su fin último es extender la posibilidad de vivir una vida alegre y significativa. Si el fin es otro, entonces estamos pensando erráticamente y debemos obligarnos a repensarnos, reestructurarnos y resemantizarnos. Esto es exactamente lo que propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su deseo político de otorgar cuidado a cualquier persona por el hecho de ser una persona. Qué condiciones son las idóneas para que un ser humano pueda acceder a una alegría elegida facultativamente por sí mismo. 

Los Derechos Humanos son los mínimos que ha de tener garantizados una persona para que en su vida pueda urdir planes de vida, es decir, los Derechos Humanos son las condiciones sin las cuales se torna difícil que comparezca en la vida humana la posibilidad de una vida alegre. El animal humano es una aleación de memoria y proyección, y si se elimina su capacidad de proyectarse se le amputa la capacidad de diseñar el futuro para orientar en esa dirección su energía en el presente. Se le hurta la producción de sentido. Los mínimos aspiran a mantener la vida biológica que somos, pero los máximos aspiran a que la entidad biológica en la que existimos pueda sedimentar en una biografía, aquello con lo que queremos conferir sentido a la existencia que nos encontramos cuando nos nacieron. Los mínimos vinculan con sobrevivir, los máximos con vivir. Sobrevivir no es vivir, sino hacer todo lo posible para no morir. Vivir es vivir bien, porque si no se vive bien, no se vive, se sobrevive. Vivir bien es disponer de condiciones para realizar aquello que una vez realizado nos gustaría volver a hacer de nuevo porque encontramos en su despliegue un enorme caudal de gratificación. Cualquier progreso que no colabore a que las vidas humanas adquieran la posibilidad de una vida más alegre, no merece intitularse como progreso.

 

  Artículos relacionados:

martes, diciembre 21, 2021

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío

Obra de James Coates

Con la inminente llegada de estos días navideños me acuerdo de la campaña «siente un pobre en su mesa» caricaturizada  en la película Plácido (1961) del irónico Luis Berlanga. Se trataba de que las rentas más altas acogieran a un pobre para compartir la presumiblemente opípara cena de Nochebuena. Era una forma de higienizar la conciencia sustituyendo políticas de justicia social por la optativa caridad, dejar la solución política que todo problema estructural requiere en manos de una opción emotiva y personal. El gesto samaritano de la cena no resolvía nada del problema de la pobreza, pero tranquilizaba a quien incuestionaba o apoyaba las distribuciones disparatadas y obscenas de la riqueza que lo provocan. Recuerdo hace unos años cómo en un encuentro con los sintecho de Europa, el Papa Francisco los exhortaba a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos forma al futuro para orientar el presente. En la pobreza, el despotismo del aquí y ahora disuelve la idea de porvenir. Nadie vive tan intensamente el alabado carpe diem como una persona asolada por la penuria.

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío, no es solo el sinhogarismo o el sintechismo, es tener una vida en la que no hay condiciones de posibilidad para poder tener planes de vida. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del vocabulario la palabra proyecto. Es cierto que tanto la pobreza como la riqueza son relativas, y que difiere mucho ser pobre de sentirse pobre. Una persona se puede sentir rica o pobre con los mismos ingresos dependiendo del contexto económico en el que se despliegue su vida. Construimos nuestro conocimiento valorativo y nuestra cultura sentimental a través del ejercicio evaluativo de la comparación, y este es el sencillo argumento que explica lo corrosiva y desestabilizadora que puede resultar la riqueza campando ostentóreamente en medio de la pobreza. Se suele aseverar que la pobreza irrumpe en la vida de una persona cuando no dispone de ingresos para satisfacer el mínimo necesario para la subsistencia, pero esta aseveración es muy ambigua y volátil. Los mínimos varían mucho para unas y otros. Para evitar discusiones bizantinas, está consensuado el criterio de que una persona está en riesgo de pobreza si vive en un hogar cuya renta es inferior al 60% de la renta mediana de su país. Cuando los ingresos monetarios son inferiores a ese porcentaje decimos que se ha franqueado el umbral de la pobreza. El precariado y el cognitariado se ubican en este umbral. 

Una persona es una entidad elaboradora de comportamientos orientados a diferentes propósitos en marcos de estrategias vitales. La pobreza elimina estos marcos, desdibuja los propósitos y diluye la capacidad de decisión. Hay varias expresiones en el lenguaje cotidiano que explican muy bien este destino que habla tan mal de cómo articulamos la vida en común. Cuando afirmamos coloquialmente de alguien que es una persona sin recursos, lo que queremos decir es que no posee instrumentos para crear y ampliar posibilidades. Un recurso es un medio para conseguir un fin. De aquí surge la expresión «medio de vida», el instrumento con el que obtener ingresos para poder sufragar los gastos que origina tener una existencia en un ecosistema social y un tiempo histórico concretos. Si se carece de medios de vida, si no hay medios, no hay fines, y si no hay fines, no hay ni orientación ni sentido vital.  De la alusión a la posibilidad se deriva otra expresión tremendamente elocuente: «es una persona sin posibles», es decir, es una persona con una vida inaccesible a las posibilidades, abocada por tanto a padecer el despliegue de una realidad idéntica y momificada que no puede revertir. Galtung define la violencia estructural como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. Los humanos nos atribuimos el valor común de la dignidad porque advertimos que poseemos autonomía, nos podemos dar leyes con la que regir el devenir de nuestra vida, podemos decidir, optar, escoger, elaborar fines y sentido vital. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica humana, el humano es menos humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia consustancial a la pobreza y el deber político de combatirla.

