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martes, abril 14, 2020

Yo soy tú cuando yo soy yo


Obra de Nigel Cox
He titulado el artículo de hoy con un precioso verso de Paul Celan (1920-1970) alojado en Elogio de la lejanía, un libro publicado en los años cincuenta del siglo pasado. Pertenece al poema Amapola y memoria: «Yo soy tú cuando yo soy yo». Frente al hiperindividualismo molecular que exhorta a propuestas tan narcisistas y centrípetas como enamorarnos de nuestro yo, o casarnos con nosotros mismos para mostrar públicamente nuestros sentimientos de amor a nuestra subjetividad (ya existen bodas en las que el cónyuge declara ceremonialmente el sí quiero nupcial a su propio ego ante los aplausos de los emocionados asistentes), el pensar no folclorizado entraña el estupor de advertir de que dentro de nosotros no hay nada purgado de otredad. Somos un biográfico nudo gordiano en el que la figura múltiple y heterogénea del otro conforma el denso ensamblaje...



* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.















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martes, noviembre 20, 2018

Del «tú o yo» al «tú y yo»

Obra de Jeffe Hein
Cuando alguien afirma que tenemos que ser más competitivos estamos cronificando un escenario en el que siempre habrá damnificados. Esta es la idea neurálgica que postulo cada vez que pronuncio la conferencia O cooperamos o nos haremos daño. Cuando alguien enarbola la bandera de la competitividad y reclama el mantra de que hay que ser más competitivos a mí me sale la vena de mi procedencia académica filosófica y pregunto para qué. Cuando me responden, vuelvo a preguntar para qué, y tres o cuatro para qué después siempre nos acabamos topando con la conclusión de para que alguien obtenga plusvalías más adiposas y por tanto incremente la cuenta de resultados. Edurne Portela, autora del tremendamente reflexivo y humano ensayo El eco de los disparos, explicaba en su penúltimo artículo dominical en El País que «el mal extremo del Lager (hablaba de Primo Levi y las señales premonitorias del fascismo) no se produce solo porque ciertos sujetos suspenden su juicio y obedecen, sino también por la avaricia de vivir, por optimizar la propia vida a cuenta de la de los demás». Nada más leer este párrafo vi que en él quedaba muy bien rotulado en qué consiste un escenario competitivo. Ciertos niveles de elevada polución cognitiva y también de alta carestía en las narrativas afectivas (sobre todo en lo concerniente a la fraternidad) han permitido que la competición como eje de la vida humana se haya instalado en los imaginarios sin apenas disensión. Es como si la competición fuera reelaborada conceptualmente como factor biológico de nuestro ajuar genético para justificarla por quienes se benefician de ella y no como una variable cultural ínsita en los procesos de socialización que puede ser subvertida con acciones y decisiones políticas pero también con pedagogía sentimental. La definición canónica de competición transparenta que siempre habrá alguien que no pueda colmar sus intereses porque eso es precisamente lo que permite que otros sí puedan. Competimos para satisfacer nuestros intereses a costa de que nuestro opositor no pueda lograr la coronación de los suyos puesto que rivalizan con los nuestros. Si se compite por futilidades, la pérdida será fútil, pero si están en juego posibilidades y necesidades vitales, la pérdida también albergará dimensiones vitales. Aportaré más claridad todavía. Si competimos por el contenido de una ética de mínimos como si fuera un negocio, la pérdida serán los mínimos sin los cuales los máximos son pura fantasmagoría.

Este enunciado tan simple exhibe el descalabro civilizatorio o la deriva entrópica que supone que la vida humana se desplace a remolque de la competición o de los escenarios de suma cero. Las situaciones de suma cero son aquellas en las que la ganancia o pérdida de un participante implica indefectiblemente las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Si se suma el total de las ganancias  y se resta las pérdidas totales de todos los participantes el resultado siempre es cero. He aquí la explicación de su nombre. El que gana obtiene lo que pierde el oponente, y el que pierde se queda sin nada puesto que es  el monto trasvasado al ganador. Las competiciones deportivas son paradigmáticas de este tipo de juegos no cooperativos. Un ejemplo. En un partido de baloncesto para que uno de los dos equipos en liza gane es imprescindible que el otro pierda. No hay otra posibilidad. Este Espacio se llama Espacio Suma NO Cero porque existen otros escenarios en los que es posible que las partes implicadas puedan satisfacer parcialmente sus intereses sin necesidad de que una de las partes se quede sin nada. En estos dinamismos hay intereses antagónicos, pero también los hay comunes, y satisfacer estos últimos se prioriza sobre la satisfacción de los primeros. La cooperación incide en lo común sobre lo privado. Hay cierta incompatibilidad de objetivos en lo privado, pero la sensibilidad cooperadora coloca la lupa de aumento en aquellos puntos en los que sin embargo hay concordancia de objetivos. También se llaman juegos de suma distinta de cero o juegos de suma positiva. En el ceremonial de este tipo de juegos la ganancia de un actor no trae adosada la pérdida necesaria de otro. Al contrario. En el escenario de suma no cero cada actor alcanza un lugar que mejora al que tendría si no se hubiera llevado a cabo la experiencia sinérgica de la cooperación.  Y además, como recalca Adela Cortina en Para qué sirve exactamente la ética, «los que intervienen en él han generado confianza mutua, armonía, vínculos de amistad y crédito mutuo, eso que se llama capital social, y que les invita a seguir cooperando en juegos posteriores»

Los ejes de la cultura valorativa humana en el orden neoliberal son las leyes del mercado, que encarnan la lógica de la competición (aunque los grandes capitales tienden al monopolio). El mercado se rige por un cálculo de resultados protagonizado por la maximización de la eficacia siempre releída en términos monetarios. Esta lectura se ha apropiado invasoramente del proceso evaluativo con el que juzgamos el valor o disvalor de las acciones humanas. Se valora aquello a lo que el mercado da valor, se deprecia lo que el mercado ignora. Si embargo, el mundo de la vida humana posee más círculos que el del mercado, y esos otros marcos en los que se desenvuelve nuestra existencia operan con otros vectores totalmente ajenos a él. Surge así la paradoja de que la vida humana sufre la superposición de la sinergia cooperadora y la tensión competitiva, o el perpetuo desdoblamiento de ambas según en qué círculo nos hallemos ubicados (si bien el mercado y la insaciabilidad de beneficio consustancial a él llevan décadas empecinados en colonizar toda la realidad). En los enclaves todavía enseñoreados por los afectos tendemos a ser actores cooperadores, pero fuera de esa esfera el orden cultural pilotado por la optimización del lucro nos malea en competidores. Si la ética consiste en incluir al otro en las deliberaciones privadas en tanto que su conversión en acción desemboca en el espacio público compartido con los demás, la competición como estructura cognitiva desaloja al otro de la imaginación o lo mantiene allí categorizado como rival, opositor, recurso o medio. El mercado como método pero también como cosmovisión se desentiende de cuestiones éticas que frenarían la maximización de la eficacia a la que propende por imperativo biológico. He aquí la aporía. El mercado, que no tiene ética, es la nueva ética.

Mi experiencia con juegos de suma cero y no cero en entornos infantiles es que los niños y las niñas que deciden competir rara vez se ponen en el lugar del más desfavorecido. Hay en ellos un magnetismo sorprendente a solo imaginarse en el lugar del beneficiado por el resultado final de la competición. Compiten en vez de cooperar porque cierta alogía les hace pensar solo en ellos y siempre en una situación favorable a la que se aferran. Los pocos que deciden cooperar (sobre todo las niñas) piensan en todos y su razonamiento ético les lleva a fabular fácilmente tanto las lógicas reciprocadoras como el escenario del perdedor. Cooperan no para no perder ellas, sino para que no haya perdedores, que no es lo mismo. Incluyen al otro en su ejercicio de reflexividad antes de adoptar una decisión. Hay una muy buena noticia. Los competidores enmendan su decisión cuando comprueban el daño de su acción, lo funesto que ha sido para la gran mayoría haber aceptado jugar a competir. Y se autocorrigen porque ven con sus ojos el sufrimiento provocado, lo sienten y lo comprenden al infligirlo en sus compañeros, en personas con nombres y apellidos con las que luego han de convivir, no en flujos de macrodatos resbalando como si fueran hilos de lluvia por la luminosa pantalla de una computadora. Parece apremiante una alfabetización en la que se recuerde que en la cooperación no hay acciones en perjucio de uno, lo que sí hay es que admitir que para que todos podamos satisfacer parcialmente nuestros intereses es necesario que no podamos satisfacer plenamente los nuestros, si esa plenitud impide alcanzar los mínimos del otro (que es la idea que aparece en el texto de Edurne Portela). No se obtiene la ganancia máxima privada, pero no se aboca a que muchos lo pierdan todo. No es la emocional pugna disyuntiva «tú o yo» . Es la reflexión copulativa «tú y yo».



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martes, septiembre 18, 2018

La tarea de existir


Obra de Mónica Castanys
Existir es una tarea que nos tendrá ocupados toda la vida. Precisamente el hecho de ser una tarea que requiere la omnipresencia de nuestra atención la ha convertido en una obviedad que como todas las obviedades mayúsculas se invisibilizan para la mirada ocular y para la intelectiva. Esta tarea consiste en dar forma a la vida con la que nos encontramos de una manera inopinada. No es una tarea cualquiera, sino que es la que hace que seamos el que somos. Es la tarea que al hacerla nos hace, y al hacernos, la hacemos. Sintéticamente podemos decir que es la tarea que condecora todas las tareas. Algo tan involuntario como que nos nazcan (uno no nace, a uno le nacen) acarrea una responsabilidad que desemboca en acciones prácticas. Nos dan algo que no hemos pedido, y ahora somos nosotros los que debemos arrostrar con ello. Nadie solicita nuestra aquiescencia para existir, nadie se detiene a interrogarnos si queremos ahora una vida o mejor lo dejamos para otro momento. No nos lo preguntan porque no pueden preguntárnoslo. Si la capacidad de elegir es la vitrina de la vida humana y en ella descansan las ficciones más poderosas construidas por su imaginación ética, se prescinde de ella para el lance más cardinal que experimentaremos a lo largo de la vida.

Nacer es el acontecimiento que permite la llegada de todos los demás acontecimientos. Nacer es la posibilidad que posibilita todas las posibilidades, incluida la de la muerte, el evento biológico cuya posibilidad imposibilita todas las anteriores posibilidades, y que cuando se haga acto nos expulsará del mundo. Somos seres obsolescentes, pero sobre todo somos seres que incorporan la idea de finitud al ejercicio deliberativo. Morir es un episodio natural, pero la mortalidad es una operación cultural. En las luminosas páginas de La resistencia íntima, el profesor Esquirol nos recuerda que «vemos que la vida del sí mismo que somos es una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido». Ninguna idea nuclear sobre los trajines humanos se debería librar de la conciencia de finitud para que la reflexividad no quede escamoteada. Sentirse tiempo limitado es una experiencia radical que confiere sentido a la obligatoriedad de elegir. Hay que decantarse por unos fines en menoscabo de otros puesto que no hay tiempo para todo. El nacimiento nos inaugura y la muerte nos clausura. Baltasar Gracián se quejaba tanto de lo uno como de lo otro: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, no deberíamos morir». Es fácil parafrasear al escritor jesuita y orientar su aserto en dirección a la alegría, que es el sentimiento con el que decimos sí a la vida: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, deberíamos vivir bien».

Vivimos una realidad anfibia. Somos sujetos pacientes porque se nos da una vida, pero somos sujetos agentes porque somos nosotros quienes tenemos que dirimir imaginativamente qué hacer con ella. El pesimismo vitriólico de Emil Cioran señaló esta peculiaridad en su primer ensayo cuyo título explicita qué piensa de este asunto tan relevante: Del inconveniente de haber nacido. Me viene a la memoria uno de los aforismos incluido en sus páginas: «No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Algunos autores catalogan la circunstancia de la natividad como deyección. Hemos sido arrojados a una existencia y ahora tenemos que hacer algo con esta eventualidad. Antes de existir no había nada que hacer y ahora sin embargo existir nos obliga a una multiplicidad de quehaceres. A ese cómputo de tareas las llamamos vivir. Vivir es un verbo y por tanto implica acción. Vivir es existir, la acción en la que hago algo con la existencia que tengo en un tracto de tiempo que llamamos vida. Lo que hago con la existencia con la que me he encontrado de un modo contingente me hace ser.

Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».

Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.



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martes, junio 05, 2018

Para ser persona hay que ser ciudadano




Obra de Stephen Wrigth
Hace unas semanas escribí que somos los autores de nuestros propósitos, pero somos los coautores de la mayor parte de nuestros resultados. Esta afirmación deja entrever que en la construcción de nuestra biografía concurren muchos agentes. Sin embargo, tendemos a marginarlos en las auditorias íntimas en las que vamos evaluando nuestra instalación en el mundo. La contemporaneidad ha impuesto un macrorrelato que ha despolitizado por completo la reflexión sobre el acontecimiento de existir. Puede resultar decepcionante que en algo tan privativo como nuestra biografía exista la coautoría, pero gracias a ella nuestra existencia está atravesada de fines y no solo de necesidades. En las necesidades no hay fines, y si no hay fines no hay autonomía. Las necesidades afilaron nuestra racionalidad y nos convirtieron en animales políticos, en animales que hablan, en animales sentimentales que estratifican qué sería bueno sentir y qué sería bueno no sentir. Vivir agrupados es un hito evolutivo de primerísimo nivel. Podemos elegir qué queremos para nosotros gracias a que estructuramos marcos de convivencia en los que nuestra existencia borbotea al lado de otras existencias. Podemos optar independientemente merced a que somos interdependientes. Convertimos la convivencia en un juego de suma no cero en el que adoptamos estrategias para que todas las partes satisfagan parcialmente sus necesidades respectivas. En Elogio de la infelicidad Emilio Lledó lo explica con abrumadora claridad: «La carencia de completa autarquía es la expresión suprema de la necesidad de convivir, de ser en otros y con los otros».  

Las necesidades primarias las podemos cubrir gracias a la cohabitación con otras existencias en un entorno intersubjetivo orquestado para ese cometido. Siempre que hablo con alguien de las necesidades a las que estamos uncidos como seres vivos mi interlocutor me interpela afirmando que habría que matizar qué entendemos por necesidades. La respuesta es muy sencilla. Entiendo por necesidad aquello en lo que cualquier persona piensa de manera monotemática a partir de un lapso de tiempo de padecer su ausencia ante el miedo de que su vida se desbarate irreversiblemente o llegue incluso a expirar. Aristóteles definía como necesario «aquello sin lo cual no se puede vivir, por ejemplo, el respirar o la alimentación». Yo lo defino con una mirada más panorámica y más contemporánea: «Una necesidad es aquello cuya satisfacción es tan rutinariamente urgente que si no está estructuralmente colmada impide que un sujeto pueda establecer planes de vida». «La escasez es el origen de la ciudad», escribió Platón. En terminología de Lledó, el carácter menesteroso de nuestra biología fue lo que nos inspiró a «la empresa de construir lo humano». El ser humano que somos cada uno de nosotros es una existencia quebradiza, precaria, frágil, muy muy vulnerable. Humano  proviene de humus, tierra, y significa pequeño, insignificante. En esta explicación descansa por qué los griegos daban mayor prelación a la condición de ciudadano que a la de persona. Era imposible llegar a ser persona (la individualidad que elige qué fines quiere para su vida y que se va desplegando en el conjunto de acciones encaminadas a colmarnos) lejos de la polis. Ser persona sólo era posible desde la condición de ciudadano. De aquí el drama que supone, y que Josep Ramoneda explica con su habitual maestría en Contra la indiferencia, que hayamos perdido paulatinamente la c de ciudadanos en favor de las tres ces que nos señalan como clientes, contribuyentes y comparsas. La conclusión es triste. Cuanto más nos desintegramos como ciudadanos, mayor dificultad para ser personas.

Lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde hay necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay autonomía, que es la vitrina de nuestra dignidad. Ser autónomo es elegir por uno mismo con qué fines quiere uno conducir su propia vida. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos más o menos satisfechas nuestras necesidades primarias. De aquí se colige algo que los redactores de los Derechos Humanos subrayaron en la redacción de la Carta Magna. Sin la garantía de unos mínimos es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Esos mínimos son los treinta artículos de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada uno rellena el contenido de su felicidad, los fines con los que da sentido a su existencia en el mundo de la vida, con los que va convirtiéndose en una expresión de particularidad, una mismidad diferente a todas las demás. Somos una existencia singularizada que limita por todos lados con todas las existencias también singularizadas porque las necesitamos para acceder a una vida digna.  Por eso más que ser existencias adyacentes yo prefiero utilizar la expresión existencias al unísono (así se titula la trilogía a cuya redacción me he dedicado estos últimos años -ver-).  Al ser al unísono queda enfatizada la vinculación afectiva y política irrenunciables para existir. Nuestra existencia tal y como es o cómo nos gustaría que fuese sería inaccesible desde la insularidad o desde la soledad.  El yo no puede expatriarse de los dominios interconectados de la convivencia. La política debería ser una mirada reflexiva y bondadosa sobre cómo articular la organización de las existencias al unísono con el objeto de que todos satisfagamos nuestras necesidades y podamos dedicarnos de este modo a aquellos fines elegidos desde la autonomía. Ser animales políticos es lo que nos permite ser animales éticos.



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