 


Artículos relacionados:

martes, septiembre 28, 2021

Pensar qué cuidar cuando pensamos cómo cuidarnos

Obra de James Coates

La semana pasada hablaba con un amigo de la copiosa producción bibliográfica en torno a los cuidados. Había bajado al Retiro a darme una vuelta por la Feria del Libro y me sorprendió muy gratamente el aluvión de referencias editoriales que han hecho del cuidado su reflexión nuclear. Entre otros ahí están los trabajos de Victoria Camps (Tiempo de cuidados), Adela Cortina (Ética cosmopolita), Jesús Carrasco (la novela Llévame a casa), María Llopis (La revolución de los cuidados), Juanjo Sáez ( la también novela Para los míos), Aurelio Arteta (A fin de cuentas, nuevo cuaderno de la vejez), Remedios Zafra (Frágiles), Izaskun Chinchilla (La ciudad de los cuidados), Ana Urrutia (Cuidar), El manifiesto de los cuidados (escrito coralmente por The Care Collective y traducido por Javier Sáez del Alamo para Bellaterra), El trabajo de cuidados, historia teoría y políticas (obra coordinada por Cristina Carrasco, Cristina Borderías y Teresa Torns). Toda esta prodigalidad de artefactos textuales sobre los cuidados es una gran noticia que debería congratularnos. El motivo es sencillo. Los imaginarios se configuran mucho antes que su implantación en la realidad, son lo que antecede a lo que luego acontece. Estoy seguro de que mucho de lo que se está pensando ahora sobre la centralidad de los cuidados, y que fuera de los márgenes resulta revolucionario, formará parte de la cotidianidad dentro de un tiempo.

Quienes devalúan la actividad reflexiva dedicada a imaginar posibilidades tildándola de quimérica suelen ignorar que el mundo que ahora vivimos es el mundo que imaginaron quienes nos preceden; un mundo, y esto conviene remarcarlo, que sin embargo ellas y ellos no vivieron. Tenemos el deber humano de devolver ese préstamo a estas personas ya muertas imaginando otros mundos posibles que mejoren el actual para que los puedan vivir quienes aún no han nacido. Recuerdo ahora el ensayo de Alberto Santamaría, En los límites de lo posible. Quebrantar deliberativamente esos límites, refutar las narrativas que se autoatribuyen el monopolio del sentido común, es probablemente el mayor acto de disidencia al que podamos aspirar. Basta leer relatos distópicos para constatar que la primera estrategia política de cualquier sátrapa o de cualquier institución totalitaria es atrofiar la imaginación y corromper el lenguaje con el que los seres humanos inventamos los conceptos que dan forma al mundo que nos gustaría habitar. A mí me gusta decir que al futuro se llega mucho antes con el pensamiento que con los pies. Quien niega este orden niega la capacidad radicalmente humana de inventar posibilidades, el acto fundante a través del cual alguien piensa en lo que no existe para hacerlo existir. La gran singularidad del animal humano es que habita en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento.

Escribo este extenso preámbulo porque pensar sobre los cuidados entreteje una urdimbre de ideaciones sobre el cuidado que poco a poco irán permeando en los imaginarios que inspira la conversación pública. La política es organizar la convivencia, pero también es trasladar las ideas a la acción. Para exportar una idea a la práctica previamente hay que incubar la idea, de ahí que problematizar sobre el cuidado es un paso irrevocable para que algún día la política se preocupe del cuidado con la monumental relevancia que este hecho se merece en la agenda humana. Esta mañana he empezado a leer El manifiesto de los cuidados, la política de la interdependencia. Casualmente mañana miércoles tengo una presentación en Santiago de Compostela en la que me resultará ineluctable hablar de interdependencia, cómo precisamente ser sujetos interdependientes es lo que nos permite ser autónomos. Mi posicionamiento  es que cuidar la ética de máximos es el desiderátum del cuidado, que por supuesto requiere el cumplimiento estricto de la ética de mínimos. Cuidar los mínimos, el marco común en el que se despliega la convivencia (Justicia), es vital para cuidar los máximos, que cada quien se brinde de sentido con su inventario de preferencias y contrapreferencias (Alegría). Frente a las industrias del yo y del neoliberalismo sentimental que privatizan el cuidado a través de procesos de resiliencia, superación personal, o competición por el acceso al mercado laboral como única forma de obtener ingresos, rearticularnos como ciudadanos obligados a pensar colectivamente en soluciones políticas a problemas estructurales (cuidarnos es el más estructural de todos), incidir en nuestra interdependencia, recordar que la vida humana es humana porque es compartida, y que nuestros ancestros tribales la compartieron porque vivir juntos permitía el acceso a vivir bien, es decir, a dedicar la existencia a cuestiones que afortunadamente estaban muy por encima de la supervivencia. Pensar y cuidar son sinónimos, como lo indica el diccionario de la Real Academia. Pensar bien es reorganizar prioridades y asentir que el cuidado común es la más excelsa de todas las que forman parte de la preocupación humana. Si admitimos esta premisa, avanzaríamos mucho en el establecimiento de estrategias para que todas y todos podamos acceder a una vida buena. El motivo último por el que cuidarnos ha de ser tratado como un derecho y un deber. 

 

    Artículos relacionados: